—Gracias por la advertencia.
—Este trabajo tiene ya suficientes dificultades por sí solo para, además, crearse enemigos, créame.
Ella le dirigió una mirada conciliadora, que Redman ignoró. Podía convivir con enemigos, con mentirosos, no.
La oficina del director estaba cerrada. Llevaba así una semana completa. Las explicaciones de esta ausencia cambiaban continuamente. Las reuniones con los benefactores del centro era una de las excusas más extendidas entre el personal, aunque su secretaria decía no saber dónde se encontraba exactamente. Alguien comentó que se encontraba asistiendo a unos seminarios, en alguna universidad sobre la investigación de los problemas en los Centros de Rehabilitación. Si el señor Redman quería, podía dejarle un mensaje, el director lo recibiría.
En su aula de trabajo, Lacey se encontraba esperándole. Eran casi las siete y cuarto: las clases habían acabado hacía rato.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Esperando, señor.
—¿Para qué?
—Para verle a usted, señor. Quería darle una carta, señor. Es para mi madre, ¿Podría mandársela usted?
—Puedes emplear los medios usuales, ¿no? Dásela a la secretaria, ella la mandará. Puedes enviar dos cartas semanales.
La cara de Lacey se apesadumbró.
—Ellos las leen, señor: por si escribes algo que no les gusta. Si lo haces, las queman.
—¿Y tú has escrito algo que no deberías?
El muchacho asintió.
—¿Qué?
—Sobre Kevin. Le cuento todo respecto a Kevin. Todo lo que le sucedió.
—No estoy muy seguro de que sepas todo sobre Henessey.
—Es verdad, señor.
El muchacho se encogió de hombros. Dijo, sin intentar convencer a Redman:
—Es verdad, está aquí. Dentro de ella.
—¿Dentro de quién? ¿De qué estás hablando?
Era posible que Lacey estuviese hablando, como Leverthal había sugerido, simplemente de sus miedos. La paciencia con este muchacho debía tener un límite, y parecía que éste había llegado.
Se oyó un golpe en la puerta; un muchacho con la cara llena de granos, llamado Slape, estaba observándoles a través del cristal.
—Entra.
—Una llamada urgente para usted, señor. En la oficina de la secretaría.
Redman odiaba el teléfono. Una máquina infernal: nunca traía buenas noticias.
—¿Urgente? ¿De parte de quién?
Slape se encogió de hombros y se tocó la cara.
—Quédate con Lacey. ¿Lo harás?
A Slape no pareció gustarle la idea.
—¿Aquí, señor? —preguntó.
—Aquí.
—Sí, señor.
—Estoy confiando en ti, así que no me falles.
—No, señor.
Redman se dio la vuelta y miró a Lacey. Su mirada amoratada era, ahora, una herida. Una herida abierta mientras lloraba.
—Dame tu carta. La llevaré a la oficina.
Lacey había metido el sobre en su bolsillo. Lo sacó, a disgusto, y se lo dio a Redman.
—Di gracias.
—Gracias, señor.
Los pasillos estaban vacíos.
Era la hora de la televisión. La adoración nocturna al receptor había comenzado. Seguramente estarían pegados al aparato, en blanco y negro, que dominaba con autoridad la habitación de recreo, allí sentados con la boca abierta, y la mente cerrada, viendo aquellos juegos de policías, aquellos concursos, aquellas guerras mundiales. Un silencio hipnótico se apoderaría de todos hasta que apareciese una escena de violencia, o una insinuación sobre sexo. Entonces la habitación se llenaría de silbidos, obscenidades y gritos, para caer de nuevo en un silencio interrumpido por leves susurros, durante el diálogo, mientras esperaban ansiosamente otro disparo, otro pecho. Incluso desde el pasillo podía oír los tiroteos y la música.
La oficina se encontraba abierta, pero la secretaria no estaba. Seguramente se había ido a casa. El reloj de la oficina marcaba las ocho y diecinueve. Redman puso el suyo en hora.
El teléfono estaba colgado. Quienquiera que hubiese llamado se habría cansado de esperar, y no dejó ningún recado. Aliviado porque la llamada no fuese urgente, se sintió frustrado por no haberse puesto en contacto con el mundo exterior. Como Crusoe viendo un velero pasar de largo ante su isla.
Era ridículo: aquélla no era su prisión. Podría salir esa noche: y no ser Crusoe durante más tiempo.
Contempló la carta de Lacey, que había dejado sobre la mesa. Se lo pensó mejor. Había prometido proteger los intereses del chico y era lo que iba a hacer. Si era necesario, la enviaría él mismo.
Sin pensar en nada concreto, se dirigió a su aula. Vagos presagios de inquietud bloqueaban sus respuestas. Unos leves suspiros atosigaban su garganta, el ceño se fruncía en su cara. «Este maldito lugar», dijo en voz alta, sin referirse a los muros o a los suelos, sino a la trampa que representaba. Sintió que podía morir allí, con sus buenas intenciones adornando su cuerpo, como las flores rodeando un cadáver, y nadie lo sabría, a nadie le importaría. Nadie le lloraría. El idealismo era, allí, una debilidad, compasión e indulgencia. Todo era inquietud: Inquietud y…
Silencio.
