La tierra había quedado por debajo de él, era el autoestopista de un dios: la vida sencilla que había dejado no significaba nada ahora, o nunca. Viviría con este ser, sí, viviría con él, mirándolo y mirándolo, devorándolo con los ojos hasta que muriera de pura glotonería.
Gritaba y aullaba, se columpiaba en las cuerdas saboreando su triunfo. Abajo, allá abajo, vio por un instante el cuerpo de Judd, acurrucado, pálido sobre el oscuro suelo, irrecuperable. El amor, la vida y la cordura habían desaparecido; se habían ido como el recuerdo de su nombre, de su sexo, o de su ambición.
No significaba nada. Nada en absoluto.
Bum…
Bum…
Popolac caminaba, el sonido de sus pasos se alejaba hacia el este. Popolac caminaba, el murmullo de su voz se perdía en la noche.
Un día después, llegaron pájaros, llegaron zorros, moscas y mariposas, llegaron avispas. Judd se movió, Judd cambió de sitio, Judd dio a luz. Los gusanos buscaron el calor de su estómago, la buena carne de sus muslos fue devorada en la madriguera de una raposa. Después de eso, todo fue rápido: sus huesos se volvieron amarillos, sus huesos se desmoronaron: pronto, aquel espacio que una vez había estado lleno de aliento y de opiniones quedó vacío.
Oscuridad, luz, oscuridad, luz. Ni siquiera interrumpió con su nombre.
No hay placer como el terror. Si fuera posible sentarse sin ser visto entre dos personas en cualquier tren, sala de espera u oficina, la conversación entreoída rondaría una y otra vez este tema. Podría parecer que se trataba de algo completamente distinto: el estado de la nación, una charla despreocupada sobre las muertes en carretera, la subida de las minutas de los dentistas; pero poniendo al desnudo la metáfora, la insinuación, ahí, encerrado en el corazón del discurso, se encuentra el terror. Mientras aceptamos sin discusión la naturaleza de Dios y la posibilidad de vida eterna, rumiamos alegremente las minucias de la miseria. El síndrome no tiene límites; tanto en los baños como en el seminario se repite el mismo ritual. Con la inexorabilidad de una lengua que se retuerce para explorar un diente dolorido, volvemos una, dos y mil veces a nuestros miedos, sentándonos para discutir sobre ellos con la impaciencia de un hombre hambriento ante un plato lleno y humeante.
Mientras estaba en la universidad y tenía miedo de hablar, Stephen Grace aprendió a hablar acerca de su miedo. De hecho, no sólo a hablar de él, sino a analizar y diseccionar cada una de sus terminaciones nerviosas en busca de pequeños terrores.
En esta investigación tuvo como profesor a Quaid.
Era una época de gurús; su agosto. En las universidades de toda Inglaterra jóvenes de ambos sexos buscaban por todas partes a gente a la que seguir como corderos; Steve Grace fue simplemente uno más. Tuvo la mala suerte de encontrar a Quaid como mesías.
Se habían conocido en la sala de estudiantes.
—El nombre es Quaid —dijo el hombre que estaba al lado de Steve en la barra.
—Oh.
—¿Tú eres…?
—Steve Grace.
—Sí. Vas a clase de ética, ¿verdad?
—Exacto.
—No te he visto en ninguno de los otros seminarios o conferencias de filosofía.
—Es mi asignatura suplementaria de este año. Hago la carrera de literatura inglesa. No podía soportar la idea de un año en clase de nórdico antiguo.
—Así que escogiste ética.
—Sí.
Quaid pidió un coñac doble. No parecía tan rico, y un coñac doble habría arruinado las finanzas de Steve para la semana siguiente. Quaid lo bebió rápidamente y encargó otro.
—¿Tú qué tomas?
Steve estaba acariciando media pinta de cerveza tibia, dispuesto a hacerla durar una hora.
—Yo nada.
—Sí.
—Estoy servido.
—Otro coñac y una pinta de cerveza para mi amigo.
Steve no se resistió a la generosidad de Quaid. Una pinta y media de cerveza en su sistema malnutrido serviría de gran ayuda para animar el tedio de sus próximos seminarios sobre «Charles Dickens como analista social». La sola idea le hacia bostezar.
—Alguien tendría que escribir una tesis sobre la bebida como actividad social.
Quaid escrutó un momento su coñac y lo dejó otra vez sobre la barra.
—O como forma de olvidar.
Steve miró a aquel hombre. Debía de tener unos veinticinco años, cinco más que él. La mezcla de ropas que vestía era sorprendente. Zapatillas de deporte andrajosas, pantalones de pana, una camisa entre gris y blanca que había conocido días mejores, y sobre todo ello una chaqueta de cuero muy cara que sentaba mal a su tipo alto y delgado. Tenía la cara alargada y anodina; los ojos, de un azul lechoso, y tan pálidos que el color parecía diluirse en las escleróticas, de forma que sólo se podían ver, detrás de sus gruesas gafas, sus iris rasgados. Labios gordos, como los de Jagger, pero pálidos, secos y poco sensuales. El pelo, de un rubio sucio.
