Libros de Sangre Vol. 1 (33 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Un hacha muy bonita.

Stephen entró en la oficina. Cerca de él oyó el ruido de pies corriendo, gritos, un silbido. Pero nadie lo interrumpió mientras hacía amistad con el hacha.

Primero le sonrió.

El filo curvado del hacha le devolvió la sonrisa.

Luego la tocó.

Al hacha pareció gustarle la caricia. Estaba polvorienta y no se había usado en mucho tiempo. Demasiado tiempo. Quería que la cogieran, le hicieran carantoñas y le sonrieran. Steve la descolgó con mucho cuidado y la introdujo bajo su chaqueta para darle calor. Luego salió de la oficina de recepción, atravesó la puerta de batientes y salió a buscar su otro zapato.

Quaid se volvió a despertar.

A Steve le costó poco tiempo orientarse. Dio un saltito al dirigirse hacia la calle Pilgrim. Vestido de tantos colores brillantes, con unos pantalones tan holgados y unas botas tan estúpidas, se sentía como un payaso. Era un chico cómico, ¿verdad? Se rió de sí mismo. Estaba tan gracioso…

El viento empezó a herirlo, poniéndolo frenético al revolotearle en el pelo y dejarle los ojos tan fríos como si fueran dos cubitos de hielo en las cuencas.

Empezó a correr, brincar, bailar, juguetear por entre las calles blancas a la luz de las farolas, y oscuras en los intervalos entre éstas.

Ahora me ves, ahora no. Ahora sí, ahora no…

A Quaid no le había despertado el sueño esta vez. Esta vez había oído un ruido. Era un ruido, sin la menor duda.

La luna se había elevado lo suficiente como para que sus rayos se filtraran por la ventana, la puerta y la parte superior de las escaleras. No había necesidad de encender la luz. Para lo que quería ver no la necesitaba. La parte superior de las escaleras estaba vacía, como siempre.

Entonces crujió el último peldaño; fue un ruido mínimo, como si un suspiro se hubiera posado sobre él.

Así fue como Quaid padeció el terror.

Otro crujido, y el ridículo sueño seguía subiendo las escaleras en su busca. Tenía que ser un sueño. A fin de cuentas no conocía a ningún payaso, a ningún asesino con un hacha. De forma que, ¿cómo iba a ser aquella imagen absurda la misma que lo despertaba noche tras noche, cómo podía ser algo más que un sueño?

Sin embargo, a lo mejor había sueños tan absurdos que sólo podían ser realidad.

«Nada de payasos», se dijo, mientras se quedaba observando la puerta, la escalera y la mancha luminosa de la luna. Quaid sólo había conocido mentes frágiles, tan débiles que no pudieron darle la clave de la naturaleza, el origen o la forma de curar el pánico que ahora lo tenía esclavizado. Cuando se enfrentaban al menor indicio de terror en el corazón de la vida, siempre se venían abajo, quedaban reducidas a polvo.

No conocía payasos; nunca los había conocido ni los conocería jamas.

Y entonces apareció: era el rostro de un idiota. Pálido como una sábana a la luz de la luna, con los rasgos juveniles magullados, hinchados y sin afeitar, una sonrisa franca como la de un niño. Se había mordido el labio de lo excitado que estaba. Tenía la mandíbula inferior llena de sangre y las encías casi negras. Pero no por ello dejaba de ser un payaso. Un payaso, sin discusión posible, aunque el disfraz le quedara mal, incongruente y patético.

El hacha era lo único que no se correspondía con la sonrisa.

Cuando el maníaco realizó pequeños movimientos de carnicero con el arma, la luna se reflejó en ella, y los ojillos negros le brillaron ante la perspectiva de tanta diversión.

Se paró casi en lo más alto de la escalera, pero mientras contempló el terror de Quaid, su sonrisa no decayó en ningún momento.

A Quaid le flaquearon las piernas y cayó de rodillas.

El payaso subió otro peldaño de un brinco, con los ojos relucientes, llenos de una especie de maldad benigna, fijos sobre Quaid. Zarandeaba el hacha con sus manos pálidas, en una pequeña parodia del golpe mortal.