Eso era lo que estaba mal. Aunque el programa de la televisión se oía desde el pasillo, tan sólo el silencio acompañaba su sonido. Ningún silbido, ningún grito.
Redman volvió al vestíbulo y bajó al pasillo que conducía a la habitación de recreo.
En esta zona del edificio se permitía fumar, por lo que el área apestaba a tabaco rancio. Podía oír los ruidos de un tiroteo que surgían del televisor. Una mujer gritó el nombre de alguien. Un hombre respondió, pero su voz fue apagada por el sonido de un disparo. Historias a medio contar, colgadas en el aire.
Llegó a la habitación y abrió la puerta.
El televisor le habló.
—¡Agáchate!
—
¡Tiene una pistola!
Otro disparo.
La mujer, una rubia de pecho exuberante, recibió un balazo en el corazón, y murió sobre la acera al lado del hombre al que había amado.
La tragedia no tenía espectadores. La habitación de recreo estaba vacía, las sillas y taburetes permanecían desiertos alrededor del receptor. La audiencia debía haber encontrado una diversión mejor esa noche. Redman avanzó entre los asientos y apagó el televisor. La fluorescente pantalla se desvaneció y el insistente ritmo de la música dejó de oírse. Se dio cuenta, en la oscuridad, en el silencio, de que había alguien en la puerta.
—¿Quién es?
—Slape, señor.
—Te dije que te quedaras con Lacey.
—Se tuvo que ir, señor.
—¿Irse?
—Salió corriendo, señor. No pude detenerlo.
—Maldito seas. ¿Qué quieres decir con que no pudiste detenerlo?
Redman comenzó a atravesar la habitación, se tropezó con un taburete. Rasgó el linóleo, chirriando levemente.
Slape se azaro.
—Lo siento señor —dijo—. No pude cogerle. Tengo un pie malo.
Sí, Slape cojeaba.
—¿Qué camino tomó?
Slape se encogió de hombros.
—No estoy seguro, señor.
—Bien, recuérdalo.
—No pierda los nervios, señor.
El «señor» lo pronunció con un énfasis sarcástico. Redman se dio cuenta de que su mano intentaba golpear al purulento adolescente. Estaba casi a medio metro de la puerta. Slape no se apartó.
—Fuera de mi camino, Slape.
—Realmente, señor, usted ya no puede ayudarle. Se ha ido.
—He dicho que fuera de mi camino.
Se disponía a apartar a Slape, cuando oyó un «click» a la altura de su ombligo. El bastardo apoyó una navaja automática en pleno estómago de Redman.
—No hay necesidad de ir tras él, señor.
—En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo Slape?
—Tan sólo estamos jugando —dijo, dejando entrever unos dientes grisáceos—. No hay ningún mal en ello.
La punta del cuchillo comenzó a mancharse de sangre, que corría suavemente, templada, hasta la ingle de Redman. Slape iba a matarle, no había duda. Cualquiera que fuese el juego, Slape quería un poco de diversión para él solo. Asesinato de profesor, se llamaba. Empujaba el cuchillo muy suavemente, atravesando la carne de Redman. El pequeño manantial de sangre pronto se convirtió en un chorro.
—A Kevin le gusta salir, y jugar de vez en cuando —dijo Slape.
—¿Henessey?
—Sí, les gusta llamarnos por nuestros apellidos, ¿no? Así es más serio, ¿no? Quiero decir que ya no somos niños, que somos hombres. Kevin no es un hombre, ¿ve, señor? Nunca quiso ser un hombre. De hecho creo que odiaba la idea. ¿Sabe por qué? —El cuchillo estaba atravesando el músculo—. Pensaba que, una vez te convertías en hombre, comenzabas a morir: y Kevin solía decir que él nunca moriría.
—Que nunca moriría.
—Nunca.
—Quiero verle.
—Todo el mundo quiere. Es carismático. Ésa es la palabra que usa la doctora para él: carismático.
—Quiero ver a ese carismático compañero.
—Pronto.
—Ahora.
—He dicho que pronto.
Redman agarró con tal rapidez la muñeca que sostenía el cuchillo, que Slape no tuvo tiempo de rematar la faena. La reacción del muchacho fue lenta, drogado quizá, y Redman se encontraba en plenas facultades. El cuchillo cayó al suelo mientras Redman aferraba la otra mano de Slape, rodeando su delgado cuello con una presa de estrangulamiento. Comenzó a apretar, haciéndole gargarizar.
—¿Dónde está Henessey? Llévame hasta él.
Los ojos que miraron a Redman, inyectados en sangre, estaban tan ahogados como sus palabras.
—¡Llévame hasta él! —exigió Redman.
La mano de Slape encontró el estómago de Redman, y el puño hurgó en la herida. Redman blasfemó, aflojando su presa; Slape casi logró liberarse, pero Redman le golpeó en la ingle con la rodilla. Un golpe rápido y seco. Slape quiso doblarse debido al dolor, pero la presa del cuello se lo impidió. La rodilla golpeó otra vez, más fuerte. Y otra vez. Y otra.