Steve pensó que Quaid podía pasar por un traficante de drogas holandés.
No llevaba chapas. Eran la manifestación corriente de las obsesiones de un estudiante, y Quaid parecía desnudo sin nada que indicara cómo se divertía. ¿Era homosexual, feminista, defensor de las ballenas o un vegetariano fascista? ¿En qué estaba metido, por Dios?
—Deberías haber escogido nórdico antiguo —dijo Quaid.
—¿Por qué?
—En esa asignatura ni siquiera se preocupan de puntuar los exámenes.
Steve no había oído hablar de ello. Quaid siguió dando detalles:
—Se limitan a tirarlos al aire. Si sale cara, sobresaliente; cruz, notable.
Ah, era broma. Quaid se estaba haciendo el listo. Steve esbozó una risita, pero la cara de Quaid no se inmutó ante su propio rasgo de humor.
—Tendrías que estar en nórdico antiguo —repitió—. A fin de cuentas, ¿quién necesita a Bishop Berkeley, a Platón o a…?
—¿O?
—Es todo mierda.
—Sí.
—Te he observado en clase de filosofía…
A Steve empezó a intrigarle Quaid.
Nunca tomas apuntes, ¿verdad?
—No.
—He pensado que o tienes una seguridad sublime en ti mismo o, sencillamente, no te importa un comino.
—Nada de eso. Simplemente estoy perdido del todo. Quaid gruñó y sacó un paquete de cigarrillos baratos. Eso tampoco era lo habitual. Se fumaban Gauloises o Camel; si no, nada.
—No es verdadera filosofía lo que te enseñan aquí —sentenció Quaid con manifiesto desprecio.
—¿Eh?
—Nos dan una cucharadita de Platón o un poco de Bentham, pero sin un análisis real. Con las calificaciones pertinentes, por supuesto. Se parece a la bestia: hasta a los no iniciados les huele un poco a bestia.
—¿Qué bestia?
—La filosofía. La
verdadera
filosofía. Es una bestia, Stephen. ¿No estás de acuerdo?
—No se me había….
—Es salvaje. Muerde.
Enseñó los dientes: de repente había adoptado una expresión astuta.
—Sí, muerde —repitió.
Sí, eso le gustó mucho. Lo dijo de nuevo por si le traía suerte: «Muerde».
Stephen asintió. Se le escapaba el sentido de la metáfora.
—Creo que lo que estudiamos debería desgarrarnos. —Quaid se estaba entusiasmando con el tema de la educación castradora—. Debería asustarnos falsear las ideas sobre las que hemos de hablar.
—¿Por qué?
—Porque si fuéramos filósofos dignos no intercambiaríamos chistes académicos. No hablaríamos de semántica, no utilizaríamos supercherías lingüísticas para encubrir los problemas reales.
—¿Qué haríamos?
Steve empezaba a pensar que se limitaba a dar pie a Quaid. Pero éste no estaba de humor para bromas. Tenía la cara rígida: sus iris rasgados se habían reducido a puntitos diminutos.
—Deberíamos acercarnos a la bestia, Steve, ¿no estás de acuerdo? Salir a aplacarla, acariciarla, ordeñarla…
—Esto… ¿Qué es la bestia?
A Quaid le exasperó lo directo de la pregunta.
—Es el tema de cualquier filosofía que merezca la pena, Stephen. Son las cosas que tememos porque no las entendemos. Es la oscuridad que hay detrás de la puerta.
Stephen pensó en una puerta. Pensó en la oscuridad. Empezó a comprender a dónde quería ir a parar Quaid a su manera retorcida. La filosofía era una forma de hablar del miedo.
—Deberíamos discutir sobre lo que es inherente a nuestras psiques —dijo Quaid—. Si no… nos arriesgamos a….
Súbitamente le abandonó la locuacidad.
—¿Qué?
Quaid contemplaba su copa de coñac vacía como si quisiera verla llena de nuevo.
—¿Quieres otro? —propuso Steve, rogando para que la respuesta fuera negativa.
—¿A qué nos arriesgamos? —repitió la pregunta—. Bueno, creo que si no salimos y encontramos a la bestia…
Steve presintió que estaba a punto de ponerle la guinda al pastel.
—… tarde o temprano vendrá la bestia y nos encontrará a nosotros. No hay placer como el terror. Mientras sea el de los demás.
Las semanas siguientes, Steve hizo algunas preguntas, sin darles importancia, sobre el misterioso señor Quaid.
Nadie sabía su nombre.
Nadie estaba seguro de su edad, pero una de las secretarias pensaba que tenía más de treinta, lo que le resultó sorprendente.
Sus padres, le había oído decir Cheryl, estaban muertos. Asesinados, pensaba ella.
Esto parecía constituir la suma de todo el conocimiento humano acerca de Quaid.
—Te debo una copa —dijo Steve tocando el hombro de Quaid.
Lo miró como si le hubieran mordido.
—¿Brandy?
—Gracias.
Steve encargó las bebidas.
