Libros de Sangre Vol. 1 (30 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—Ah, sí. Mi experimento.

—¿Experimento?

—Para serte sincero, Steve, no sé si debería enseñártelas.

—¿Por qué no?

—Estoy metido en algo serio, Steve.

—Y yo no estoy preparado para nada serio; ¿es eso lo que quieres decir?

Steve notaba que la técnica de Quaid podía con él, aunque era obvio y transparente lo que estaba haciendo.

—No he dicho que no estuvieras preparado…

—¿Qué demonios es ese asunto?

—Fotos.

—¿De?

—¿Te acuerdas de Cheryl?

Imágenes de Cheryl. Ya.

—¿Cómo iba a olvidarla?

—No volverá este curso.

—Oh.

—Tuvo una revelación.

La mirada de Quaid parecía la de un basilisco.

—¿Qué quieres decir?

—Siempre estaba tan tranquila, ¿verdad? —Quaid hablaba de ella como si hubiera muerto—. Tranquila, simpática y pensativa.

—Sí, supongo que era todo eso.

—¡Pobre puta! Todo lo que quería era un buen polvo.

Steve sonrió como un chiquillo ante las palabras obscenas de Quaid. Resultaba chocante; era como ver a un profesor con el pene colgando fuera de los pantalones.

—Pasó parte de sus vacaciones aquí.

—¿Aquí?

—En esta casa.

—¿Así que te gusta?

—Es una vaca ignorante. Pretenciosa, débil y estúpida. Pero no te
daría
, no te daría absolutamente nada.

—¿Te refieres a que no quería joder?

—¡Oh, no! Se bajaba las bragas nada más verte. Eran sus miedos lo que no…

La vieja canción.

—Pero la convencí a su debido tiempo.

Quaid sacó una caja de detrás de una pila de libros de filosofía. En ella había un fajo de fotos en blanco y negro ampliadas al tamaño de una postal doble. Le alcanzó la primera serie a Steve.

—La encerré, Steve. —Quaid lo decía sin emoción—. Para ver si podía obligarla a que diera rienda suelta a sus terrores.

—¿A qué te refieres con eso de encerrarla?

—En el piso de arriba.

Steve se sintió raro. Podía oír cantar sus oídos muy suavemente. El vino peleón siempre le hacía retumbar la cabeza.

—La encerré en el piso de arriba —repitió Quaid—, como experimento. Por eso alquilé esta casa. No había vecinos que escucharan.

Ningún vecino ¿para escuchar qué?

Steve miró la imagen granulada que tenía en la mano.

—Una cámara oculta —explicó Quaid—. Nunca supo que le estaba haciendo fotos.

La foto número uno era de una habitación, pequeña y anodina. Unos pocos muebles normales.

—Ésta es la habitación. Arriba del todo. Caliente. Incluso un poco agobiante. Sin ruidos.

Sin ruidos.

Quaid le alargó la foto número dos.

La misma habitación. Ahora no tenía casi muebles. Un saco de dormir estaba extendido a lo largo de una pared. Una mesa. Una silla. Una bombilla desnuda.

—Así es como lo dispuse para ella.

—Parece una celda.

Quaid gruñó.

Tercera foto. La misma habitación. Sobre la mesa una jarra de agua. En una esquina, un cubo mal cubierto por una toalla.

—¿Para qué es el cubo?

—Tenía que hacer pis.

—Sí.

—Con todas las comodidades —señaló Quaid—. No pretendía reducirla a un estado animal.

Hasta en su bruma etílica, Steve captó la ironía de Quaid. No pretendía reducirla a un estado animal. Sin embargo…

Foto cuatro. Sobre la mesa, en un plato, una tajada de carne. Le sobresale un hueso.

—Buey —indicó Quaid.

—Pero, ¡si es vegetariana!

—Cierto. Está ligeramente salado, bien hecho y es de buena calidad.

Foto cinco. Lo mismo. Cheryl se halla en la habitación. La puerta está cerrada. Está golpeándola con los pies y con las manos; su cara refleja una intensa furia.

—La dejé en la habitación hacia las cinco de la mañana. Estaba dormida: la llevé sobre el lecho yo mismo. Muy romántico. Ella no sabía qué narices estaba pasando.

—¿La encerraste ahí?

—Claro. Un experimento.

—¿No la advertiste?

—Hablamos del terror, ya me conoces. Sabía qué era lo que yo deseaba descubrir. Sabía que necesitaba conejillos de Indias. Cayó en seguida en la cuenta. En cuanto comprendió lo que me traía entre manos se tranquilizó.

Foto seis. Cheryl está sentada en una esquina de la habitación, pensando.

—Creo que pensaba que podría tener más paciencia que yo.

Foto siete. Cheryl mira la pierna de buey. Echa ojeadas a la mesa.

—Bonita foto, ¿no te parece? Mira su expresión de asco. Odiaba hasta el olor de carne cocinada. Aún no estaba hambrienta, naturalmente.

Ocho: duerme.

Nueve: hace pis. Steve se sintió incómodo al ver a la chica espatarrada sobre el cubo, con las bragas en los tobillos. Tenía manchas de lágrimas en la cara.