Quaid lo reconoció.

Era su alumno, su conejillo de Indias, transfigurado en la imagen de su propio terror.

Él. Él entre todos los hombres. El niño sordo.

Ahora daba brincos más grandes y hacía ruidos guturales, como imitando la llamada de algún pájaro fantástico. El hacha dibujaba giros cada vez más amplios en el aire, cada uno de ellos más letal que el anterior.

—Stephen —dijo Quaid.

El nombre no le dijo nada a Steve. Sólo vio abrirse una boca y volverse a cerrar. Tal vez saliera de ella un sonido; tal vez no. No le importaba.

La garganta del payaso emitió un chillido, y el hacha, cogida con las dos manos, se meció sobre su cabeza. En ese preciso instante la pequeña danza alegre se convirtió en una carrera: el hombre del hacha saltó los dos últimos escalones y entró corriendo en la habitación, donde la luz le dio de lleno.

El cuerpo de Quaid se apartó a medias para esquivar el golpe mortal, pero no fue lo suficientemente rápido o elegante. La cuchilla hendió el aire y rajó por detrás su brazo desgarrándole casi todo el tríceps, destrozándole el húmero y abriéndole la carne del antebrazo con un tajo que por poco no le alcanzó la arteria.

El grito de Quaid podría haberse oído a diez casas de distancia, pero esas casas no eran más que escombros. Nadie podía oírlo. Nadie podía acudir a quitarle al payaso de encima.

El hacha, ansiosa de acabar la faena, le estaba rajando el muslo como si fuera un leño. La brillante carne del músculo del filósofo, el hueso y el tuétano quedaban expuestos por profundos tajos de cuatro o diez centímetros de profundidad. A cada golpe, el payaso tiraba del hacha para desclavarla, y el cuerpo de Quaid se sacudía como una marioneta.

Quaid chilló. Quaid suplicó. Quaid intentó convencerlo.

El payaso no oyó una sola palabra.

Sólo oía los ruidos que tenía en la cabeza: los pitidos, los gritos, los aullidos, los zumbidos. Se había refugiado en un lugar del que ningún argumento racional ni amenaza podrían sacarlo. Donde el latido de su corazón era la ley, y el susurro de su sangre, la música.

¡Cómo bailaba el niño sordo! Bailaba como un bobo al ver a su torturador boquear como un pez, con la depravación de su intelecto acallada para siempre. ¡Cómo chorreaba la sangre! ¡Cómo salía a borbotones y a litros!

El pequeño payaso reía contemplando tanta diversión. Tenía un entretenimiento para toda la noche, pensaba. El hacha, amable e inteligente, siempre sería su amiga. Haría cortes transversales y longitudinales, podría cortar en rodajas y amputar, y además podía mantener vivo a aquel hombre si la utilizaba con astucia; vivo durante un buen rato.

Steve estaba más contento que unas pascuas. Tenía el resto de la noche por delante, y toda la música que le apeteciera oír resonaba en su cabeza.

Y Quaid comprendió, al encontrarse con la mirada ausente del payaso por entre un ambiente ensangrentado, que había algo peor en el mundo que el terror. Peor que la propia muerte.

Era el sufrimiento sin esperanza de salvación. Era la vida que se negaba a acabar mucho después de que el cerebro le hubiera pedido al cuerpo que dejara de existir. Y lo peor de todo: había sueños que se hacían realidad.

Acontecimiento infernal

Aquel septiembre el infierno ascendió a las calles y plazas de Londres, gélido porque procedía del mismo corazón del Noveno Círculo, y demasiado congelado como para que lo calentara el bochorno de un veranillo de San Martín. Lo había planeado todo tan cuidadosamente como siempre, por mucho que los planes no fueran más que eso, y, además, frágiles. Quizás esta vez se mostrara más melindroso que de costumbre, pues comprobó dos o tres veces hasta el último detalle para asegurarse de que tenía todas las posibilidades de ganar aquel juego vital.

