—Un director es la criatura más solitaria que hay sobre esta tierra de Dios. Sabe lo que es bueno y lo que es malo en su espectáculo, o al menos debería saberlo si merece el pan que come, y con toda esa información a su alrededor, tiene que mantener siempre la sonrisa.
En aquella época no le había parecido tan difícil.
—Este trabajo no tiene nada que ver con el éxito —solía decir Wellbeloved—; lo que se debe aprender es a no caer sobre tu despreciable cabeza.
Había sido un buen consejo. Aún podía ver a Wellbeloved escribiendo aquel juicio sobre un plato, su calva brillante, su ojo vivo reluciendo con cínico deleite. Ningún hombre sobre la tierra, pensó Calloway, había amado el teatro con más pasión que Wellbeloved y, seguramente, ninguno podía haber sido más crítico con sus pretensiones.
Era casi la una de la madrugada cuando consiguieron acabar el desgraciado reparto y revisaron las correcciones, se separaron malhumorados y mutuamente resentidos. Calloway no quería compañía. Nada de beber hasta tarde en uno u otro alojamiento, nada de masajes mutuos. Había una nube de melancolía sobre él y ningún vino, mujer o canción alguna podría dispersarla. Apenas podía soportar mirar a la cara de Diane. Las correcciones que le había hecho, situada en frente del resto del reparto, habían sido ácidas. Ni siquiera eso serviría de nada.
En el vestíbulo, se encontró a Tallulah, aún despierta, aunque era muy tarde para una mujer de su edad.
—¿Vas a cerrar esta noche? —le preguntó, más por decir algo que por verdadera curiosidad.
—Siempre cierro —dijo.
Pasaba con amplitud de los setenta: demasiado vieja para su trabajo en la taquilla, y demasiado obstinada para que la alejaran de ella fácilmente. Pero ahora ese alejamiento iba a ser forzoso, ¿no? Se preguntó cuál sería su reacción cuando oyera las noticias del cierre. Probablemente romperían su frágil corazón. ¿No le había dicho Hammersmith una vez que Tallulah llevaba en el teatro desde que era sólo una niña de quince años?
—Bien, buenas noches, Tallulah.
Ella hizo un pequeño asentimiento con la cabeza, como siempre. Entonces salió fuera, y cogió del brazo a Calloway.
—¿Sí?
—El señor Lichfield… —comenzó.
—¿Qué pasa con el señor Lichfield?
—No le gustó el ensayo.
—¿Estuvo aquí esta noche?
—Oh, sí —replicó, mientras pensaba que Calloway era un imbécil por creer lo contrario—. Por supuesto que estaba.
—No lo he visto.
—Bien… no importa. No estaba muy complacido.
Calloway intentó conservar un tono de indiferencia.
—No se puede hacer nada.
—Su espectáculo es muy importante para él.
—Me doy cuenta de ello —dijo Calloway, esquivando las acusadoras miradas de Tallulah. Ya tenía bastante para no poder dormir aquella noche, sin ese tono de reproche resonando en sus oídos.
Se soltó el brazo y se dirigió hacia la puerta. Tallulah no intentó detenerlo. Tan sólo dijo:
—Tenía que haber visto a Constancia.
¿Constancia? ¿Dónde había oído ese nombre? Claro, la esposa de Lichfield.
—Es una Viola maravillosa.
Estaba demasiado cansado para perder el tiempo recordando actrices fallecidas; ella estaba muerta, ¿verdad? Él había dicho que estaba muerta, ¿no?
—Maravillosa —dijo Tallulah de nuevo.
—Buenas noches, Tallulah. Hasta mañana.
La arrugada anciana no respondió. Qué le iba a hacer si estaba ofendida por sus bruscos modales. La dejó con sus quejas y salió a la calle. Estaban a últimos de noviembre y hacía frío. No había ninguna fragancia nocturna, tan sólo el olor a alquitrán de la recién arreglada carretera, y el polvillo en el viento. Calloway levantó el cuello de la chaqueta y se dirigió rápidamente hacia el dudoso refugio de la pensión de Murphy.
