Libros de Sangre Vol. 1 (23 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Lichfield estaba allí, por supuesto, y Constancia, radiante como siempre. Calloway había decidido ir con ellos. También Eddie y Tallulah. Tres o cuatro más se habían unido también a la compañía. Era su primera noche de libertad y ahí estaban en carretera abierta, actores ambulantes. El humo sólo había acabado a Eddie, pero había algunos más entre ellos con serias heridas producidas por el fuego. Cuerpos quemados, miembros rotos. No obstante, la audiencia para la que iban a actuar en el futuro les perdonaría aquellas pequeñas mutilaciones.

—Hay vidas que se viven para el amor —dijo Lichfield a su nueva compañía— y hay vidas que se viven para el arte. Nosotros, feliz banda, hemos elegido esta última opción.

Hubo un murmullo de aplausos entre los actores.

—A vosotros, que nunca habéis muerto, puedo deciros: ¡Bienvenidos al mundo!

Risas: más aplausos.

Las luces de los coches que corrían hacia el Norte a lo largo de la autopista convertían a la compañía en una silueta. Parecían, a todos los efectos, hombres y mujeres vivos. ¿Pero no consistía en eso el engaño de su arte? ¿Imitar la vida tan perfectamente de modo que fuera imposible distinguir la ilusión de lo real? Y su nuevo público, que les esperaba en los depósitos de cadáveres, cementerios y capillas, apreciarían esa habilidad al máximo. ¿Quién mejor, para aplaudir la ficción de la pasión y el dolor que ellos iban a interpretar, que los muertos, que habían experimentado tales sentimientos, y habían tenido al fin que abandonarlos?

Los muertos. Necesitaban entretenerse no menos que los vivos; además de ser un mercado muy desatendido.

Sin embargo, esta compañía no actuaría por dinero, sino por amor al arte; Lichfield lo había dejado claro desde el principio. No serían, por más tiempo, esclavos de Apolo.

—Ahora —dijo—. ¿Qué carretera tomamos, hacia el norte o hacia el sur?

—Al norte —dijo Eddie—, mi madre está enterrada en Glasgow, murió antes de que yo debutara profesionalmente. Me gustaría que me viera.

—Sea el norte, entonces —dijo Lichfield—. ¿Vamos a buscar algún medio de transporte?

Les condujo hasta un restaurante que se encontraba al lado de la autopista. Sus luces de neón parpadeaban espasmódicamente, alejando la noche a intervalos mientras duraba la luz. Los colores eran teatralmente brillantes: escarlata, lima, cobalto, y algo de blanco que salpicaban, desde la ventana, el aparcamiento donde ellos se encontraban. Las puertas automáticas chirriaron mientras un hombre salía llevando una hamburguesa y un pastel a un niño que se encontraba en la parte trasera de su coche.

—Seguramente algún amable conductor encontrará un nicho para nosotros —dijo Lichfield.

—¿Para todos? —dijo Calloway.

—Un camión lo hará; los mendigos no pueden ser demasiado exigentes —dijo Lichfield—. Y ahora, nosotros somos mendigos: sujetos a los caprichos de nuestros mecenas.

—Siempre podemos robar un coche —dijo Tallulah.

—No debemos robar, salvo en casos extremos —dijo Lichfield—. Constancia y yo nos adelantaremos para encontrar un conductor.

Tomó la mano de su esposa.

—Nadie es insensible a la belleza —dijo.

—¿Qué hacemos si alguien nos pregunta qué estamos haciendo aquí? —preguntó Eddie nervioso. No estaba acostumbrado a este papel; necesitaba unas palabras tranquilizadoras.

Lichfield se volvió hacia la compañía, su voz retumbó en la noche:

—¿Qué debes hacer? —dijo—. ¡Representar la vida, por supuesto! ¡Y sonreír!

En las colinas, las ciudades

Hasta la primera semana de su viaje por Yugoslavia, Mick no descubrió la clase de fanático político que había elegido como amante. Ciertamente se lo habían advertido. Una de aquellas reinas en los Baños le había dicho que Judd se encontraba a la derecha de Atila el Huno, pero aquel hombre había sido una de las anteriores aventuras de Judd, y Mick supuso que había más despecho que realidad en tal afirmación.

Si le hubiera hecho caso no estaría ahora conduciendo por aquella interminable carretera un Volkswagen, que de pronto le parecía del tamaño de un ataúd, escuchando las teorías de Judd sobre el expansionismo soviético. Jesús, era tan aburrido. No conversaba, daba conferencias, interminables conferencias. En Italia, el sermón había tratado del modo en que los comunistas habían explotado el voto de los campesinos. Ahora, en Yugoslavia, Judd se había entusiasmado con el tema, y Mick estaba a punto de pegarle con un martillo en su terca cabeza.