—He estado pensando.
—Ningún filósofo debería carecer de él.
—¿De qué?
—De cerebro.
Se pusieron a hablar. Steve no sabía por qué se había vuelto a acercar a Quaid. El hombre tenía diez años más que él y pertenecía a un clan intelectual distinto. Para ser honesto, probablemente le intimidaba. Su incesante charla sobre bestias lo desconcertaba. Y, sin embargo, quería más: más metáforas, seguir oyendo aquella voz monótona contarle cuán inútiles eran los tutores, cuán débiles los estudiantes.
En el mundo de Quaid no había certezas. No tenía gurús seglares y, evidentemente, ninguna religión. Parecía incapaz de contemplar ningún sistema, ya fuera político o filosófico, sin cinismo.
Aunque raras veces reía en voz alta, Steve sabía que en su visión del mundo había un humor amargo. Las gentes eran ovejas y corderos; todos buscaban pastores. Naturalmente, para Quaid esos pastores eran pura ficción. Todo lo que existía en la oscuridad, fuera del redil, eran los miedos que se cernían sobre el inocente cordero: esperando, pacientes como piedras, su momento.
Había que dudar de todo menos del hecho de que el terror existía.
La arrogancia intelectual de Quaid era estimulante. Steve se empezó a aficionar a la facilidad iconoclasta con que destruía una creencia detrás de otra. A veces resultaba doloroso que Quaid formulan una objeción irrefutable contra alguno de los dogmas de Steve. Pero a las pocas semanas el simple ruido de demolición parecía excitarlo. Quaid estaba despejando la maleza, talando los árboles, destrozando los rastrojos. Steve se sentía libre.
Nación, familia, Iglesia, ley. Todo reducido a cenizas. Todo inútil. Todo engaños, cadenas y asfixia.
Sólo existía el terror.
—Yo temo, tú temes, él teme —le gustaba decir—. Él, ella, ello teme. No hay ser consciente sobre la superficie del mundo que no conozca el terror más íntimamente que su propio latido.
Uno de los blancos favoritos de los ataques de Quaid era otra estudiante de filosofía y literatura inglesa, Cheryl Fromm. Se espantaba tanto ante sus observaciones más ultrajantes como el pez ante la lluvia, y mientras uno sacaba las garras ante los argumentos del otro, Steve se arrellanaba en su asiento y contemplaba el espectáculo. Cheryl era, según la fórmula de Quaid, una optimista patológica.
—Y tú estás lleno de mierda —decía ella cuando la discusión se había animado un poco—. Así pues, ¿a quién puede importarle que te asustes de tu propia sombra? Yo no estoy asustada. Me siento bien.
Desde luego que lo estaba. Cheryl era carne de sueños húmedos, pero resultaba demasiado brillante para que alguien osara abordarla.
—Todos sentimos terror de vez en cuando —le contestaba Quaid, y sus ojos lechosos estudiaban cuidadosamente la cara de Cheryl, espiando su reacción, intentando, y Steve lo sabía, encontrar una debilidad en su convicción.
—Yo no.
—¿Ningún miedo? ¿Ni pesadillas?
—De ninguna manera. Tengo una buena familia; no guardo esqueletos en el desván. Ni siquiera como carne, así que no me siento mal cuando paso junto a un matadero. No tengo ninguna miseria que exhibir. ¿Significa eso que no soy real?
—Significa… —Los ojos de Quaid tenían la pupila rasgada de una serpiente—. Significa que tu seguridad tiene algo importante que ocultar.
—¡Otra vez con las pesadillas!
—Horribles pesadillas.
—Especifica: define los términos que utilizas.
—No puedo decirte a qué le tienes miedo tú.
—Entonces dime a qué le tienes miedo tú.
Quaid vaciló.
—A fin de cuentas, es imposible de analizar.
—¿Imposible de analizar? ¡No me hagas reír!
Quaid volvió a su tema predilecto.
—Lo que yo temo es algo personal. No tiene sentido en un conjunto más amplio. Los signos de mi terror, las imágenes que utiliza mi cerebro, si quieres, para
ilustrar
mi miedo, son poca cosa en comparación con el auténtico horror que está en la raíz de mi personalidad.
—Yo tengo imágenes —dijo Steve—. Visiones de mi infancia que me hacen pensar en…
Se detuvo, lamentando por anticipado su confesión.
—¿Qué? —preguntó Cheryl—. ¿Te refieres a cosas relacionadas con malas experiencias? ¿A una caída de la bici o algo parecido?
—A lo mejor —admitió Steve—. A veces me sorprendo pensando en esas visiones. No lo hago deliberadamente; sólo ocurre cuando pierdo la concentración. Es como si mi cerebro se dirigiera hacia ellas de forma automática.
Quaid emitió un leve gruñido de satisfacción.
—Exactamente —aprobó.
—Freud ha escrito sobre el tema —advirtió Cheryl.
—¿Qué?
—Freud —repitió, esta vez subrayando las palabras, como si le estuviera hablando a un niño—. Sigmund Freud; puede que hayas oído hablar de él.