Entonces escuchó el gruñido, aquel grave, asmático gruñido de la cerda. Delante de él ella surgió de la oscilante luz de las velas. Ya no era aquella criatura radiante y hermosa. Su lomo estaba chamuscado; sus pequeños y redondos ojos, marchitos; el hocico, retorcido de una forma inverosímil. Cojeando, avanzó hacia él muy lentamente, y muy lentamente la figura que la montaba fue haciéndose visible. Era Tommy Lacey, por supuesto, desnudo como el día en que nació, su cuerpo rosado y lampiño como uno de sus lechones; su cara inocente, exenta de sentimiento humano alguno. Sus ojos eran ahora los ojos de ella, mientras guiaba a la gran cerda por sus orejas. El sonido de la cerda, aquel sonido embocado, ya no salía de la boca de ella sino de la suya. Su voz era la voz de la cerda.
Redman pronunció su nombre, suavemente. No Lacey, sino Tommy. El muchacho pareció no oírle. Sólo entonces, mientras montura y jinete se aproximaban, Redman comprendió por qué no se había caído de bruces. Tenía una soga alrededor del cuello.
En el mismo momento en que este pensamiento pasaba por su mente, el nudo se ajustó, y sus pies quedaron colgando en el aire.
Ningún dolor, sino un terrible horror, peor, mucho peor que el dolor, se apoderó de él; un inmenso abismo de pérdida y pesar en el que irremisiblemente se hundía.
Debajo de él, la cerda y el muchacho se habían parado bajo sus pies, que pataleaban en el vacío. El muchacho, todavía gruñendo, había bajado del cerdo y se encontraba en cuclillas al lado de la bestia. A través del aire grisáceo, Redman pudo ver la curva de la espina dorsal del chico, la inmaculada piel de su espalda. También vio la cuerda anudada que salía de entre sus pálidas nalgas con el final deshilachado. Como el rabo de un cerdo.
El animal levantó la cabeza, aunque sus ojos ya no podían ver. A Redman le agradó pensar que sufriría, y sufriría hasta el día en que muriera. Pensar eso, casi era suficiente. Entonces fue cuando la cerda abrió su boca y habló. No supo cómo salieron aquellas palabras, pero lo hicieron. Una voz de muchacho, con un tono musical:
—Ésta es la condición de la bestia —dijo—. Comer y ser comida.
La cerda sonrió, y Redman sintió, aunque había creído que ya estaba entumecido, la primera conmoción de dolor cuando los dientes de Lacey le arrancaron un trozo del pie, y el muchacho trepó, resoplando, sobre el cuerpo de su salvador para arrebatarle la vida.
Diane pasó sus perfumados dedos entre la barba de dos días, color jengibre, de Terry.
—Lo adoro —dijo—. Incluso las partes grises.
Adoraba todo lo que se refería a él; o, al menos, eso era lo que decía.
Cuando la besaba: lo adoro.
Cuando la desnudaba: lo adoro.
Cuando él se quitaba los calzoncillos: lo adoro, lo adoro, lo adoro.
Ella bajó sobre él con un entusiasmo tan puro, que todo lo que éste pudo hacer fue observar cómo la coronilla de su cabeza color rubio ceniza se meneaba entre sus ingles, y pedir a Dios que nadie entrase en el vestuario. Después de todo, era una mujer casada, aunque fuese actriz. También él tenía una esposa en algún sitio. Este
tête-a-tête
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sería una jugosa noticia para cualquiera de los periódicos locales, y él estaba intentando ganarse una reputación de director serio; nada de chismes, ningún cotilleo, sólo arte.
Entonces, incluso sus pensamientos de ambición se disolvían en su lengua, mientras ella jugaba ávidamente con sus terminaciones nerviosas. No tenía mucho de actriz pero por Dios, que era una buena intérprete. Sin fallos en la técnica; precisa en el tiempo: sabía, bien por instinto, bien a base de ensayos, cuándo subir el ritmo, y conducir la escena hasta una conclusión satisfactoria.
Cuando acabó de ordeñar, al momento estaba seco. Casi quiso aplaudir. La totalidad del reparto de la producción de Calloway La
decimosegunda noche
conocía el asunto, por supuesto. Había comentarios pasajeros si la actriz y el director llegaban —ambos— tarde a los ensayos; o si ella llegaba radiante, y él sonrojado. Había intentado persuadirla para que controlara la mirada de «gato con leche en el plato», que aparecía en su rostro, pero no era una buena farsante, lo cual resultaba divertido, teniendo en cuenta su profesión.
Pero la Duvall, como Edward la llamaba, no necesitaba ser una gran intérprete, era famosa. Por eso, ¿qué importaba si recitaba a Shakespeare como si fuera el indio Hiawatha, si la captación de la psicología del personaje era dudosa, su lógica defectuosa y su proyección inadecuada? ¿Qué importaba si tenía el mismo sentido de la poesía que de la decencia? Era una estrella y eso significaba negocio.