No se trataba de que él estuviera en desacuerdo con todo lo que Judd decía. Algunos de sus argumentos (los que Mick entendía) parecían bastante razonables. Pero, ¿qué sabía él? Era profesor de danza. Judd era periodista, un erudito profesional. Sentía, como la mayoría de los periodistas que Mick había conocido, que estaba obligado a tener una opinión sobre todo lo que se encontraba bajo el sol. Especialmente en política; era su plato preferido. Podías meter el hocico, los ojos, la cabeza y las patas en aquel charco de porquería y pasar un buen rato chapoteando. Era una inagotable materia que devorar, una basura con un poco de todo; porque todo, según Judd, era política. Las artes eran política. El sexo era política. La religión, el comercio, la jardinería, el comer, el beber, y el tirarse pedos: todo política.

Jesús, era aburrido hasta hacerte estallar la cabeza; criminalmente, agonizantemente aburrido.

Peor aún, Judd no parecía darse cuenta de hasta qué punto aburría a Mick, y si lo hacía, no le importaba. Seguía divagando mientras sus argumentos se hacían más y más pomposos, y sus frases se iban alargando cada kilómetro que avanzaba.

Judd —Mick lo había decidido— era un bastardo egoísta, y tan pronto como su luna de miel acabara, iba a dejarlo.

Hasta su viaje, aquella inacabable caravana sin motivo a través de los cementerios de la cultura centroeuropea, Judd no se dio cuenta de la poca influencia política que tenía sobre Mick. El tipo no mostraba el más mínimo interés en la economía o en la política de los países que habían visitado. Se mostraba indiferente a los detallados hechos que se escondían tras la situación italiana; y bostezaba, sí, bostezaba cuando él intentaba (sin éxito) debatir sobre la amenaza rusa a la paz mundial. Tenía que afrontar la amarga verdad: Mick era una reina; no existía otra palabra para él. De acuerdo en que quizá no era demasiado amanerado al caminar, o no llevaba joyas en exceso; pero, con todo, era una reina, feliz de revolcarse en un mundo de ensueño, repleto de frescos de principios del Renacimiento y de iconos yugoslavos. Las complejidades, contradicciones, incluso las agonías que habían hecho florecer y marchitar las culturas, le aburrían. Su mente no era más profunda que sus miradas; era un don nadie con buena presencia.

—¡Vaya luna de miel!

La carretera sur que conducía desde Belgrado a Novi Pazar se encontraba, teniendo en cuenta el nivel yugoslavo, en buen estado. Había menos baches que en la mayoría de las carreteras por las que habían viajado, y era relativamente recta. La ciudad de Novi Pazar estaba en el valle del río Raska; el sur de la ciudad se llamaba como el río. No se trataba de una zona particularmente turística. A pesar del buen estado de la carretera, era bastante inaccesible y carecía de atractivos sofisticados; pero Mick estaba empeñado en ver el monasterio de Sopocani, al oeste de la ciudad, y tras una amarga discusión había vencido.

El viaje había sido tedioso. Al otro lado de la carretera, los campos cultivados parecían secos y polvorientos. El verano había sido inusualmente caluroso, y la sequía estaba afectando a la mayoría de los pueblos. Las cosechas se habían estropeado, y el ganado había sido prematuramente sacrificado para prevenir una muerte por desnutrición. Había una mirada de derrota en las pocas caras que vieron al lado de la carretera. Incluso los niños tenían una expresión austera; las cejas tan espesas como el viciado calor que caía sobre todo el valle. Ahora, con las cartas sobre la mesa tras la discusión que habían tenido en Belgrado, viajaban en silencio la mayor parte del tiempo; pero el trazado rectilíneo de la carretera, como todas las carreteras rectas, invitaba a la discusión. Cuando la conducción era sencilla, la mente buscaba algo para mantenerse entretenida. ¿Y qué mejor que una pelea?

—¿Por qué demonios quieres ver ese maldito monasterio? —preguntó Judd.

Era una invitación inconfundible.

—Hemos recorrido todo ese camino… —Mick intentó conservar un tono tranquilo. No estaba de humor para mantener una discusión.

—Más jodidas Vírgenes, ¿verdad?

Manteniendo la voz tan imperturbable como pudo, Mick cogió la guía y leyó en alta voz:

—…allí se puede ver y disfrutar de algunas de las más grandes obras de la pintura servia, incluida la que muchos críticos consideran la obra maestra de la escuela
Raska: El sueño de la Virgen
.

Se hizo un silencio. Habló Judd:

—Estoy hasta aquí de iglesias.

—Es una obra maestra.

—Todas son obras maestras, según ese maldito libro.

Mick sintió que perdía el control.

—Dos horas y media como máximo…

—Te lo dije, no quiero ver otra iglesia; el olor de esos sitios me pone enfermo. Incienso pasado, sudor rancio, y mentiras…

—Es un pequeño rodeo; después podemos volver a la carretera y así me podrás dar otra conferencia sobre los subsidios de las granjas en Sandzak.

—Simplemente, intento mantener una conversación decente, en vez de seguir con esas tonterías acerca de las jodidas obras maestras servias.

—¡Para el coche!

—¿Qué?

—¡Que pares el coche!

Judd aparcó el Volkswagen a un lado de la carretera. Mick salió.