El rostro de Slape se inundó de lágrimas, que corrieron entre las marcas de sus granos.
—Puedo hacerte mucho más daño del que tú puedes hacerme a mí —dijo Redman—. Si quieres seguir con esto durante toda la noche, me vas a hacer muy feliz.
Slape sacudió la cabeza, intentando recuperar el aliento entre gimoteos y suspiros entrecortados.
—¿No quieres más?
Slape negó con la cabeza de nuevo. Redman lo soltó tirándole contra la pared del pasillo. Lloriqueando, con el rostro encrespado por el dolor, fue deslizándose lentamente junto a la pared, quedando en posición fetal, con las manos entre las piernas.
—¿Dónde está Lacey?
Slape había empezado a temblar; sus palabras apenas fueron perceptibles.
—¿Dónde cree usted? Kevin lo tiene.
—¿Dónde está Kevin?
Slape miró a Redman aturdido.
—¿No lo sabe?
—No preguntaría si lo supiera, ¿no?
Slape pareció intentar aclarar su voz, soltando un suspiro de dolor. Lo primero que pensó Redman fue que el joven se estaba desplomando, pero Slape tenía otras ideas. El cuchillo, que había recogido del suelo, se encontraba, súbitamente, de nuevo en su mano, y Slape lo estaba dirigiendo hacia la ingle de Redman. Apenas un momento después, se encontraba de pie de nuevo, el dolor olvidado. El filo del cuchillo cortaba el aire, moviéndose hacia delante y hacia atrás, mientras Slape susurraba sus intenciones entre dientes.
—Te voy a matar, cerdo. Te voy a matar.
Entonces su boca se abrió y comenzó a chillar:
—¡Kevin!, ¡Kevin! ¡Ayúdame!
Las cuchilladas eran cada vez menos precisas, a medida que Slape iba perdiendo el control de sí mismo, las lágrimas, el sudor, y los mocos ensuciaban su cara mientras se abalanzaba, torpemente, sobre su pretendida víctima.
Redman eligió su momento, y dio un tremendo golpe en la rodilla de Slape, en la que supuso era su pierna mala. Calculó bien. Slape chilló y se tambaleó hacia atrás girando sobre sí mismo y golpeándose la cabeza contra la pared. Redman insistió, embistiendo contra la espalda de Slape. Se dio cuenta de lo que había hecho demasiado tarde. Su cuerpo se relajó, y la mano que empuñaba el cuchillo, aplastada entre la pared y el cuerpo, resbaló, ensangrentada e inerme. Exhaló un último suspiro, chocando pesadamente contra la pared, mientras la navaja se hundía, aún más, en su propio intestino. Estaba muerto antes de tocar el suelo.
Redman le dio la vuelta. Nunca se había acostumbrado a lo súbito de la muerte. Irse tan rápidamente, como una imagen que desaparece de la pantalla. Apretar un botón, y en blanco. Sin dejar ningún mensaje.
El perentorio silencio de los pasillos se hizo abrumador mientras volvía al vestíbulo. La herida de su estómago no era importante, y la sangre había hecho su propio vendaje con la camisa; adhiriendo el algodón a la carne, cerrando la herida. Pero el corte era el menor de sus problemas. Ahora tenía enigmas que descubrir, y se sentía incapaz de enfrentarse a ellos. La gastada y exhausta atmósfera del lugar le hacían sentirse igual que el entorno que lo rodeaba, exhausto y gastado. Allí no había salud, bondad, ni razón.
Repentinamente, creyó en fantasmas.
En el vestíbulo había una luz encendida; una bombilla desnuda que colgaba sobre aquel espacio muerto. Leyó la arrugada carta de Lacey. Las emborronadas palabras sobre el papel eran como cerillas que encendían la mecha de su pánico.
Mamá,
Me dieron de comer al cerdo. No les creas si te dicen que nunca te quise, o si dicen que escapé. No es cierto. Me dieron de comer al cerdo. Te quiero.
TOMMY
Se metió la carta en el bolsillo y salió corriendo del edificio campo a través. Estaba oscuro: una profunda oscuridad sin estrellas. El aire era húmedo. Incluso a la luz del día, no estaba muy seguro de cuál era el camino que conducía a la granja. De noche era peor. Pronto se encontró perdido en algún sitio entre el campo de juegos y la arboleda. Estaba demasiado lejos para poder ver la silueta del edificio principal detrás de él; delante, todos los árboles parecían iguales.
El ambiente nocturno era sucio; sin viento que refrescara los cansados miembros. Había tanta quietud en el exterior como dentro. Parecía como si el mundo se hubiera vuelto una inmensa y sofocante habitación interior aislada por un techo pintado de nubes.
Permaneció en la oscuridad, mientras la sangre golpeaba su cabeza, intentando orientarse.
A su izquierda, donde había supuesto que se encontraban las letrinas, brilló una luz. Estaba completamente equivocado sobre su situación. La luz venía de la pocilga. Mientras la observaba vio la silueta del desvencijado gallinero. Allí había figuras, varias; de pie, contemplando un espectáculo que él aún no podía distinguir.