Libros de Sangre Vol. 1 (21 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

—No vendrá nadie, usted lo sabe, ¿verdad? Diane Duvall era una estrella; se habrían sentado a ver su aburrida producción para verla, Calloway. Pero, ¿una desconocida?… Bien, es su funeral. Siga adelante y hágalo. Yo me lavo las manos. Es cosa suya, Calloway. Recuérdelo. Espero que le despellejen vivo.

—Gracias —dijo Lichfield—. Muy amable.

Hammersmith comenzó a reordenar su escritorio, para dar mas importancia a la botella y al vaso. La entrevista había acabado: no le interesaba seguir con aquellas mariposas por más tiempo.

—Váyanse —dijo—, váyanse.

—Tengo una o dos proposiciones que hacerle —dijo Lichfield a Calloway, mientras salían de la oficina—. Unas modificaciones que realzarían la interpretación de mi esposa.

—¿Cuáles son?

—Para la comodidad de Constancia, le pediría que el nivel de iluminación se bajara sustancialmente. Sencillamente, no está acostumbrada a trabajar bajo unas luces que producen calor y reflejos.

—Muy bien.

—También le pediría que instalásemos una fila de candilejas.

—¿Candilejas?

—Una extraña petición, ya me doy cuenta, pero ella se siente mucho más a gusto con las candilejas.

—Tienden a deslumbrar a los actores —dijo Calloway—. Les hace difícil ver a la audiencia.

—No obstante… tengo que poner como condición que sean instaladas.

—De acuerdo.

—En tercer lugar, le pediría que todas las escenas en que haya besos, abrazos o cualquier otro contacto físico con Constancia, sean modificadas para evitarlos; cualesquiera que sean.

—¿Todas?

—Todas.

—Por amor de Dios, ¿por qué?

—Mi esposa no los necesita para dramatizar los sentimientos del corazón, Terence.

Dio un curioso énfasis a la palabra «corazón». Los sentimientos del
corazón
.

Calloway miraba a Constancia a la más mínima oportunidad. Era como una bendición.

—¿Presentamos nuestra nueva Viola al resto de la compañía? —sugirió Lichfield.

—¿Por qué no?

El trío entró en el teatro.

La nueva organización del escenario y lo de suprimir todo contacto físico resultó sencillo y, aunque el resto del reparto estuvo inicialmente receloso ante su nueva compañera, su falta de afectación y su gracia natural hicieron que muy pronto se le rindieran. Además, su presencia significaba que la obra iba a seguir adelante.

A las seis, Calloway concedió un descanso, anunciando que el ensayo general sería a las ocho. Les pidió que salieran y se divirtieran durante cerca de una hora. La compañía salió vibrando con un nuevo entusiasmo por la obra. Lo que era una ruina medio día antes, ahora parecía reconstruirse satisfactoriamente. Había miles de cosas que arreglar, por supuesto: deficiencias, vestuario que no se ajustaba bien, manías de dirección. Lo normal en estos casos. De hecho los actores estaban más felices de lo que habían estado en bastante tiempo. Ni el propio Ed Cunningham fue capaz de reprimir uno o dos piropos.

Lichfield encontró a Tallulah entre bastidores, limpiando.

—Esta noche…

—Sí, señor.

—No debes tener miedo.

—No tengo miedo —replicó Tallulah—. Vaya idea. Como si…

—Puede que sea algo doloroso, lo lamento. Por ti, y por nosotros.

—Comprendo.

—Por supuesto que comprendes. Amas el teatro tanto como yo. Conoces la paradoja de esta profesión. Interpretar la vida… Ah, Tallulah, interpretar la vida… qué cosa tan curiosa. Sabes, a veces me pregunto durante cuánto tiempo podré mantener la ilusión.

—Es una representación maravillosa —dijo ella.

—¿Lo crees así? ¿Realmente lo crees así? —Se animó por su favorable opinión. Era tan mortificante tener que fingir todo el tiempo; simular la carne, la respiración, aparentar estar vivo. Agradecido por la opinión de Tallulah, se acercó a ella.

—¿Te gustaría morir, Tallulah?

—¿Duele?

—Apenas.

—Me haría muy feliz.

—Así será.

Su boca cubrió la de ella. Estaba muerta en menos de un minuto, dejando paso felizmente a su penetrante lengua. La dejó tendida sobre el raído sofá del bastidor y cerró la puerta con su propia llave. Se enfriaría fácilmente en aquella gélida habitación y estaría de nuevo en pie cuando llegase la hora de la representación.

A las seis y cuarto, Diane Duvall salía de un taxi frente a la fachada del Eliseo. Estaba oscuro. Hacía mucho viento aquella noche de noviembre, pero ella se sentía bien; nada podría deprimirla aquella noche. Ni la oscuridad, ni el frío.

Sin ser vista, pasó delante de los carteles que anunciaban su rostro y su nombre, y se dirigió a través del auditorio a su camerino. Allí, fumando, encontró al objeto de Su devoción.

—Terry.

