Libros de Sangre Vol. 1 (20 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—Todavía no esta lista —dijo Calloway.

—Es una mujer adorable —murmuró Lichfield.

—Sí.

—No le culpo…

—Hum.

—Aunque no es actriz.

—Usted no va a entrometerse, ¿verdad Lichfield? No se lo permitiré.

—Olvide esa idea.

El placer voyeurístico que Lichfield había adoptado ante su embarazosa situación, hizo a Calloway ser menos respetuoso de lo que había sido antes.

—No quiero que la moleste.

—Mis intereses son sus intereses, Terence. Todo que quiero es ver prosperar esta producción, créame. ¿Cómo, en tales circunstancias, voy a alarmar a su protagonista? Seré tan manso como un cordero, Terence.

—Puede ser usted cualquier cosa —respondió— menos un cordero.

La sonrisa apareció de nuevo en la cara de Lichfield, el trozo de piel que rodeaba la boca apenas se estiró para acomodarse a su expresión.

Calloway se dirigió al pub con la imagen de aquella depredadora dentadura fija en su mente, ansioso sin saber por qué.

En la celda acristalada de su camerino, Diane Duvall estaba lista para representar su escena.

—Ya puede pasar, señor Lichfield —anunció.

Antes de que hubiese acabado de pronunciar la última sílaba, él se encontraba ya ante la puerta.

—Señorita Duvall —se inclinó suavemente con deferencia. Ella sonrió; era tan cortés—. ¿Podrá perdonar mi torpe entrada de antes?

La estrella puso una expresión tímida; siempre derretía a los hombres.

—El señor Calloway… —comenzó ella.

—Un joven muy insistente, creo —dijo Lichfield.

—Sí.

—¿No presta quizá demasiadas atenciones a su protagonista?

Diane frunció el ceño ligeramente, un pliegue oscilante donde sus cejas depiladas convergían.

—Eso me temo.

—Falta de profesionalidad por su parte —dijo Lichfield—; pero, y perdóneme… un ardor comprensible.

Ella se dirigió hacia el fondo del camerino, a las luces del espejo; se dio la vuelta, sabiendo que aquella iluminación posterior le sentaba bien a su pelo.

—Bien, señor Lichfield, ¿qué puedo hacer por usted?

—Es un asunto francamente delicado —dijo Lichfield—. El desagradable hecho es que, ¿cómo podría expresarlo?, sus talentos no son los idealmente adecuados para esta producción. Su estilo carece de delicadeza.

Se hizo un silencio. Ella sorbió por la nariz, pensando en lo que implicaba la observación, y se dirigió a la puerta. No le gustaba el modo en que había comenzado esta escena. Estaba esperando a un admirador y, en su lugar, ante ella había un critico.

—¡Fuera! —dijo; su voz sonó severa.

—Señorita Duvall…

—Ya me ha oído.

—Usted no se siente a gusto en el papel de Viola, ¿verdad? —continuó Lichfield, como si la estrella no hubiera dicho nada.

—No es asunto suyo —escupió Diane.

—Sí lo es. Vi los ensayos. Estaba usted blanda, sin convicción. La comedia queda plana, la escena de la reunión, que debería rompemos el corazón, es de plomo.

—No necesito su opinión, gracias.

—Carece usted de estilo.

—Lárguese.

—No tiene usted ni presencia ni estilo. Estoy seguro de que en televisión está usted radiante, pero el escenario requiere una sinceridad especial, una riqueza de alma de la que usted, francamente, carece.

La escena se estaba calentando. Ella quería golpearle, pero no encontraba el motivo adecuado. No podía tomar en serio a este viejo afectado. Se hallaba más cerca de la comedia musical que del melodrama con aquellos pulcros guantes grises, la pulcra corbata gris. Estúpida, irascible reina, ¿qué sabía él de interpretación?

—Salga antes de que llame al director de escena —dijo, pero él se interpuso entre ella y la puerta.

¿Una escena de violación? ¿Era eso lo que estaba interpretando? ¿Le ponía caliente? Por amor de Dios.

—Mi esposa —comenzó a decir— ha interpretado a Viola…

—Mejor para ella.

—… Y cree que podría dar un poco más de vida al personaje que usted.

—Estrenamos mañana. —Se encontró a sí misma replicando, defendiendo su presencia en la escena. ¿Qué infiernos hacía ella intentando razonar con aquel hombre que irrumpía en su camerino para hacer aquellas terribles observaciones? Su aliento, muy cercano a ella ahora, olía a chocolate caro.

—Se sabe el papel de memoria.

—El papel es mío. Y yo lo voy a hacer. Lo voy a hacer aunque sea la peor Viola en la historia del teatro. ¿Entiende?

Estaba intentando mantener la compostura pero era difícil. Había algo en él que la ponía nerviosa. No era violencia lo que temía de él: pero temía algo.

—Me temo que ya he prometido el papel a mi esposa.

—¿Qué? —Los ojos se le salieron de las órbitas ante tal arrogancia.

—Y Constancia interpretará el papel.

Diane se rió del nombre. Podía ser que aquello fuera alta comedia, después de todo. Algo de Sheridan, o de Wilde, material pícaro, malicioso. Pero él había hablado con una certeza absoluta.
Constancia interpretará el papel
; como si todo estuviera ya decidido.

—No voy a seguir discutiendo más tiempo, Buster
[9]
, así que si su esposa quiere interpretar a Viola tendrá que hacerlo en la jodida calle. ¿De acuerdo?

—Ella estrena mañana —dijo Lichfield.

—¿Es usted sordo, o estúpido?, ¿o las dos cosas?

Control, le dijo una voz interior, control, estás sobreactuando, estás perdiendo el control en la escena. Cualquiera que ésta fuese.

El hombre avanzó hacia ella, y las luces iluminaron de lleno el rostro que se ocultaba tras el ala del sombrero. No se había dado cuenta antes, cuando él hizo su primera aparición: ahora veía las arrugas profundamente marcadas, los huecos que había alrededor de los ojos y la boca. No era carne, de eso estaba segura. Llevaba postizos de látex, y estaban torpemente colocados. Su mano se moría de ganas de tirar de ellos y descubrir su verdadero rostro.

Claro, eso era. Ésa era la escena que estaba interpretando: el Desenmascaramiento.

—Veamos cómo eres —dijo.

La mano alcanzó la mejilla antes de que él pudiera detenerla, su sonrisa se hizo más abierta mientras ella le atacaba. Así que era esto lo que él quería, pensó, pero ya era demasiado tarde para lamentaciones o disculpas. Las yemas de sus dedos habían encontrado el extremo de la máscara, en la cuenca del ojo; pellizcó para tener mejor agarre, y tiró.

La delgada capa de látex cedió, y su verdadera fisonomía quedó al descubierto para que el mundo la viera. Diane intentó retroceder, pero una mano la cogió del pelo. Todo lo que pudo hacer fue mirar aquel rostro descarnado. Unas pocas estrías secas de músculos se retorcían aquí y allá y una insinuación de barba pendía de un colgajo de piel en su garganta, pero todo tejido vivo hacía mucho tiempo que se había podrido. La mayor parte de aquel rostro era simple hueso: sucio y gastado.

—No fui embalsamado —dijo la calavera—. No como Constancia. La explicación se le escapó a Diane. No emitió el sonido de protesta que la escena, seguramente, habría requerido. Todo lo que salió de su boca fue un gemido mientras él aferraba su mano con más fuerza y echaba la cabeza de la mujer hacia atrás.

—Tarde o temprano debemos hacer una elección —dijo Lichfield. Su aliento no olía tanto a chocolate, como a una profunda putrefacción—. Entre servirnos a nosotros mismos o servir a nuestro arte.

Ella no lo entendió.

—Los muertos deben elegir más cuidadosamente que los vivos. No podemos gastar nuestro aliento, si me permite la frase, en otra cosa que no sean los más puros placeres. Creo que usted no quiere arte. ¿Verdad?

Diane negó con la cabeza, pidiendo a Dios que ésa fuera la respuesta esperada.

—Usted quiere la vida del cuerpo, no la vida de la imaginación. Y puede tenerla.

—Gracias…

—Si la desea lo suficiente puede tenerla.

De pronto, la mano que había estado tirando de su pelo tan dolorosamente, se apoyó detrás de la cabeza, y atrajo sus labios hacia los suyos. Habría chillado mientras su boca putrefacta se unía a la suya, pero el saludo era tan insistente que la dejaba sin respiración.

Ryan encontró a Diane en el suelo del camerino pocos minutos antes de las dos. No había ningún rastro de sangre en la cabeza o el cuerpo, ni estaba muerta. Parecía encontrarse en una especie de coma. Quizás hubiera resbalado, golpeándose la cabeza mientras caía. Cualquiera que fuese la causa, estaba fuera de combate.

Faltaban pocas horas para el último ensayo general y Viola se encontraba en una ambulancia camino de Cuidados Intensivos.

—Cuanto antes derriben este lugar, mejor —dijo Hammersmith. Había estado bebiendo durante las horas de oficina, algo que Calloway nunca le había visto hacer antes. La botella de whisky todavía estaba sobre la mesa, al lado de un vaso medio vacío, que había dejado sus marcas circulares sobre las hojas de los libros de cuentas; su mano temblaba.

—¿Qué noticias hay del hospital?

—Es una bella mujer —dijo mirando fijamente su vaso. Calloway habría jurado que estaba a punto de llorar.

—Hammersmith, ¿cómo está ella?

—Está en coma. Pero su condición es estable.

—Eso ya es algo, supongo.

Hammersmith miró a Calloway; sus espesas cejas se fruncían de ira.

—Canalla. La estuviste exprimiendo ¿verdad? Te gusta presumir de eso ¿verdad? Bien, te voy a decir algo, Diane Duvall vale doce veces más que tú. ¡Doce!

—¿Es ésa la razón por la que dejaste que esta última producción siguiera adelante, Hammersmith? ¿Porque la habías visto, y querías poner tus calenturientas manos sobre ella?

—No lo entenderías. Tienes el cerebro en los calzoncillos. —Parecía sinceramente ofendido por la interpretación que Calloway había hecho de su admiración por la señorita Duvall.

—De acuerdo, como quieras, pero seguimos sin Viola.

—Ésa es la razón por la que voy a cancelar —dijo Hammersmith suavemente para saborear el momento.

Tenía que llegar. Sin Diane Duvall, no habría
Decimosegunda noche
; y era posible que eso fuese lo mejor.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién mierda es? —dijo Hammersmith dulcemente—; entre.

Era Lichfield. Calloway casi se alegró al ver aquella extraña cara cicatrizada. Aunque tenía muchas preguntas que hacerle sobre el estado en que había dejado a Diane tras su estancia en el camerino, no era una conversación que estuviera deseando mantener en presencia de Hammersmith. Además, las posibles acusaciones que pudiera hacerle estaban en contradicción con su presencia allí. Si Lichfield había atentado contra la vida de Diane por la razón que fuera, ¿era razonable que hubiera vuelto tan pronto, tan sonriente?

—¿Quién es usted? —inquirió Hammersmith.

—Richard Walden Lichfield.

—Sigo sin saber quién es usted.

—Fui administrador del Eliseo.

—Oh.

—Lo considero asunto mío.

—¿Qué quiere usted? —dijo bruscamente Hammersmith, irritado por la serenidad de Lichfield.

—He oído que la producción está en peligro —replicó Lichfield sin inmutarse.

—No está en peligro —dijo Hammersmith, torciendo levemente la boca—; no está en peligro en absoluto, porque no va a haber representación. Ha sido cancelada.

—¡Oh! —Lichfield miró a Calloway—. ¿Con su consentimiento? —preguntó.

—No tiene nada que decir en este asunto; sólo yo tengo el derecho a cancelar una obra si las circunstancias lo requieren; lo dice en su contrato. El teatro está cerrado desde hoy. No volverá a abrir.

—Sí lo hará —dijo Lichfield.

—¿Qué? —Hammersmith se puso en pie tras su escritorio. Calloway se dio cuenta de que no le había visto nunca de pie. Era muy bajo.

—Representaremos
Decimosegunda noche
como estaba previsto —dijo Lichfield suavemente—. Mi esposa se encuentra amablemente dispuesta a representar el papel de Viola en lugar de la señorita Duvall.

Hammersmith soltó una carcajada, una risa vasta, de carnicero, que murió en sus labios mientras la oficina se cubría de olor a lavanda; y Constancia Lichfield hacia su entrada, reluciente, vestida de seda y pieles. Estaba tan radiante como el día en que murió. Incluso Hammersmith contuvo la respiración y quedó en silencio cuando la vio.

—Nuestra nueva Viola —anunció Lichfield.

Tras un instante, Hammersmith pudo, al fin, hablar:

—Esta mujer no puede incorporarse en vísperas del estreno.

—¿Por qué no? —dijo Calloway, sin apartar los ojos de la mujer. Lichfield era un hombre afortunado; Constancia era una belleza extraordinaria. Apenas se atrevía a respirar en su presencia por temor a que ella se desvaneciera.

Entonces ella habló. Los versos pertenecían al quinto acto, escena primera:

Si nada nos hace felices a ambos

sino este atavío de usurpación masculina,

no me abraces hasta que cada circunstancia

de lugar, tiempo y fortuna coincidan, y se regocijen

para que pueda ser Viola de nuevo.

La voz era brillante y musical, pero parecía resonar por todo su cuerpo, llenando cada frase de una oculta corriente de pasión contenida.

Y su cara. Estaba maravillosamente llena de vida, sus rasgos interpretaban cada palabra de su parlamento con una delicada sobriedad.

Estaba encantadora.

—Lo siento —dijo Hammersmith—, pero existen reglas y condicionantes en esta clase de asuntos. ¿Está sindicada?

—No —dijo Lichfield.

—Bien, como usted ve es imposible. El sindicato prohibe estrictamente esta clase de cosas. Nos despellejarían vivos.

—¿Qué significa eso para usted, Hammersmith? —dijo Calloway.

—¿Qué mierda le importa? Una vez que este lugar sea demolido, no tendrá que poner el pie en un teatro nunca más.

—Mi esposa ha asistido a los ensayos. Se sabe perfectamente el papel.

—Podría ser mágico —dijo Calloway. Su entusiasmo se encendía cada vez que miraba a Constancia.

—Se está arriesgando con el sindicato, Calloway —reprendió Hammersmith.

—Correré el riesgo.

—Como usted quiera, a mí no me importa. Pero si algún pájaro les cuenta algo, te va a caer un huevo en la cara.

—Hammersmith: dale una oportunidad. Danos a todos una oportunidad. Si el sindicato me pone en su lista negra, ése será mi sino.

Hammersmith se sentó de nuevo.

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