—¿Tiene alguna idea de quién era? —Siguió tirándose del labio, mirando aún al joven; el desprecio se reflejaba abiertamente en su rostro.
—¿Es eso un problema?
—Tan sólo quiero saber quién estaba viendo el ensayo. Eso es todo. Creo que tengo perfecto derecho a preguntar.
—Perfecto derecho —dijo Hammersmith, asintiendo suavemente y arqueando sus pálidos labios.
—Se comentó que iba a venir alguien del National —dijo Calloway—. Mis agentes estaban arreglando algo. Tan sólo quiero que no venga nadie sin que yo lo sepa. Especialmente si es alguien importante.
Hammersmith se encontraba de nuevo revisando sus números. Su voz sonó cansada.
—Terry, si viene alguien del South Bank a ver su obra acabada, le prometo que será el primero en enterarse. ¿De acuerdo?
La inflexión de su voz fue tan áspera, tan «lárgate muchacho», que a Calloway le apeteció golpearle.
—No quiero que nadie asista a los ensayos a menos que yo lo autorice, Hammersmith. ¿Me oye?. Y quiero saber quiénes eran los que estaban dentro hoy.
El empresario suspiró profundamente.
—Créame, Terry. Ni siquiera yo lo sé. Le sugiero que pregunte a Tallulah. Estaba en la puerta del teatro esta tarde. Si alguien entró, seguramente ella los vio.
Suspiró de nuevo.
—¿De acuerdo… Terry?
Calloway se marchó sin contestar. Tenía sus recelos sobre Hammersmith. El teatro no le interesaba lo más mínimo, nunca se olvidaba de dejar ese punto absolutamente claro.
Adoptaba un tono cansino para hablar de todo aquello que no fuese dinero, como si los asuntos de la estética no merecieran su atención. Tenía una palabra que siempre usaba en voz alta, para referirse a actores y directores: mariposas. Maravillas de un día. En el mundo de Hammersmith, tan sólo el dinero era para siempre, y el teatro Eliseo se encontraba construido sobre un solar de primera calidad; terrenos de los que un hombre inteligente podría sacar un pingue beneficio si jugaba sus cartas correctamente.
Calloway estaba seguro de que vendería el local mañana mismo, si pudiera hacerlo. Una ciudad satélite como Redditch, en crecimiento como lo había hecho Birmingham, no necesitaba teatros; necesitaba oficinas, hipermercados, almacenes; necesitaba, por citar a los consejeros, crecimiento mediante la inversión en nuevas industrias. Y se necesitaban nuevos lugares donde construir esas industrias. Ningún arte podía sobrevivir ante tal pragmatismo.
Tallulah no estaba ni en la taquilla ni en el vestíbulo ni entre bastidores.
Irritado, tanto por la brusquedad de Hammersmith como por la desaparición de Tallulah, Calloway volvió al auditorio para recoger su chaqueta y salir a emborracharse. El ensayo había acabado y los actores ya se habían ido. Los setos desnudos parecían algo pequeños desde la última fila de butacas. Era posible que necesitaran unos cuantos centímetros de más. Escribió una nota detrás de la factura de un espectáculo que encontró en su bolsillo: Los setos, ¿más grandes?
El sonido de una pisada le hizo levantar la cabeza, y una figura hizo su aparición sobre el escenario. Una entrada suave, por el centro de la escena, donde los setos convergían. Calloway no reconoció al hombre.
—¿El señor Calloway?, ¿el señor Terence Calloway?
—¿Sí?
El visitante recorrió el escenario hasta donde, en una época pasada, debían haber estado las candilejas, y se quedó mirando hacia el auditorio.
—Le pido disculpas por interrumpir sus cavilaciones.
—No tiene importancia.
—Me gustaría hablar con usted.
—¿Conmigo?
—Si fuera posible.
Calloway avanzó hasta el frente de las butacas examinando al extraño.
Vestía de gris de la cabeza a los pies. Traje gris de estambre, zapatos grises, corbata gris. «Un elegante de pacotilla», fue la primera y poco caritativa impresión de Calloway. Pero el hombre tenía una impresionante figura intemporal. Su rostro, oculto tras el ala de su sombrero, era difícil de distinguir.
—Permítame que me presente.
La voz era persuasiva, cultivada. Ideal para acompañar anuncios de publicidad: anuncios de jabón quizá. Después de los malos modales de Hammersmith, la voz llegó como una bocanada de aire puro.
—Mi nombre es Lichfield. No es que espere que le diga mucho a un hombre de sus tiernos años.
Tiernos años: Bien, bien. Era posible que su cara conservara aún algo del
niño prodigio
.
—¿Es usted crítico? —preguntó Calloway.
La risa que surgió tras el ala del sombrero, impecablemente colocado, fue moderadamente irónica.
—Por amor de Dios, no —replicó Lichfield.
—Lo siento, me ha confundido.
—No necesita excusarse.
—¿Estuvo usted en el teatro esta tarde?