Hacía calor pero había una ligera brisa. Respiró profundamente, y avanzó hasta el centro del asfalto. Se encontraba vacía de coches y peatones en ambas direcciones. Vacía en cada dirección. Las colinas resplandecían en el calor entre los campos. Había amapolas salvajes en la cuneta. Mick cruzó la carretera, se puso en cuclillas y cogió una.

Detrás de él oyó el portazo del Volkswagen.

—¿Para qué hemos parado? —dijo Judd. Su voz estaba nerviosa, buscando aún discusión, suplicándola.

Mick permaneció de pie, jugando con la amapola.

Estaba a punto de germinar, aunque la estación estaba bien entrada. Los pétalos se desprendieron del receptáculo nada más tocarlos, pequeñas manchas rojas cayeron balanceándose sobre el gris alquitranado.

—Te he hecho una pregunta —dijo Judd de nuevo.

Mick se dio la vuelta. Judd estaba de pie en el lado más lejano del coche, sus cejas se fruncían dibujando una arruga de cólera incipiente. Pero estaba atractivo; oh, sí; una cara que hacía llorar de frustración a las mujeres cuando se enteraban de que era gay. Tenía un espeso bigote negro (perfectamente arreglado), y unos ojos que podías mirar eternamente y nunca ver en ellos la misma luz dos veces seguidas. ¿Por qué, en nombre de Dios, pensó Mick, un hombre tan guapo tenía que ser una pequeña mierda tan insensible?

Judd le devolvió una mirada desdeñosa, observando cómo aquel bonito muchacho hacía pucheros al otro lado de la carretera. Ver aquella escena que Mick estaba interpretando para él le hacía vomitar. Podía haber sido plausible en una virgen de dieciséis años. En un hombre de veinticinco, carecía de credibilidad.

Mick dejó caer la flor y se sacó la camiseta de los pantalones vaqueros. Un terso estómago primero y un esbelto y plano pecho después quedaron al descubierto mientras se quitaba la prenda. Tras sacar la cabeza, tenía el pelo despeinado y su boca dibujaba una amplia sonrisa. Judd miró el torso. Estaba bien proporcionado, sin demasiada musculatura. Una cicatriz de apendicitis se asomaba bajo sus gastados vaqueros. Una pequeña cadena de oro, brillante bajo el reflejo del sol, colgaba en el hueco de su garganta. Sin quererlo, devolvió la sonrisa a Mick, y una especie de paz se hizo entre ellos.

Mick estaba desabrochándose el cinturón.

—¿Quieres follar? —dijo sin perder la sonrisa.

—Es inútil —respondió, sin contestar a la pregunta.

—¿A qué te refieres?

—No somos compatibles.

—¿Quieres apostar?

Se había bajado la cremallera; se dirigió hacia el trigal que bordeaba la carretera.

Judd observó cómo Mick se envolvía en aquel mar oscilante. Su espalda, del mismo color que el grano, casi se confundía con él. Retozar al aire libre era un juego peligroso; esto no era San Francisco, ni siquiera Hampstead Heath. Judd miró nervioso la carretera. Aún seguía desierta en ambas direcciones. Y Mick se daba la vuelta, hundido en aquel campo, se volvía, sonreía y saludaba como un nadador flotando entre un dorado oleaje. Qué demonios… allí no había nadie que pudiera verlos, nadie que pudiera saberlo. Tan sólo las colinas, liquidas bajo aquella agobiante calina, con sus arboladas laderas inclinadas sobre la tierra; y un perro perdido, sentado al borde de la carretera, esperando algún perdido amo.

Judd siguió la senda de Mick a través del trigal, desabrochando su camisa mientras andaba. Un ratón de campo pasó ante él escabulléndose entre los tallos, mientras el gigante avanzaba por su camino, sintiendo sus pisadas como estruendos. Judd se dio cuenta de su pánico y sonrió. No quería hacerle daño, pero ¿cómo iba él a saberlo? Era posible que acabara con cientos de vidas, ratones, escarabajos, gusanos, antes de llegar al lugar donde Mick estaba tendido, desnudo con la polla tiesa, sobre una cama de grano pisoteado; aún sonriente.

Fue una relación satisfactoria la que tuvieron, buena, fuerte, igual de placentera para ambos; había una precisión en su pasión, sintiendo el momento en que el placer, que llegaba sin esfuerzo alguno, se hacía apremiante; cuando el deseo se convertía en necesidad. Se hicieron uno, miembro con miembro, lengua con lengua, entrelazados en un nudo que sólo el orgasmo podía desatar. Sus espaldas se abrasaban, y se arañaban alternativamente mientras rodaban intercambiando jadeos y besos. En el momento culminante de la situación, mientras se corrían juntos, oyeron el
fut-fut-fut
de un tractor que pasaba de largo; pero no se preocuparon en absoluto.

Volvieron al Volkswagen con el cuerpo cubierto de trigo, en el pelo y las orejas, en los calcetines, y entre los dedos de los pies. Sus amplias sonrisas se habían convertido en una leve expresión de felicidad. La tregua, si no permanente, al menos duraría unas cuantas horas.

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