Libros de Sangre Vol. 1 (16 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Corrió hacia la pocilga sin saber qué haría una vez hubiera llegado. Si todos estaban armados como Slape y, compartían las mismas intenciones criminales, sería su final. Este pensamiento no le preocupó demasiado. De algún modo abandonar aquel mundo cerrado le parecía esa noche una opción atractiva. Abajo y fuera.

Y allí estaba Lacey. Había tenido un momento de duda, después de haber hablado con Leverthal, cuando ésta le preguntó la causa de su especial preocupación por el muchacho. Aquella acusación contenía bastante verdad. ¿Existía en él el deseo de tener a Lacey acostado desnudo a su lado? ¿No era ése el texto subliminal de la observación de Leverthal? Incluso ahora, mientras corría hacia las luces, en lo único que podía pensar era en los ojos del muchacho, grandes e implorantes, mirando profundamente a los suyos.

Delante, algunas figuras salían de la granja. Podía ver sus siluetas dibujarse contra las luces de la pocilga. ¿Había acabado todo? Dio un gran rodeo hacia la izquierda del edificio para evitar a los espectadores que abandonaban el escenario. No hicieron ruido. No hubo ningún comentario, ninguna risa entre ellos. Como una congregación abandonando un funeral, iban caminando silenciosamente en la oscuridad, cada uno separado del otro, con las cabezas inclinadas. Era escalofriante contemplar aquellos delincuentes ateos, subyugados por el respeto.

Llegó al gallinero sin tropezarse con ninguno de ellos.

Algunas figuras permanecían aún alrededor de la pocilga. El muro del compartimento de la cerda se encontraba cubierto de velas, docenas y docenas de velas. Ardían sin el más leve movimiento en la quieta noche, desprendiendo su caliente luz sobre los ladrillos y sobre los rostros de los pocos que aún permanecían contemplando los misterios de la pocilga.

Leverthal se encontraba entre ellos, también el guardián que se inclinó sobre la cabeza de Lacey el primer día. Había también dos o tres muchachos cuyas caras reconoció, aunque no sabía sus nombres.

Un ruido salió de la pocilga, el sonido de las pezuñas de la cerda sobre la paja, como si aceptara sus miradas. Alguien estaba hablando pero no pudo averiguar quién. Era la voz de un adolescente, con un tono alegre. Mientras la voz hacía un alto en su monólogo, el guardián y uno de los muchachos deshicieron el grupo como si los despidieran, y desaparecieron en la oscuridad. Redman, reptando, se acercó un poco más. El tiempo era esencial. Los primeros de la congregación cruzarían pronto el campo y llegarían al edificio principal. Verían el cuerpo de Slape: se daría la alarma. Debía encontrar a Lacey ahora, si todavía se podía encontrar.

Leverthal lo vio primero. Lo miró desde la pocilga, y bajó la cabeza a modo de saludo, sin preocuparse aparentemente por su llegada. Era como si su presencia en este lugar hubiera sido inevitable, como si todos los senderos condujeran a la granja, a la casa de paja y al olor a excrementos. Tenía cierto sentido que ella hubiera creído eso. Casi lo creía él mismo.

—Leverthal —dijo.

Ella le sonrió abiertamente. El muchacho que se encontraba a su lado levantó la cabeza y sonrió también.

—¿Eres tú Henessey? —preguntó, mirando al muchacho.

El joven se rió, y también Leverthal.

—No —dijo ella—. No. No. No. Henessey está aquí.

Señaló el establo.

Redman recorrió los pocos metros que le separaban del muro de la pocilga, esperando, sin atreverse a hacerlo, encontrarse la paja y la sangre, al cerdo y a Lacey.

Pero Lacey no estaba allí. Tan sólo la cerda, grande y redonda, como siempre, de pie sobre sus propios excrementos; sus inmensas, ridículas orejas moviéndose sobre los ojos.

—¿Dónde está Henessey? —preguntó Redman, encontrándose con la fija mirada de la cerda.