Diez: bebe agua de la jarra.

Once: vuelve a dormir, de espaldas a la habitación, enroscada como un feto.

—¿Cuánto tiempo ha pasado en la habitación?

—Esto era cuando sólo llevaba catorce horas. Perdió muy pronto la noción del tiempo. No había cambios de luz. Su reloj corporal se estropeó en seguida.

—¿Cuánto tiempo estuvo ahí?

—Hasta que se demostró mi idea.

Doce: despierta, se pasea alrededor de la carne que está sobre la mesa; se advierte que la mira subrepticiamente.

—Ésta se tomó la mañana siguiente. Estaba dormida. La cámara sacaba fotos cada cuatro horas. Mira sus ojos…

Steve escrutó más de cerca la fotografía. Había algo de desesperación en su cara: una mirada extraviada, salvaje. Por la forma en que contemplaba la carne parecía intentar hipnotizarla.

—Tiene aspecto de enferma.

—Está cansada, eso es todo. De hecho durmió mucho, pero eso sólo parecía dejarla más exhausta que antes. Ahora ya no sabe si es de día o de noche. Y tiene hambre claro. Lleva un día y medio. Está más que un poco hambrienta.

Trece: duerme otra vez, enroscada en una bola aún más pequeña, como si quisiera tragarse a sí misma.

Catorce: bebe más agua.

—Cambié la jarra mientras dormía. Dormía profundamente: podría haber cantado y bailado y no se hubiera despertado. Perdida para el mundo.

Hizo una mueca. «Loco —pensó Steve—. Este tío está loco.»

—¡Dios, aquello apestaba! Ya sabes cómo huelen a veces las mujeres: no es sudor, es otra cosa. Un olor denso, a carne. Sangriento. A eso llegó a finales de su estancia. No era lo que yo había planeado.

Quince: toca la carne.

—Aquí se ve su primer desfallecimiento —dijo Quaid con un júbilo tranquilo en la voz—. Aquí empieza el terror.

Steve estudió la foro de cerca. El granulado de la copia difuminaba los detalles, pero la pobre muchacha estaba sufriendo, eso seguro. Tenía la cara fruncida, dividida entre el deseo y la repulsión, mientras tocaba la carne.

Dieciséis: volvía a estar en la puerta, lanzándose contra ella, y todo su cuerpo temblaba. Su boca era una mueca negra de angustia; le chillaba a la puerta inerte.

—Siempre que se había enfrentado con la carne acababa sermoneándome.

—¿Cuánto tiempo llevaba aquí?

—Casi tres días. Estás viendo a una mujer hambrienta.

No resultaba difícil apreciarlo. En la foto siguiente estaba de pie, tranquila, con los ojos apartados de la tentación de la comida, todo su cuerpo tenso ante el dilema.

—La estás matando de hambre.

—Se puede pasar fácilmente diez días sin comer. Los atracones son frecuentes en cualquier país civilizado, Steve. El seis por ciento de la población británica está obesa desde el punto de vista clínico en un momento u otro. De todas formas, estaba demasiado gorda.

Dieciocho: la chica gorda está sentada en la esquina de la habitación, llorando.

—Por entonces empezó a tener alucinaciones. Pequeños tics mentales. Creía sentir algo en el pelo o en el dorso de la mano. A veces se quedaba mirando al aire sin ver nada.

Diecinueve: se lava. Está desnuda hasta la cintura; tiene los pechos gruesos, la cara desprovista de expresión. La carne de buey presenta un tono más oscuro que en las fotos anteriores.

—Se lavaba con regularidad. Nunca pasaban doce horas sin que se aseara de la cabeza a la punta de los pies.

—La carne parece…

—¿Pasada?

—Oscura.

—Hace calor en su cuartito, y hay unas pocas moscas con ella. Han encontrado la carne y han depositado sus huevos. Sí, está madurando perfectamente.

—¿Forma eso parte del plan?

—Claro. Si la carne le asqueaba cuando estaba fresca, ¿cuál no será su repugnancia ante una carne podrida? Este es el punto crucial de su dilema, ¿no? Cuanto más espere a comer, más asco le dará lo que tiene para alimentarse. Por una parte está encerrada con su propio horror de la carne, y por otra, con su terror a la muerte. ¿Cuál de los dos cederá primero?

Steve estaba tan encerrado como ella.

Por una parte esta broma empezaba a resultar demasiado pesada, y el experimento de Quaid se había convertido en un ejercicio de sadismo. Por otra parte, quería saber hasta dónde llegaba la historia. Había algo sin duda fascinante en ver sufrir a la mujer.

Las siete fotos siguientes —veinte, veintiuno, dos, tres, cuatro, cinco, seis— reflejaban la misma rutina circular. Dormir, lavarse, hacer pis, mirar la carne. Dormir, lavarse, hacer pis…

Y luego venia la veintisiete.

—¿Ves?

Coge la carne.

Sí, la coge, con la cara llena de horror. La pata de buey parece más que pasada; está salpicada de huevos de mosca. Hinchada.