En el vestíbulo, Tallulah dio la espalda al frío y la oscuridad del mundo exterior, y se introdujo de nuevo en el templo de los sueños. Ahora olía a cansado: rancio por el uso y la edad, como su propio cuerpo. Había llegado la hora de que los procesos naturales se cobraran su peaje; no había razón para que las cosas corrieran más allá del espacio que se les había adjudicado. Eso era tan cierto de los edificios como de la gente. Pero el Eliseo tenía que morir como había vivido, en la gloria.
Respetuosamente, fue abriendo las cortinas rojas que cubrían los retratos del pasillo que conducían del vestíbulo al patio de butacas. Barrymore, Irving: grandes nombres y grandes actores. Cuadros manchados y marchitos, quizá, pero los recuerdos estaban tan vivos y frescos como el agua en primavera. Y para orgullo del lugar, el último de la fila en ser descubierto, el retrato de Constancia Lichfield. Un rostro de gran belleza; una estructura ósea que haría llorar a un anatomista.
Había sido demasiado joven para Lichfield, por supuesto, y eso había sido parte de la tragedia. Lichfield el Svengali, que la doblaba en edad, había sido capaz de dar a su brillante belleza todo lo que ella deseaba: fama, dinero, compañía. Todo, menos el regalo que más necesitaba: vida. Murió antes de cumplir los veinte años; cáncer de pecho. Sucedió tan rápidamente, que era difícil creer que ella se hubiera ido.
Unas lágrimas se asomaron a los ojos de Tallulah mientras recordaba al perdido y malgastado genio. Constancia habría iluminado a tantos personajes si se hubiera salvado… Cleopatra, Hedda, Rosalinda, Electra…
Pero no pudo ser. Se había ido, se apagó como una vela en medio de un huracán; y para aquellos que ella dejó atrás, la vida se había convertido en una lenta y triste marcha a través de una tierra fría. Algunas mañanas, cuando apuntaba el amanecer, se daba la vuelta y rezaba para morir en su sueño.
Las lágrimas ahogaban sus ojos por completo, tenía la cara empapada. Y… ¡oh Dios!, había alguien detrás de ella, probablemente el señor Calloway que había vuelto a recoger algo, y allí estaba ella, sollozando, comportándose como la vieja tonta que sabía que él creía que era. ¿Cómo iba a comprender un hombre joven como él el dolor producido por el paso de los años, el profundo tormento de una pérdida irreparable? Todavía faltaba tiempo para eso. Llegaría antes de lo que él pensaba; no obstante, aún faltaba tiempo.
—Tallie —dijo alguien.
Supo quién era. Richard Walden Lichfield. Se volvió y ahí estaba él, a no más de un par de metros de distancia, con su estilizada figura de caballero, como siempre lo había recordado. Aunque debía ser veinte años mayor que ella, la edad no parecía haberlo doblado. Se sintió avergonzada de sus lágrimas.
—Tallie —dijo amablemente—; sé que es un poco tarde, pero supuse que querrías saludarnos.
Las lágrimas estaban desapareciendo, y ahora podía ver al acompañante de Lichfield, que se encontraba detrás de él, parcialmente obscurecido por la sombra de Lichfield. La figura salió de su refugio y allí estaba, una luminosa y delicada belleza que Tallulah reconoció tan fácilmente como su propio reflejo. El tiempo se rompió en pedazos, la razón abandonó el mundo. Aquellos rostros, tan ansiosamente deseados, habían regresado para llenar sus noches vacías y ofrecer una nueva esperanza a su tediosa vida. ¿Por qué negarse a la evidencia que veían sus ojos?
Era Constancia, la radiante Constancia, con su brazo entrelazado al de Lichfield y asintiendo seriamente con la cabeza, en señal de saludo a Tallulah.