—Aquí —dijo el muchacho.

—Esto es un cerdo.

—Ella se lo comió —dijo el joven sonriendo. Obviamente pensaba que la idea era deliciosa—. Y él habla desde dentro de ella.

Redman quiso reír. Esto hacía que los cuentos de fantasmas de Lacey fueran, por comparación, casi plausibles. Le estaban diciendo que el cerdo estaba poseído.

—¿Henessey se ahorcó, como dijo Tommy?

Leverthal asintió.

—¿En la pocilga?

Asintió de nuevo.

De pronto, la cerda cobró un aspecto diferente. Se la imaginó elevándose para oler los pies del rígido cuerpo de Henessey, sintiendo cómo la muerte se apoderaba de él, salivando ante la idea de su carne. Vio cómo lamía el sudor que fluía de su piel, degustándolo, mordisqueando delicadamente al principio; devorándolo después. No era difícil comprender cómo los muchachos habían mitificado tal atrocidad: componiendo himnos, tratando al cerdo como a un dios. Las velas, la reverencia, el pretendido sacrificio de Lacey: todo ello eran síntomas de una enfermedad, pero no eran más extraños que miles de diversas costumbres de distintos credos. Incluso comenzó a entender el desaliento de Lacey, su incapacidad para luchar contra los poderes que tomaban posesión de él.

«Mamá, me dieron de comer al cerdo.»

No decía mamá, ayúdame, sálvame. Tan sólo: me entregaron al cerdo.

Podía comprender todo esto: eran niños, la mayoría de ellos apenas sin educación, algunos cercanos a la inestabilidad mental, todos susceptibles a la superstición. Pero no podía explicarse el caso de Leverthal. La doctora estaba mirando a la pocilga de nuevo. Redman se dio cuenta, por primera vez, de que llevaba el pelo suelto, caído sobre sus hombros, color de miel, a la luz de las velas.

—A mí me parece un cerdo, simple y llanamente —dijo él.

—Habla con su voz —dijo Leverthal tranquilamente—. Podría decirse que habla articuladamente. Le oirá en seguida. Mi querido muchacho.

Entonces comprendió.

—¿Usted y Henessey?

—No se horrorice —dijo—. Tenía dieciocho años, el pelo más negro que jamás haya visto, y me amaba.

—¿Por qué se ahorcó?

—Para vivir eternamente, así nunca se convertiría en hombre, y no moriría —dijo ella.

—No lo encontramos durante seis días —dijo el joven casi susurrando al oído de Redman—. Incluso entonces no permitió que nadie se acercara a él, una vez que lo tuvo para ella. Me refiero al cerdo, no a la doctora. Todo el mundo amaba a Kevin —susurró íntimamente—. Era hermoso.

—¿Y dónde está Lacey?

La amorosa sonrisa de Leverthal desapareció.

—Con Kevin —dijo el joven—. Allí donde Kevin lo quiere.

Señaló hacia la puerta de la pocilga. Había un cuerpo echado sobre la paja, detrás de la puerta.

—Si lo quiere, tendrá que ir a cogerlo —dijo el muchacho. Al instante siguiente, tenía agarrado el cuello de Redman en una doble presa.

La cerda reaccionó ante esta acción repentina. Comenzó a patear la paja, mostrando el blanco de los ojos.

Redman intentó liberarse de la llave que el muchacho le había hecho, al mismo tiempo que le daba un codazo en el estómago. El chico cayó de espaldas retorciéndose y maldiciendo, sólo para que Leverthal lo reemplazara.

—Ven a por él —dijo, aferrando el pelo de Redman—. Ven a por él si lo quieres. —Sus uñas le arañaban las sienes y la nariz, sin lograr llegar hasta los ojos.

—¡Suélteme! —dijo, intentando quitarse de encima a la mujer, pero ella se aferraba moviendo frenéticamente la cabeza hacia adelante y hacia detrás, intentando aprisionarlo contra el muro.