Permaneció en la puerta durante un momento, para que el hecho de su reaparición surtiera efecto. Él se quedó blanco cuando la vio, por lo que ella hizo un puchero. No era fácil hacer pucheros. Había cierta rigidez en los músculos de su cara, pero consiguió el efecto deseado a su satisfacción.

Calloway no encontraba palabras. Diane parecía enferma, no habían pasado dos días siquiera, y si había abandonado el hospital para tomar parte en el ensayo general iba a tener que convencerla de lo contrario. No llevaba maquillaje, y su pelo rubio ceniza necesitaba un lavado.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él, mientras ella cerraba la puerta.

—Asuntos sin acabar —dijo la actriz.

—Escucha… tengo algo que decirte…

Dios, aquello iba a ser embarazoso.

—Hemos encontrado una sustituta en el espectáculo. —Ella lo miró sin ninguna expresión. Calloway se apresuró tanto en hablar, que atropelló sus propias palabras—: Pensamos que estabas fuera de servicio, quiero decir, no permanentemente, claro, pero al menos para el estreno…

—No te preocupes —dijo.

Él se quedó boquiabierto.

—¿Que no me preocupe?

—¿A mí qué me importa?

—Has dicho que habías regresado para acabar…

Se paró. Ella se estaba desabrochando la parte superior del vestido. No va en serio, pensó, no puede ir en serio. ¿Sexo? ¿Ahora?

—He pensado mucho en estas últimas horas —dijo ella mientras se desabrochaba su arrugado vestido por encima de las caderas, lo dejaba caer, y daba un paso hacia delante. Llevaba unas bragas blancas, que intentaba quitarse sin conseguirlo—. He decidido no preocuparme más por el teatro. Ayúdame. ¿Lo harás?

Diane se dio la vuelta, mostrándole la espalda; automáticamente, él le sacó las bragas, sin preguntarse realmente si lo deseaba o no. Parecía ser un «hecho consumado». Había vuelto para acabar lo que había sido interrumpido, así de sencillo. A pesar de los extraños ruidos que salían de su garganta y de la vidriosa mirada que había en sus ojos, seguía siendo una mujer atractiva. Se dio la vuelta de nuevo y Calloway se quedó mirando la plenitud de sus pechos, más pálidos de lo que él recordaba, pero adorables. Sus pantalones se estaban haciendo incómodamente estrechos y la actuación de Diane sólo estaba empeorando su situación; la manera en que estaba moviendo sus caderas, como la más descarada artista de strip-tease del Soho, mientras se pasaba las manos entre las piernas.

—No te preocupes por mí —dijo—; he tomado una decisión. Todo lo que realmente quiero…

Puso sus manos, que habían estado tan recientemente entre sus ingles, sobre la cara del director. Estaban frías como el hielo.

—Todo lo que realmente quiero eres tú. No puedo tener sexo y escenario… Llega un momento en la vida de cada uno en que hay que tomar decisiones.

Se lamió los labios. La boca no se le humedeció.

—El accidente me hizo pensar, me hizo analizar qué es lo que realmente me importa. Y francamente —estaba desabrochándole el cinturón—, no me importa una mierda…

Ahora la cremallera.

—… ni esta, ni cualquier otra jodida obra.

Los pantalones cayeron al suelo.

—… Te voy a enseñar lo que me importa.

Metió la mano en los calzoncillos, y le agarró. Estaba fría; esto hizo, de alguna manera, que el contacto fuera más sexual. Él se rió, cerrando los ojos, mientras ella le bajaba los calzoncillos hasta la mitad del muslo y se arrodillaba a sus pies.

Era una experta, como siempre. Su garganta se abría como un desagüe, la lengua un tanto áspera, pero las sensaciones le volvían loco. Era tan bueno, que él apenas se daba cuenta de la facilidad con que lo devoraba llegando más profundamente de lo que nunca lo había hecho, empleando todos los trucos que sabía para excitarle más y más. Al principio, lenta y profundamente; aumentando después la velocidad hasta que él casi se corría; después lento otra vez, hasta que la necesidad pasaba. Se encontraba a su merced.

Calloway abrió los ojos para observar su trabajo. Estaba espetada a él; la cara en éxtasis.

—Dios —jadeaba Terry—. Es
tan
bueno. Oh, sí, sí.

Diane ni siquiera parpadeó como respuesta a sus palabras, tan sólo continuaba su trabajo en silencio. No estaba haciendo los ruidos que en ella eran habituales: pequeños gruñidos de satisfacción, la pesada respiración que salía de su nariz. Tan sólo comía su carne en el más absoluto silencio.

El contuvo su respiración un momento mientras una idea le pasaba por el vientre. La cabeza de Diane seguía moviéndose, los ojos cerrados, sus labios abrazados totalmente alrededor de su miembro. Pasó medio minuto; un minuto; un minuto y medio. Su vientre se llenó de terror.

No estaba respirando. Estaba haciéndole este incomparable trabajo sin parar, ni siquiera un momento, para inhalar o exhalar.