Nunca había carecido de espíritu competitivo; su fuego compitió contra la carne en miles de millares de ocasiones a lo largo de los siglos, ganando a veces, pero perdiendo más a menudo. Después de todo, las apuestas constituían su forma de ganar terreno. Sin la necesidad humana de competir; regatear y apostar, Pandemonium podría haber enloquecido al quedar insatisfecha su avidez de ciudadanos. A los abismos les era indiferente que se tratara de bailes, carreras de galgos o de hacer trampas; todos eran juegos en que, con la suficiente astucia, podría cosechar un alma o dos. Por eso subió el infierno a Londres ese día azul y brillante: para ganar una carrera y hacerse, si triunfaba, con bastantes almas como para estar ocupado durante una era más.

Cameron conectó la radio. La voz del comentarista surgía y se desvanecía como si estuviera hablando desde el Polo en lugar de la catedral de San Pablo. Aún quedaba un cuarto de hora largo para que diera comienzo la carrera, pero quería oír los comentarios previos, sólo para enterarse de lo que decían de su chico.

—… la atmósfera es eléctrica… probablemente decenas de miles de personas a lo largo de la pista…

La voz dejó de oírse. Cameron soltó una blasfemia y buscó otra emisora hasta que volvieron a escucharse imbecilidades.

—… la han llamado la carrera del año, y ¡qué día! ¿No es cierto, Jim?

—Magnífico, Mike…

—Éste es el gran Jim Delaney, que está en lo alto de la torre Ojo del Cielo, y que seguirá la carrera durante todo el recorrido y nos la comentará a vista de pájaro, ¿verdad, Jim?

—Claro que lo haré, Mike…

—Bueno, hay mucha actividad detrás de la línea de salida; los corredores se están preparando para la competición. Ahí veo a Nick Loyer, que lleva el dorsal número tres; preciso es reconocer que parece encontrarse en plena forma. Me dijo al llegar que no le suele gustar Correr los domingos pero que, claro, dada la finalidad benéfica de esta convocatoria, esta vez ha hecho una excepción. Toda la recaudación se consagrará a la investigación acerca del cáncer. Joel Jones, nuestro medalla de oro en 800 metros, también está; correrá contra su gran rival Frank McCloud, Y al lado de los grandes se encuentran las caras nuevas, que conocemos ligeramente. Con el número cinco, el sudafricano Malcolm Voight y, completando el elenco, Lester Kinderman, vencedor inesperado del maratón de Austria el año pasado. Y tengo que decir que todos parecen frescos como rosas esta magnífica tarde de septiembre. No podíamos pedir un día mejor, ¿verdad, Jim?

A Joel le habían despertado sueños angustiosos.

—Todo irá bien, deja de preocuparte —le dijo Cameron.

Pero no se sentía bien: le dolía la boca del estómago. No eran los nervios de antes de correr; estaba acostumbrado a ellos y los podía soportar. El mejor remedio que había encontrado para quitárselos expeditivamente de encima era meterse dos dedos en la garganta y vomitar. No, no eran los nervios de antes de correr ni nada parecido. Para empezar, eran mas intensos, como si las tripas se le estuvieran cociendo dentro.

Cameron no se dejó conmover.

—Es una carrera benéfica, no las Olimpiadas —dijo mirando al chico por encima del hombro—. No seas niño.

Ésa era la técnica de Cameron. Su voz dulce estaba hecha para engatusar, pero él la utilizaba para intimidar. Sin sus intimidaciones no habría habido medallas de oro ni masas entusiastas, ni admiradoras. Uno de los periódicos deportivos había elegido a Joel como el negro más popular de Inglaterra. Era una satisfacción que lo saludara como amigo gente desconocida. Le gustaba la fama por efímera que pudiera ser.

—Te quieren —dijo Cameron—. Dios sabrá por qué, pero te quieren.

Después de soltar su pequeño sarcasmo se echó a reír.

—Todo irá bien, hijo —añadió—. Sal y corre como si te fuera la vida en ello.