El resto sucedió con horrible velocidad. Su largo pelo acarició una de las velas encendidas, prendiéndose. Las llamas crecieron rápidamente. Suplicando ayuda, tropezó pesadamente contra la puerta. Ésta no soportó su peso, y cedió hacia el interior de la pocilga. Redman vio sin poder hacer nada cómo la mujer, envuelta en llamas, caía entre la paja. El fuego se extendió a una velocidad vertiginosa por el patio en dirección a la cerda, consumiendo velozmente el material combustible.

Incluso ahora,
in extremis
, el cerdo era todavía un cerdo. No había ningún milagro: ninguna palabra, o alegación en lengua alguna. El animal, asustado por el fuego que lo rodeaba, arrinconaba su inmenso volumen y lamía sus costados. El aire se llenó de un hedor a bacon chamuscado, mientras las llamas comenzaban a cubrir el lomo y la cabeza, avanzando por su pelaje como si de hierbas secas se tratara.

Su voz, era la voz de un cerdo, sus quejidos, los quejidos de un cerdo. Unos gruñidos histéricos salieron de su boca, y se abalanzó a través del patio, sobre la puerta rota, pisoteando a Leverthal.

El cuerpo de la cerda, ardiendo aún, parecía algo mágico en la noche, mientras corría por los campos dando vueltas debido al dolor. Sus chillidos no disminuyeron una vez desaparecida en la oscuridad. Parecía un eco continuo que rebotaba una y otra vez en los campos, incapaz de encontrar la salida en una habitación cerrada.

Redman pasó por encima del cuerpo chamuscado de Leverthal y se introdujo en la pocilga. La paja ardía por todos lados, y el fuego estaba avanzando hacia la puerta. Entrecerró los ojos, debido al picor que le producía el humo, y penetró en el interior.

Lacey estaba allí, tendido de espaldas a la puerta. Redman le dio la vuelta. Estaba vivo. Estaba consciente. Su cara, entumecida por las lágrimas y el terror, le miraba fijamente desde su almohada de paja, los ojos tan abiertos que parecían salirse de las órbitas.

—Levántate —dijo Redman, inclinándose sobre el muchacho.

Su pequeño cuerpo estaba rígido. Intentó desentumecer sus anquilosados miembros. Con palabras de ánimo, reincorporó al chico, mientras el humo comenzaba a penetrar en el interior de la pocilga.

—Vamos, todo está bien, vamos.

Redman se puso en pie; algo acarició suavemente su pelo. Sintió una pequeña lluvia de gusanos caer por su cara, miró hacia arriba y vio a Henessey, o lo que quedaba de él, colgado aún de la viga central de la pocilga. Sus rasgos eran imperceptibles, convertidos ahora en una marchita masa ennegrecida. Su cuerpo estaba roído irregularmente hasta la cadera, y sus vísceras colgaban de su fétido cuerpo balanceándose en un nauseabundo contoneo frente al rostro de Redman.

De no haber sido por el espeso humo, el olor del cuerpo habría sido sobrecogedor. Aun así, Redman sintió repugnancia, y esta repugnancia dio fuerza a su brazo. Arrastró a Lacey fuera de la sombra del cuerpo, y lo empujó a través de la puerta.

En el exterior, la paja ya no ardía con tanta fuerza, pero el resplandor del fuego, de las velas y del cuerpo, que aún ardía, le deslumbraron tras la oscuridad del interior.

—Vamos —dijo, levantando al muchacho a través de las llamas. Los ojos de Lacey tenían un brillo metálico, un brillo lunático. Estaba diciendo: «futilidad».

Cruzaron la pocilga hasta llegar a la puerta, saltaron por encima del cuerpo de Leverthal hasta penetrar en la oscuridad del campo abierto.

A cada paso que se alejaban de la granja el chico parecía ir despertando de su aturdimiento. Tras ellos, la pocilga era ya un recuerdo envuelto en llamas. Delante, la noche permanecía tan quieta e impenetrable como siempre.