—La muerde.

En la siguiente fotografía tiene la cara hundida en la carne. Steve creyó notar el sabor a carne podrida en la garganta. Su mente ideó un hedor apropiado y creó una salsa de podredumbre que saborear con la lengua. ¿Cómo pudo hacerlo Cheryl?

Veintinueve: está vomitando en el cubo de la esquina del cuarto.

Treinta: está sentada y mira la mesa. Está vacía. Ha tirado la jarra de agua contra la pared. El plato está roto. El buey está tirado en el suelo en un charco putrefacto.

Treinta y uno: duerme. Tiene la cabeza escondida entre los brazos.

Treinta y dos: está de pie. Mira otra vez la carne, desafiándola. El hambre que siente se le ve en la cara. El asco, también.

Treinta y tres: duerme.

—¿Cuánto lleva ahora? —preguntó Steve.

—Cinco días. No, seis.

Seis días.

Treinta y cuatro: Es una forma borrosa que aparentemente se abalanza contra una pared. A lo mejor la golpea con la cabeza, Steve no lo pudo distinguir. No tenía ninguna intención de preguntarlo. Algo en él no lo quería saber.

Treinta y cinco: duerme de nuevo, esta vez debajo de la mesa. El saco de dormir está hecho pedazos, jirones de ropa y trozos de estopa cubren la habitación.

Treinta y seis: habla a la puerta, a quien esté del otro lado, sabiendo que no obtendrá respuesta.

Treinta y siete: se come la carne rancia.

Se sienta tranquilamente bajo la mesa, como un hombre primitivo en su cueva, y tira de la carne con los incisivos. Su cara vuelve a carecer de expresión; todas sus energías se concentran en la decisión que ha tomado. Comer. Comer hasta que desaparezca el hambre, hasta que desaparezcan la angustia de su estómago y el mareo de su cabeza.

Steve contempló la foto.

—Me sorprendió —comentó Quaid— lo súbito de su derrota. En un momento dado parecía seguir tan resistente como siempre. El monólogo que recitó ante la puerta era la misma mezcla de amenazas y excusas que profería día sí día no. Y entonces se vino abajo. Así de sencillo. Se acuclilló bajo la mesa y se comió la carne hasta el hueso como si fuera un trozo selecto.

Treinta y ocho: duerme. La puerta está abierta. Entra luz. Treinta y nueve: el cuarto está vacío.

—¿Adónde fue?

—Bajó las escaleras. Entró en la cocina, bebió varios vasos de agua y se sentó en una silla tres o cuatro horas sin decir una sola palabra.

—¿Le hablaste?

—Como de pasada. Cuando empezó a salir de su estado amnésico. El experimento había acabado. No quise hacerle daño.

—¿Qué dijo ella?

—Nada.

—¿Nada?

—Absolutamente nada. Durante mucho tiempo creo que ni siquiera se dio cuenta de que yo estaba en la habitación. Luego cociné unas patatas y se las comió.

—¿No intentó llamar a la policía?

—No.

—¿Nada de violencia?

—Nada. Sabía lo que yo había hecho y por qué. No fue premeditado, pero habíamos hablado de experimentos parecidos en conversaciones abstractas. En realidad no había sufrido ningún daño. A lo mejor perdió un poco de peso, pero eso fue todo.

—¿Dónde está ahora?

—Se fue el día siguiente. No sé a dónde.

—¿Y qué demostró todo eso?

—Absolutamente nada, a lo mejor. Pero supuso un interesante punto de partida para mis investigaciones.

—¿Punto de partida? ¿Fue sólo un punto de partida?

Había un asco manifiesto en el tono que empleó Steve con Quaid.

—Stephen…

—¡Podías haberla matado!

—No.

—Podía haberse vuelto loca. Desequilibrada para siempre.

—Posible, pero improbable. Era una mujer de mucho carácter.

—Pero tú pudiste con ella.

—Sí. Era un paso que estaba dispuesta a dar. Habíamos hablado de que se enfrentara a su miedo. Así que ahí estaba yo, permitiendo que Cheryl hiciera justamente eso. Nada importante, en realidad.

—La obligaste a hacerlo. Si no, no habría pasado por ello.

—Cierto. Le resultó instructivo.

—O sea que ahora eres profesor.

Steve habría deseado evitar aquel tono sarcástico, pero no pudo. Sentíase invadido por el sarcasmo y la cólera, y experimentaba un poco de miedo.

—Sí, soy profesor. —Quaid observó de reojo a Steve, con la mirada extraviada—. Enseño terror a la gente.

Steve miró al suelo.

—¿Estás satisfecho con lo que has enseñado?

—Y aprendido, Steve. También he aprendido. Es una perspectiva muy emocionante; todo un mundo de miedos por investigar. Especialmente con sujetos inteligentes. Incluso racionalizándolo…

Steve se levantó.

—¡No quiero oír nada más!

—¿Eh? De acuerdo.

—Mañana temprano tengo clases.

—No.

—¿Qué?

Un latido, un titubeo.

—No. No te vayas aún.

—¿Por qué?

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