Calloway sintió que su cuerpo se ponía rígido mientras su erección se iba debilitando en la garganta de ella. Diane no desfallecía en su labor; el implacable bombeo continuaba entre sus ingles, mientras en su mente se formaba una idea inconcebible:

Está muerta.

Me tiene en su boca, en su fría boca, y está muerta. Ésa era la razón por la que había regresado, se había levantado de su lecho mortuorio y había vuelto. Estaba ansiosa de acabar lo que había empezado; sin preocuparse de la obra o de la usurpadora. Este acto era lo que, para ella, tenía valor, tan sólo este acto. Y había elegido realizarlo eternamente.

Calloway no pudo hacer otra cosa sino quedarse mirando hacia abajo, como un idiota, mientras el cadáver cabeceaba.

Entonces ella pareció darse cuenta de su horror. Abrió los ojos y lo miró. ¿Cómo podía haber confundido esa mirada muerta con una viva? Gentilmente, ella retiró de sus labios la arrugada virilidad.

—¿Qué sucede? —preguntó con su voz aflautada, intentando fingir vida.

—Tú… no estás… respirando.

Diane agachó la cabeza. Dejó que él se retirara.

—Oh, cariño —dijo, dejando que toda simulación de vida desapareciera—. No interpreto bien el papel, ¿verdad?

Su voz era la voz de un fantasma: gruesa, triste. Su piel, que había considerado exquisitamente pálida, estaba blanca como la cera.

—¿Estás muerta?

—Eso me temo. Hace dos horas, mientras dormía. Pero tenía que venir, Terry; tantos asuntos sin acabar. Hice mi elección. Deberías sentirte halagado. Te sientes halagado, ¿verdad?

La muerta se puso de pie y buscó en su bolso, que había dejado al lado del espejo. Calloway miró hacia la puerta, intentando hacer trabajar sus extremidades; pero estaban inertes. Además, tenía los pantalones alrededor de los tobillos. Dos pasos, y hubiera caído de bruces.

Diane se volvió hacia él con algo plateado y puntiagudo en la mano. Intentó, mientras pudo, averiguar de qué se trataba, pero no podía ponerle la vista encima. Fuera lo que fuese, aquel objeto era para él.

Desde la construcción del nuevo crematorio en 1934, el cementerio había estado sufriendo una humillación tras otra. Las tumbas habían sido profanadas, las losas volcadas y hechas pedazos; todo ensuciado por los perros, y lleno de pintadas. Muy escasos visitantes se acercaban a cuidar las tumbas. Las generaciones habían ido disminuyendo y el pequeño número de gente que todavía tenían algún ser amado enterrado allí, se encontraban ya demasiado débiles para arriesgarse a caminar por aquellas atestadas aceras; o eran demasiado sensibles para soportar tales actos de vandalismo.

No siempre había sido así. Ilustres e influyentes familias se encontraban enterradas tras las fachadas de mármol de aquellos mausoleos victorianos. Padres fundadores, industriales locales, altos dignatarios y todos aquellos que habían hecho sentirse orgullosa a la ciudad mediante su esfuerzo. El cuerpo de la actriz Constancia Lichfield había sido enterrado aquí («Hasta que los días acaben y se disipen las sombras»). Su tumba era casi la única que recibía cuidados de algún secreto admirador.

Nadie vigilaba esa noche, era demasiado fría para los amantes. Nadie vio a Charlotte Hancock abrir la tapa de su sepultura. Las batientes alas de las palomas aplaudían su vigor, mientras salía arrastrando los pies para encontrar la luna. Su marido Gerard la acompañaba menos fresco que ella; llevaba muerto trece años más. Joseph Jardine y familia se encontraba a no mucha distancia de los Hancock. También estaba Marriott Fletcher y Anne Snell y los hermanos Peacock. La lista seguía y seguía. En una esquina, Alfred Crawshaw (capitán del decimoséptimo de lanceros) estaba ayudando a su adorable esposa Emma a levantarse de la podredumbre de su lecho. Por todas partes surgían rostros entre las grietas de las tapas de las tumbas. ¿No era ésa Kezia Reynolds con su hijo, que tan sólo había vivido un día, entre sus brazos? Y Martin van de Linde («Que el recuerdo de los justos sea bendecido»), cuya esposa nunca había sido encontrada; Rosa y Selina Goldfynch: bellas mujeres las dos; y Thomas Jerrey, y…

Demasiados nombres para mencionarlos todos. Demasiados estados de putrefacción que describir. Es suficiente decir que se levantaron: sus adornos mortuorios se habían desvanecido, sus rostros desnudos de todo, excepto los cimientos de la belleza. Aun venían, salían oscilantes a través de la puerta trasera del cementerio, abriéndose paso a través del páramo, camino del Eliseo. A lo lejos, el sonido del tráfico. En el cielo retumbó el sonido de un avión. Uno de los hermanos Peacock miró hacia arriba mientras el gigante pasaba sobre ellos; dio un traspié, y cayó de cabeza, destrozándose la mandíbula. Amablemente, le ayudaron a levantarse, y le acompañaron en su marcha. No se había hecho ningún daño; ¿y qué sería de una resurrección sin unas cuantas risas?

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