Redman intentó no pensar en el cerdo. Seguramente ya debía estar muerto.

Mientras corrían, pareció oírse un ruido a sus espaldas, como si algo inmenso siguiera sus pasos, intentando mantenerse a distancia, prudente pero implacable en su persecución.

Tiraba del brazo de Lacey y según avanzaban la tierra iba cobrando vida bajo sus pies. El chico estaba lloriqueando, sin decir nada, pero al menos de su boca salía algún sonido. Era una buena señal, la señal que Redman necesitaba. Ya había visto demasiada locura.

Llegaron al edificio sin ningún incidente. Los pasillos estaban tan vacíos como los había dejado hacía una hora. Quizá nadie había encontrado todavía el cuerpo de Slape. Era posible. Parecía que ninguno de los muchachos se encontraba con ánimo suficiente para seguir buscando diversión. Quizás habían ido a sus dormitorios a dormir su adoración.

Era el momento de encontrar un teléfono y llamar a la policía. Hombre y muchacho recorrieron el pasillo que conducía a la oficina del director cogidos de la mano. Lacey estaba de nuevo en silencio, pero su expresión no era ya tan maniática; parecía que las purificadoras lágrimas se habían acabado. Resollaba; hacía ruidos con la garganta.

La mano que tenía cogida a Redman se apretó; después, se relajó completamente.

Delante, el vestíbulo estaba oscuro. Alguien había roto la bombilla, que aún se balanceaba levemente del cable, iluminada por un pequeño chorro de luz opaca que provenía de la ventana.

—Vamos. No hay nada que temer. Vamos, chico.

Lacey se inclinó hacia la mano de Redman y la mordió. El movimiento fue tan rápido que, antes de que pudiera evitarlo, el muchacho se había escapado rápidamente por el pasillo, desde el vestíbulo.

No importaba. No podía ir muy lejos. Por una vez Redman se alegró de que el lugar tuviera muros y barrotes.

Cruzó el oscuro vestíbulo hasta la oficina de la secretaría. Nada se movía. Quienquiera que hubiera roto la bombilla se mantenía inmóvil, silencioso.

El teléfono estaba destrozado. No roto, estaba hecho pedazos. Redman se dirigió a la oficina del director. Allí había un teléfono; no iba a ser detenido por unos vándalos.

La puerta estaba cerrada, por supuesto, pero Redman estaba preparado para eso. Rompió con el codo el cristal esmerilado de la ventana, y tocó el otro lado; tampoco había llave.

Al infierno con ella, pensó, y puso su hombro contra la puerta. Era maciza, de madera fuerte, y la cerradura de buena calidad. Su hombro le dolió, y la herida del estómago se volvió a abrir al tiempo que la cerradura cedía. Entró en la habitación.

El suelo estaba cubierto de paja; el olor que allí había, hacía parecer suave el de la pocilga. El director estaba tendido detrás de la mesa, su corazón había sido devorado.

—El cerdo —dijo Redman—. El cerdo. El cerdo. —Y, diciendo «el cerdo», alcanzó el teléfono.

Se oyó un sonido. Se dio la vuelta; el golpe le dio de lleno en la cara. Le rompió un pómulo y la nariz. La habitación se cubrió de diferentes colores; finalmente, se desvaneció.

El vestíbulo ya no estaba oscuro. Había velas encendidas, parecía haber cientos de ellas, en cada rincón, en cada estante. Tenía la cabeza flotando, la vista se le nublaba por la conmoción. Podía tratarse de una sola vela, multiplicada por unos sentidos en los que ya no podía confiar.

Permaneció en medio de la arena del vestíbulo
[4]
, sin saber cómo podía mantenerse en pie, ya que sentía las piernas entumecidas e inútiles. Fuera de su campo de visión, más allá de la luz de las velas, podía oír a gente hablando. No, realmente no estaban hablando. No eran palabras articuladas. Eran sonidos sin sentido emitidos por gente que podía o no estar allí.

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