Querida, fallecida Constancia.
El ensayo estaba convocado a las nueve y media de la mañana siguiente.
Diane Duvall llegó, como de costumbre, media hora tarde. Parecía que no hubiera dormido en toda la noche.
—Lo siento, llego tarde —dijo, arrastrando sus abiertas vocales hasta el escenario.
Calloway no estaba de humor para servilismos.
—Estrenamos mañana —dijo agriamente— y todo el mundo ha estado esperando por ti.
—¿Sí? —Se movió suavemente, intentando ser seductora. Era demasiado temprano y el efecto cayó sobre tierra mojada.
—De acuerdo, vamos a empezar desde el principio —anunció Calloway—, y que todo el mundo, por favor, tenga sus copias y un lápiz. He hecho una lista de cortes, y quiero tenerlos ensayados para la hora de la comida, Ryan, ¿tienes la copia del apuntador?
Hubo un rápido intercambio con el A. S. M., y una negativa llena de disculpas de Ryan.
—Bien, consíguela. Y no quiero quejas de nadie. El ensayo de anoche fue un velatorio, no una actuación. Las entradas duraban una eternidad; las acciones, muy lentas. Voy a cortar, y no va a ser muy agradable.
No lo fue. Llegaron las quejas, con o sin advertencia, las discusiones, los compromisos, las caras amargas y los insultos entre dientes. Calloway hubiera preferido que le colgasen de los dedos gordos de los pies desde un trapecio a manejar a catorce personas en un ambiente tenso, en una obra de la que dos tercios de los actores apenas comprendían nada, y el tercio restante no sabía ni de qué trataba. Destrozaba los nervios.
Las cosas empezaron porque durante todo el tiempo tuvo la agobiante sensación de que lo observaban, aunque el auditorio estaba vacío desde el gallinero hasta las primeras filas. Pensó que era posible que Lichfield estuviera observando desde algún orificio; después desechó la idea como el primer síntoma de una naciente paranoia.
Por fin llegó la comida.
Calloway sabía dónde encontrar a Diane y estaba preparado para la escena que tenía que representar con ella. Acusaciones, lágrimas, reproches, lágrimas de nuevo, reconciliación. Esquema habitual.
Golpeó la puerta del camerino de la estrella.
—¿Quién es?
Ya estaba llorando o hablando a través de un vaso de algo reconfortante.
—Soy yo.
—Oh.
—¿Puedo entrar?
—Sí.
Tenía una botella de vodka, buen vodka, y un vaso. Ninguna lágrima todavía.
—Soy una inútil, ¿verdad? —dijo tan pronto él hubo cerrado la puerta. Sus ojos mendigaban una respuesta negativa.
—No seas tonta —dijo, conciliador.
—Nunca le voy a coger soniquete a Shakespeare —gimoteó, como si fuese culpa del bardo—; todas esas malditas palabras… —La tormenta estaba sobre el horizonte, la podía ver congregarse.
—Todo va bien —mintió el director, poniendo su brazo alrededor de ella—, tan sólo necesitas un poco de tiempo.
Su cara se ensombreció.
—Estrenamos mañana —dijo Diane con voz plana. Tal argumento era difícil de refutar—. Me van a hacer pedazos, ¿verdad?
Quiso decir que no, pero su lengua tuvo un gesto de honradez.
—Sí, a menos que…
—Nunca trabajaré otra vez, ¿no es cierto, Terence? Harry me metió en esto, ese maldito judío. Decía que era bueno para mi reputación, que era necesario para darme un poco más de experiencia. ¿Qué sabrá él? Recoge su maldito diez por ciento y me deja a mí con el bebé entre los brazos. Y yo soy la que parezco una completa idiota, ¿verdad?