Ahora, a plena luz, Joel miró al resto de los competidores y se sintió un poco más optimista. Kinderman era resistente, pero no tenía potencia de sprint en distancias medias. En conjunto, la técnica de maratón requería una habilidad muy distinta. Además, era tan miope que llevaba unas gafas con montura de acero que, de puro gruesas, le daban el aspecto de una rana perpleja. Ahí no había peligro. Loyer era bueno, pero aquélla tampoco era su distancia; se trataba de un corredor de vallas y un esprínter ocasional. Su limite eran los 400 metros, y ni siquiera en ellos se sentía cómodo. Voight, el sudafricano… Bueno, no tenía demasiada información acerca de él. Obviamente, a juzgar por su aspecto, estaba en forma, y sería alguien a quien controlar, no fuera a dar alguna sorpresa. Pero el verdadero problema de la carrera era McCloud. Joel había corrido contra Frank
Rayo
McCloud en tres ocasiones. Lo dejó dos veces en segundo lugar, y las posiciones se habían invertido (lamentablemente). Y Frankie tenía algunos desquites que tomarse: especialmente la derrota en las Olimpiadas. No le había gustado quedarse con la medalla de plata. Frank era el más peligroso. Fuera aquella una carrera benéfica o no, McCloud correría lo mejor que pudiera para dar satisfacción a la muchedumbre y a su propio orgullo. Ya estaba en la línea comprobando su posición de salida con las orejas prácticamente erguidas.
Rayo
era su hombre, sin ninguna duda.

Por un momento, Joel sorprendió a Voight mirándolo. Eso era inusual. Los competidores raramente se observaban antes de una carrera; era una especie de cobardía. Aquel hombre tenía la cara pálida y cada día más entradas. Aparentaba treinta y pocos años, pero su físico era más joven y delgado. Piernas largas y manos grandes. Cuando sus ojos se encontraron, Voight desvió la mirada. La bonita cadena que llevaba al cuello reflejó el sol, y el crucifijo resplandeció, dorado, al mecerse suavemente bajo su barbilla.

Joel también contaba con su amuleto. Tenía un mechón de pelo de su madre que ella le había trenzado diez años antes, con motivo de su primera carrera importante. Lo llevaba metido en la cintura de los pantalones. Ella regresó a Barbados el año siguiente, y allí murió. Le causó un dolor inmenso; su pérdida fue inolvidable. Se habría desmoronado sin Cameron.

Éste observaba los preparativos desde los escalones de la catedral; pensaba ver la salida y luego ir en bici por detrás del varadero para asistir a la llegada. Estaría allí mucho antes que los corredores, y la radio lo mantendría al corriente de la competición. Se sentía a gusto aquel día. Su chico, con náuseas o sin ellas, estaba en buena forma, y la carrera era una manera ideal de mantenerle el humor competitivo sin dejarlo agotado. De acuerdo que era una distancia muy larga: cruzar la glorieta de Ludgate, recorrer la calle Fleet y pasar por el Temple Bar hasta el varadero, atajar luego por la esquina de Trafalgar y pasar por Whitehall hasta llegar al Parlamento. Y sobre asfalto. Pero era una experiencia útil para Joel, y le exigiría un poco de esfuerzo, lo que siempre era bueno. Había un corredor de fondo en aquel chico, y Cameron lo sabía. Nunca había sido un esprínter; no se acompasaba con la suficiente precisión. Necesitaba distancia y tiempo para encontrar su ritmo, tranquilizarse y descubrir la estrategia más idónea. En los 800 metros era un fenómeno: su zancada era un modelo de economía, con su ritmo casi maquiavélico de tan perfecto. Pero lo más importante era su valor. El valor le había valido la medalla de oro, y el valor le permitiría llegar el primero a la meta una y otra vez. Eso era lo que hacía diferente a Joel. Aparecían y desaparecían muchos prodigios de técnica depurada, pero sin el coraje suficiente con el que complementarla no valían casi nada. Arriesgar cuando merecía la pena, correr hasta que el dolor le cegara a uno; eso era algo único, y Cameron lo sabía. Le gustaba creer que él también tuvo algo de eso.

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