Lichfield ignoró la pregunta.
—Me doy cuenta de que es usted un hombre ocupado, y no quiero malgastar su tiempo. El teatro es tanto mi profesión, como lo es suya. Creo que debemos considerarnos aliados, aunque no hayamos sido previamente presentados.
Ah, la gran hermandad. Las consabidas invocaciones sentimentales le hacían vomitar. Cuando pensaba en la cantidad de sus llamados aliados que le habían apuñalado alegremente por la espalda; y, en venganza, los dramaturgos que él mismo había vulgarizado y a los actores que había arruinado con una mofa casual, La maldita hermandad: todos se comportaban como hienas, lo mismo que sucedía en cualquier otra profesión demasiado solicitada.
—Tengo —comenzó a decir Lichfield— un permanente interés en el Eliseo. —Le dio un curioso énfasis a la palabra permanente. En los labios de Lichfield, sonaba evidentemente fúnebre.— Permanente, como yo.
—¿Eh?
—Sí, he pasado muchas horas felices en este teatro, en el transcurso de los años, y, francamente, me produce pena traer estas agobiantes noticias.
—¿Qué noticias?
—Señor Calloway, tengo que informarle de que su
«Decimosegunda noche»
será la última producción que vea el Eliseo.
Tal afirmación no era demasiado sorprendente pero, aun así, dolía; el disgusto interno se reflejó en la cara de Calloway.
—Ah! Entonces usted no lo sabía. Así lo supuse. Siempre mantienen a los artistas en la ignorancia, ¿verdad? Es una satisfacción a la que los seguidores de Apolo nunca renunciarán. La venganza de los contables.
—Hammersmith —dijo Calloway.
—Hammersmith.
—Bastardo.
—No se puede confiar en los de su clase, pero supongo que es algo que no necesito decirle.
—¿Está seguro de lo del cierre?
—Ciertamente. Lo haría mañana si pudiera.
—Pero, ¿por qué? Aquí he representado a Stoppard, a Tennessee Williams, siempre con buena aceptación del público. No tiene sentido.
—Me temo que tiene un admirable sentido financiero y, si usted piensa en números, como lo hace Hammersmith, no hay ningún pero que oponer a la simple aritmética. El Eliseo se está haciendo viejo.
Todos
nosotros nos estamos haciendo viejos. Crujimos. Empezamos a sentir la edad en nuestros cimientos: nuestro instinto es caer y desaparecer.
Desaparecer. La voz sonó melodramáticamente suave, como un largo susurro.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Fui durante muchos años administrador del teatro, y desde mi retiro he convertido en mi ocupación el…, ¿cuál es la frase?, … mantener los ojos bien abiertos. Es difícil, en esta época, evocar los éxitos que ha visto este escenario…
Su voz permaneció vibrando, como en un ensueño. Pareció real, no un efecto.
Su voz volvió a recuperar el tono propio de los negocios:
—Este teatro va a morir, señor Calloway. Usted va a asistir a los últimos rituales, aunque no sea culpable. Pensé que debería ser… advertido.
—Gracias. Aprecio su gesto. Dígame, ¿ha sido usted actor alguna vez?
—¿Qué le hace pensar eso?
—La voz.
—Demasiado retórica, lo sé. Me temo que es mi maldición. Apenas soy capaz de pedir una taza de café, sin que suene como el rey Lear bajo la tormenta.
Rió abiertamente su propio chiste. A Calloway le empezaba a gustar aquel tipo. Era posible que tuviese una apariencia un tanto arcaica, levemente absurda, incluso, pero tenía unas maneras tan llenas de vida que atrapaban la imaginación de Calloway. Lichfield no hacía retórica sobre su amor al teatro, como tanta gente en su profesión, que pisaba las tablas como algo secundario, después de haber vendido su alma al cine.
—Debo reconocer que alguna vez he pisado el escenario —confesó Lichfield—, pero me temo que no tengo valor para ello. Sin embargo mi esposa…
¿Esposa? Calloway se sorprendió de que Lichfield tuviera un solo hueso heterosexual en su cuerpo.
—… Mi esposa Constancia ha actuado sobre este escenario en innumerables ocasiones, y, debo decir que con gran éxito. Antes de la guerra, por supuesto.
—Es una pena que se cierre el local.
—Por supuesto, pero me temo que no va a ver ningún milagro. El Eliseo cerrará dentro de seis semanas. Quería que usted supiera que otros intereses, además de los puramente comerciales, están observando esta producción final. Piense en nosotros como en sus ángeles guardianes. Le deseamos lo mejor, Terence, todos le deseamos lo mejor.
Era un sentimiento auténtico, expuesto sencillamente. Calloway quedó impresionado por la preocupación de aquel hombre, y se sintió un tanto culpable por ello. Le colocaba a él, y a sus propias ambiciones, en una posición poco halagadora. Lichfield siguió:
—Nos preocupa que este teatro acabe sus días con un estilo adecuado; después, que muera pacíficamente.