La idea de poder parecer una idiota hizo estallar la tormenta. Nada de suaves lluvias: o un chaparrón o nada. Él hacía lo que podía pero era difícil. Lloraba con tal intensidad que las perlas de su sabiduría parecían estar ahogándose. La besó suavemente, todo lo que le estaba permitido a un director decente, y (milagro entre milagros) pareció dar resultado. Aplicó su terapia con un poco más de gusto, apretando con sus manos los pechos, buscando los pezones bajo la blusa, jugueteando con ellos entre sus dedos.
Funcionó a las mil maravillas. Ahora ya había claros entre las nubes; ella resopló y le desabrochó el cinturón, dejando que su calor secara el resto de la lluvia. Los dedos del hombre estaban buscando el borde de encajes de los panties; mientras él investigaba, ella suspiraba, suavemente pero no demasiado, insistentemente pero nunca en exceso. Hubo un momento en que Diane golpeó la botella de vodka, pero ninguno de ellos se preocupó de pararla; cayó de la mesa y se estrelló contra el suelo, haciendo de contrapunto a sus indicaciones, a sus suspiros.
Entonces la maldita puerta se abrió, y una corriente de aire barrió la habitación, enfriando el cálido momento.
Calloway casi se dio la vuelta, pero se percató de que estaba desabrochado; miró a través del espejo, que se encontraba detrás de Diane, para ver la cara del intruso. Era Lichfield. Estaba mirando fijamente a Calloway con la cara impasible.
—Lo siento, debería haber llamado.
Su voz era suave, como crema batida, y no revelaba el más mínimo síntoma de embarazo. Calloway se apartó, se abrochó el cinturón y se volvió hacia Lichfield, maldiciendo en silencio sus ardientes mejillas.
—Sí… Habría sido cortés de su parte —dijo.
—Pido disculpas de nuevo. Quería hablar con —sus ojos, tan hundidos que eran inescrutables, estaban puestos sobre Diane— su estrella —dijo.
Prácticamente Calloway pudo sentir cómo el ego de Diane se henchía ante aquella palabra. Esa aproximación le confundió: ¿Había escondido Lichfield una doble cara? ¿Venía aquí el admirador arrepentido a postrarse a los pies de su musa?
—Me gustaría, si fuera posible, charlar con ella en privado —continuó diciendo la melosa voz.
—Bien, tan sólo estábamos…
—Por supuesto —interrumpió Diane—, discúlpeme sólo un momento, ¿lo hará?
Ella se puso inmediatamente al frente de la situación, las lágrimas olvidadas.
—Esperaré fuera —dijo Lichfield, saliendo inmediatamente.
Antes de que él hubiese cerrado la puerta, Diane ya se encontraba frente al espejo, con una toallita de papel envuelta en el dedo, limpiándose los ojos para arreglarse el maquillaje.
—Bien —murmuró alegremente—, qué adorable es tener un admirador. ¿Sabes quién es?
—Su nombre es Lichfield —le dijo Calloway—; fue administrador de teatro.
—Puede que quiera ofrecerme algo.
—Lo dudo.
—No seas tan posesivo, Terence —gruñó—, no puedes soportar que alguien más llame la atención, ¿verdad?
—Es mi defecto.
Ella se contempló ante el espejo.
—¿Cómo estoy? —preguntó.
—Bien.
—Siento lo de antes.
—¿Lo de antes?
—Ya sabes.
—Oh…sí.
—Te veré en el pub, ¿de acuerdo?
Fue despedido sumariamente; en apariencia, su función como amante o confidente ya no era necesaria.
Fuera del camerino, en el gélido pasillo, Lichfield se encontraba esperando pacientemente. Aunque había más luz aquí que en el pobremente iluminado escenario y ahora se encontraba más cerca que la noche anterior, Calloway aún no podía distinguir bien su cara bajo la ancha ala de su sombrero. Había algo, ¿qué idea le zumbaba en la cabeza?, algo artificial en los rasgos de Lichfield. La carne del rostro no se movía como lógicamente correspondía a un sistema compuesto de músculo y tendón; era demasiado rígida, demasiado rosada, casi como una máscara de papel cicatrizado.