No se le podía negar que su nombre era dinero. La publicidad del teatro Eliseo lo anunciaba como reclamo a la fama en letras romanas de ocho centímetros, negro sobre amarillo:
«Diane Duvall: estrella de
El niño amoroso
.»
El niño amoroso
. Posiblemente el peor melodrama que había aparecido en las pantallas de la nación en la historia del género. Dos horas enteras semanales de personajes mal perfilados y un torpe diálogo que lo habían elevado a las más altas cotas de audiencia y habían convertido, de la noche a la mañana, a sus intérpretes en brillantes estrellas del falso cielo televisivo. Y reluciendo como la más brillante entre las brillantes, se encontraba Diane Duvall.
Era posible que no hubiese nacido para interpretar a los clásicos, pero era un buen reclamo para la taquilla. Y en esos tiempos en que los teatros estaban desiertos, todo lo que importaba era el número de butacas ocupadas.
Calloway se había resignado al hecho de que ésta no sería la versión definitiva de la «decimosegunda noche», pero si la producción tenía éxito, y con Diane en el papel de Viola tenía todas las posibilidades, podría abrirle unas cuantas puertas en el West End.
Además, trabajar con la siempre adorable y siempre exigente miss D. Duvall tenía sus compensaciones.
Calloway se subió los pantalones de estameña y la miró. Ella le estaba ofreciendo una de aquellas encantadoras sonrisas suyas, la que usaba en la escena de la carta. Expresión Número Cinco en el repertorio de la Duvall, algo entre virginal y maternal.
Él respondió a la sonrisa con una de su propio repertorio, una pequeña mirada de amor, que pasaba por genuina a medio metro de distancia. Luego miró su reloj.
—Cielos, es tarde, cariño.
Ella se relamió los labios. ¿Tanto le gustaba aquel sabor?
—Será mejor que me arregle el pelo —dijo, levantándose y echando una mirada al gran espejo que había al lado de la ducha.
—Sí.
—¿Estás bien?
—No podría estar mejor —replicó él. La besó suavemente en la nariz y dejó que se arreglara.
De camino al escenario, entró en el vestuario de hombres para arreglarse la ropa y refrescar sus ardientes mejillas con agua fría. El sexo siempre le dejaba manchitas en la cara y en el pecho. Mientras se inclinaba para echarse agua, se quedó estudiando sus rasgos en el espejo que había sobre el lavabo. Después de treinta y seis años de tener controladas las señales del paso del tiempo, éstas habían empezado a hacerse evidentes. Ya no era aquel galán juvenil. Había unas innegables bolsas bajo sus ojos que no eran debidas a la falta de sueño, y arrugas en la frente y alrededor de la boca. Había dejado de parecer «el niño prodigio»
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. Los secretos de sus depravaciones estaban escritos en su rostro. El exceso de sexo, de borracheras, de ambición, la frustración de sus aspiraciones, y la pérdida de oportunidades tantas veces ocurrida. Pensó amargamente en el aspecto que tendría ahora si se hubiera conformado con ser un don nadie, poco emprendedor, trabajando con un repertorio menor y con una asistencia garantizada de diez «aficionados»
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cada noche, devoto de Brecht; probablemente, tendría la cara tan lisa como el culito de un bebé; la mayoría de la gente del teatro comprometido tenía ese aspecto. Vacíos y contentos, pobres vacas.
«Bien, pagas tu dinero y haces tu elección», se dijo a sí mismo.
Echó una última mirada al trasnochado querubín del espejo, una figura que, con patas de gallo o sin ellas, aún era irresistible para las mujeres; y salió a enfrentarse con los ensayos y las tribulaciones del tercer acto. Sobre el escenario tenía lugar una ardiente discusión. El carpintero —su nombre era Jake—, había construido dos setos para el jardín de Olivia. Aún tenían que cubrirlo de hojas pero parecía bastante real, extendiéndose desde el fondo del escenario hasta el ciclorama, donde el resto del jardín iba a ser pintado. Nada de material simbólico. Un jardín era un jardín: la hierba verde, el cielo azul. Así le gustaba a la audiencia del norte de Birmingham, y Terry sentía algo de simpatía por sus sencillos gustos.
—Terry, amor.
Eddie Cunningham le cogió de la mano y del codo invitándole a entrar en la disputa.
—¿Cuál es el problema?
—Terry, amor, no puedes hablar en serio de estos jodidos —salió airosamente de su boca, jo-di-dos— setos. Dile a tío Eddie que no hablas en serio antes de que me enfade. —Eddie señaló los ofensivos setos—. Quiero decir que eches una mirada. —Al hablar, un pequeño salivazo siseó en el aire.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Terry otra vez.
—¿El problema?, bloqueo, amor, bloqueo.
Piensa
en ello. Hemos ensayado toda la escena conmigo subiendo y bajando como una liebre de marzo. Arriba a la derecha, abajo a la izquierda. Pero no funciona si no tengo acceso a la parte de atrás. —¡Y mira! Esas jo-di-das cosas llegan hasta el telón de foro.
—Pero es que tienen que estar. Es por la ilusión, Eddie.
—No puedo dar la vuelta, Terry. Debes comprender mi punto de vista.
Apeló a los pocos que se encontraban sobre el escenario: los carpinteros, dos técnicos, tres actores.
—Quiero decir que no hay tiempo suficiente.
—Lo volveremos a tapar, Eddie.
—¡Oh!
Ésa fue la gota que colmó el vaso.
—¿No?
—Hum…
—Quiero decir que así parece más fácil, ¿no?
—Sí… tan sólo me gustaría…
—Lo sé.
—Bien. Las necesidades obligan. ¿Qué pasa con el croquet?
—Cortaremos eso también.
—¿Y toda esa acción con los mazos de croquet? ¿El material obsceno?
—Tendrá que cortarse también. Lo siento. No pensé en ello. No lo planteé correctamente.
Eddie se movió con impaciencia.
—Eso es lo que haces siempre, cariño, pensar correctamente…
Risas entre dientes. Terry se desentendió. Eddie tenía razón en sus críticas; no había tenido en cuenta los problemas del diseño de los setos.
—Lo siento; pero no hay modo de acomodarlo.
—Estoy seguro de que no recortarás las acciones de nadie más —dijo Eddie.
Echó una mirada por encima del hombro de Calloway, a Diane, y se dirigió hacia los camerinos. Salida de actor enfurecido, escenario abandonado. Calloway no intentó detenerlo. Estropear su salida hubiera empeorado considerablemente la situación. Tan sólo suspiró un leve «Oh, Jesús», mientras pasaba su ancha mano por la cara. Era el fallo de esta profesión: los actores.
—¿Va a traerlo alguien de vuelta? —dijo.
Silencio.
—¿Dónde está Ryan?
El director de escena asomó su cara, con gafas, por encima del ofensivo seto.
—¿Perdón?
—Ryan, amor, ¿harías el favor de llevarle una taza de café a Eddie y traerlo de nuevo al seno de la familia?
Ryan puso una cara que decía:
Tú le has ofendido, tú le haces volver
. Pero Calloway había pasado por esta situación: era un maestro en tales lides. Se quedó mirando a Ryan, desafiándole a contradecir su demanda, hasta que el otro hombre bajó los ojos y asintió a su súplica.
—Claro —dijo malhumorado.
—Buen chico.
Ryan le dirigió una mirada acusadora y desapareció en persecución de Ed Cunningham.
—No hay espectáculo sin erupción —dijo Calloway, intentando animar un poco el ambiente. Alguien gruñó, y el pequeño semicírculo de mirones comenzó a dispersarse. El espectáculo había acabado.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Calloway intentando recomponer la situación—. A trabajar. Vamos a repasar desde el principio de la escena. Diane, ¿estás lista?
—Sí.
—De acuerdo. ¿Empezamos?
Calloway se apartó del jardín de Olivia y de los expectantes actores para fijar sus ideas. Tan sólo las luces del escenario estaban encendidas, el auditorio se encontraba a oscuras. Bostezaba ante él insolentemente, fila tras fila de asientos vacíos, desafiándolo a que les entretuviera. Ah, la soledad del director de larga distancia. Había días en este negocio en que la idea de llevar una vida de contable parecía una consumación que desea devotamente, por parafrasear al príncipe de Dinamarca.
Alguien se movió en el gallinero del Eliseo. Calloway dejó sus dudas, y miró a través del opaco ambiente. ¿Se habría refugiado Eddie entre las últimas filas? No, seguramente no. Por una sola razón, no habría tenido tiempo de llegar hasta allí.
—¿Eddie? —preguntó Calloway poniendo una mano sobre los ojos—. ¿Eres tú?
Pudo divisar una figura. No una figura, varias. Dos personas, moviéndose a lo largo de la última fila, buscando la salida. Quienquiera que fuese, ciertamente no era Eddie.
—No es Eddie, ¿verdad? —dijo Calloway volviéndose hacia el falso jardín.
—No —respondió alguien.
Era Eddie el que hablaba. Estaba de nuevo sobre el escenario, apoyado en uno de los setos con un cigarrillo entre los labios.
—Eddie…
—Está bien. —Dijo éste de buen humor—. No te humilles. No puedo soportar ver a un hombre guapo rebajándose.
—Veremos si podemos meter la acción de los mazos en algún sitio. —Dijo Calloway, intentando reconciliarse.
Eddie sacudió la cabeza y dejó caer la ceniza de su cigarrillo.
—No es necesario.
—De verdad…
—No funcionaba demasiado bien.
La gran puerta circular crujió un poco mientras se cerraba tras los visitantes. Calloway no se molestó en mirar. Se habían ido, quienesquiera que fuesen.
—Esta tarde había alguien en el auditorio.
Hammersmith levantó la vista de las hojas repletas de números que estaba revisando.
—¿Eh?
Sus cejas eran erupciones de un grueso pelo de alambre, que parecía demasiado ambicioso para su profesión. Se arquearon sobre los pequeños ojos de Hammersmith, en un evidente intento de fingir sorpresa. Se tiró del labio inferior con los dedos, que tenía manchados de nicotina.