—Maldita vergüenza.
—Es demasiado tarde para arrepentimientos. Nunca deberíamos haber abandonado a Dionisio por Apolo.
—¿Qué?
—Nos vendimos a los contables, al cine y la televisión, a la gente como Hammersmith, cuya alma, si la tiene, debe ser del tamaño de mi uña, y gris como la espalda de un piojo. Deberíamos haber tenido el valor de nuestras obras. Servir a la poesía y vivir bajo las estrellas.
Calloway no siguió detenidamente todas aquellas alusiones, pero había escuchado la idea general, y apreciaba su punto de vista.
Fuera del escenario, la voz de Diane rasgó la solemne atmósfera existente como si fuera un cuchillo de plástico.
—¿Terry? ¿Estás ahí?
El hechizo se rompió: Calloway no se había percatado de cuán hipnótica era la presencia de Lichfield hasta que otra voz se interpuso entre ellos. Escucharle era como dejarse mecer por unos brazos familiares. Lichfield avanzó hasta el borde del escenario, bajando su voz hasta convertirla en un murmullo conspirador.
—Una última cosa, Terence.
—¿Sí?
—Su Viola. Carece, si usted me perdona por mencionarlo, de las cualidades especiales que requiere el personaje.
Calloway se quedó estupefacto.
—Ya sé —continuó Lichfield— que en estos asuntos las lealtades personales entorpecen la honestidad.
—No —replicó Calloway—. Usted tiene razón, pero ella es popular.
—Así que es un cebo para osos, Terence.
Una amplia sonrisa se iluminó tras el ala del sombrero, ingrávida en la sombra como si fuera la mueca burlona del
Gato Cheshire
.
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—Tan sólo estoy bromeando —dijo Lichfield, su amplia carcajada era ahora una risa sofocada—; los osos pueden ser encantadores.
—Terry, ¿estás ahí?
Diane apareció desde detrás de los decorados, demasiado vestida, como en ella era habitual. Seguramente se iba a producir un embarazoso enfrentamiento en el ambiente. Pero Lichfield ya se estaba dirigiendo, a lo largo de la falsa perspectiva de los setos, hacia la parte posterior del escenario.
—Aquí estoy —dijo Terry.
—¿Con quién estabas hablando?
Lichfield ya había salido, tan suave y tranquilamente como había entrado. Diane ni siquiera lo vio marcharse.
—Oh, tan sólo era un ángel —dijo Calloway.
El primer ensayo general no fue, considerándolo en su totalidad, tan malo como Calloway había supuesto: fue inconmensurablemente peor. Los pies se habían perdido, los apuntadores extraviados, las entradas mal situadas; las situaciones cómicas parecían mal tramadas y excesivamente trabajadas; las interpretaciones, demasiado recargadas o excesivamente frívolas. Era una
Decimosegunda noche
que parecía durar todo un año. Durante la mitad del tercer acto Calloway echó una mirada a su reloj, y se dio cuenta de que una representación sin corte alguno de
Macbeth
(con descanso incluido) habría finalizado ya.
Se sentó en el patio de butacas, con la cabeza hundida entre las manos, pensando en todo el trabajo que aún tenía que llevar a cabo si quería salvar la producción. No era la primera vez en este trabajo que se sentía solo para afrontar todos los problemas que se le venían encima. Los pies debían ser ajustados, había que ensayar con los apuntadores, tenían que practicar las entradas hasta que quedasen grabadas en la memoria. Pero un mal actor era un mal actor. Él podía trabajar hasta el día del juicio Final puliendo y recortando la obra, pero no podía hacer un bolso de seda con la oreja de cerdo que era Diane Duvall.
Con la habilidad de un acróbata, ella se las arreglaba para esquivar todo aquello que era significativo, para ignorar cada oportunidad de conmover a la audiencia, para evitar cada matiz que el dramaturgo insistiera en poner en su camino. La suya era una actitud heroica por su ineptitud, reduciendo toda la delicada caracterización, que a Calloway le había costado tantos dolores crear, a un quejido monocorde. Esta Viola era carne de melodrama, menos humana que los setos, y por lo menos, tan verde como ellos.
Los críticos la iban a hacer pedazos.
Y lo que era peor, Lichfield se sentiría defraudado. Para él, esto suponía una sorpresa considerable; el impacto que le había producido la aparición de aquel hombre no había disminuido. Calloway no podía olvidar su proyección de actor, su pose, su retórica. Le había conmovido más profundamente de lo que él estaba preparado a admitir; y el pensamiento de esta
decimosegunda noche
, con esta Viola, convertida en el canto de cisne de su bienamado Eliseo, le preocupaba y perturbaba. De algún modo, le parecía desagradecido.
Le habían advertido frecuentemente de la pesada carga que suponía ser director mucho antes de que se viera envuelto seriamente en la profesión. Su querido —y ya fallecido— gurú en el centro de actores, Wellbeloved (el del ojo de cristal) se lo había dicho desde el principio: