Read Libros de Sangre Vol. 1 Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 1 (10 page)

Mientras tanto, la vida de Jack siguió su curso. Parecía vivir al margen de su experiencia, vivir su vida como un autor podría escribir una historia extravagante sin involucrarse nunca demasiado en el argumento. Sin embargo, mostró su entusiasmo de varias formas significativas por las vacaciones venideras. Limpió inmaculadamente las habitaciones de sus hijas. Hizo sus camas con sábanas perfumadas. Lavó todas las manchas de sangre de gato de la alfombra. Hasta preparó un árbol de Navidad en el salón, con bolas iridiscentes, oropeles y regalos colgando de él.

De vez en cuando, mientras hacía los preparativos, Jack pensó en el juego al que jugaba y calculó tranquilamente los elementos que tenía en contra. En los próximos días no sólo su sufrimiento, sino también el de sus hijas, tendrían que decidir la posible victoria. Y siempre, cuando hacía esos cálculos, la posibilidad de una victoria parecía pesar más que los riesgos.

Así que siguió escribiendo su vida y esperó.

Llegó la nieve, en suaves golpecitos contra la ventana, contra la puerta. Llegaron niños cantando villancicos y fue generoso con ellos. Fue posible, durante unos pocos días, creer que la paz reinaba sobre la tierra.

Avanzada la tarde del veintitrés de diciembre llegaron las hijas con un revuelo de chismes y besos. La más joven, Amanda, llegó la primera. Desde el lugar privilegiado que ocupaba en el rellano, el geniecillo miró siniestramente a la joven. No parecía el material ideal en quien provocar una crisis. De hecho parecía peligrosa. Gina llegó una o dos horas más tarde; era una mujer de rasgos delicados, mundana, de unos veinticuatro años; parecía tan intimidatoria en todo como su hermana. Ambas trajeron a la casa su animación y sus risas; volvieron a disponer los muebles; metieron las sobras de comida en el congelador, se dijeron cada una (y a su padre) lo mucho que habían echado a faltar su mutua compañía. En unas pocas horas la casa gris se volvió a pintar de luz, alegría y amor.

Eso enfermó al geniecillo.

Gimoteando, se escondió en la habitación para no oír la efusión del cariño, pero sus ondas expansivas lo envolvieron. Todo lo que pudo hacer fue sentarse, escuchar y perfeccionar su venganza.

Jack estaba contento de tener a sus bellezas en casa. Amanda, tan llena de opiniones y tan fuerte como su madre. Gina, más parecida a la madre
de él
: equilibrada y sensible. Se sentía tan feliz con su presencia que se podría haber echado a llorar; y ahí estaba él, el padre orgulloso, exponiendo a ambas a tantos riesgos. Pero ¿qué alternativa le quedaba? Habría resultado muy sospechoso que suprimiera los festejos de Navidad. Podría incluso haber echado por tierra toda su estrategia, haciendo sospechar al enemigo qué trampa le tendía.

No, debía mantenerse en sus trece. Hacerse el mudo como el enemigo había acabado por esperar de él.

Ya llegaría el momento de actuar.

A las tres y cuarto de la madrugada del día de Navidad, el geniecillo inició las hostilidades tirando a Amanda de la cama. Una actuación ínfima en el mejor de los casos, pero que tuvo el efecto deseado. Adormecida, se frotó la magullada cabeza y se subió otra vez a la cama, sólo para que ésta se corcoveara, agitara y la derribara otra vez, como un potro indomado.

El ruido despertó al resto de la casa. Gina fue la primera en llegar al cuarto de su hermana.

—¿Qué pasa?

—Hay alguien debajo de mi cama.

—¿Qué?

Gina cogió un pisapapeles del tocador y le gritó al asaltante que saliera. El geniecillo, invisible, estaba sentado en el asiento junto a la ventana y hacía gestos obscenos a las mujeres, retorciéndose los genitales.

Gina se asomó debajo de la cama. El demonio estaba agarrado ahora a la lámpara, haciéndola oscilar adelante y atrás, para que la habitación diera vueltas.

—Aquí no hay nada.

—Sí.

Amanda lo sabía. Claro que lo sabía.

—Hay algo ahí, Gina —dijo—. Hay algo en la habitación, con nosotras, estoy segura.

—No. —Gina fue tajante—. Está vacía.

Amanda estaba buscando detrás del ropero cuando entró Polo.

—¿Qué es todo este jaleo?

—Hay alguien en casa, papá. Me tiraron de la cama.

Jack miró las sábanas arrugadas, el colchón fuera de su sitio, y luego a Amanda. Ésta era la primera prueba: tenía que mentir con toda la naturalidad de que fuera capaz.

—Parece que has tenido pesadillas, guapa —dijo, afectando una sonrisa inocente.

—Había algo debajo de la cama —insistió Amanda.

—Aquí no hay nadie ahora.

—Pero yo lo noté.

—Bueno, inspeccionaré el resto de la casa —propuso, sin entusiasmo por la tarea—. Vosotras dos quedáos aquí, por si acaso.

En cuanto Polo salió de la habitación, el geniecillo agitó un poco más la luz.

—¡Esto se hunde! —dijo Gina.

Hacia frío en el piso de abajo, y Polo se habría abstenido de andar de puntillas y descalzo sobre las baldosas de la cocina, pero estaba relativamente satisfecho de que la guerra hubiera empezado de una manera tan inocente. Temía que el enemigo se volviera salvaje con víctimas tan tiernas a mano. Pero no: había juzgado el espíritu de esa criatura con bastante precisión. Era de las órdenes menores. Poderoso pero lento. Se le podía sacar de sus casillas. «Procede cuidadosamente», se dijo, «procede cuidadosamente.»

Se paseó por toda la casa, abriendo pacientemente aparadores y mirando detrás de los muebles; luego volvió con sus hijas, que estaban sentadas arriba de las escaleras. Amanda parecía pequeña y pálida, no la mujer de veintidós años que era, sino de nuevo una niña.

—No pasa nada —les dijo con una sonrisa—. Es la mañana de Navidad y en toda la casa…

Gina acabó la estrofa.

—Nada se mueve; ni siquiera un ratón.

—Ni siquiera un ratón, cariño.

En ese momento el geniecillo hizo que su cola tirara un jarrón de la repisa del salón.

Incluso Jack se sobresaltó.

—Mierda —dijo. Necesitaba dormir, pero estaba claro que el demonio no tenía intención de dejarlos en paz justamente ahora.

—Che serà, serà
—murmuró, recogiendo los pedazos del jarrón chino y envolviéndolos en un trozo de periódico—. Por cierto, que la casa se hunde un poco del lado izquierdo —dijo elevando la voz—. Lo ha hecho durante años.

—Un hundimiento —dijo Amanda con una serena tranquilidad— no me tiraría de la cama.

Gina no dijo nada. Las opciones eran limitadas. Las alternativas poco atrayentes.

—Bueno, a lo mejor fue Santa Claus —dijo Polo, ensayando la frivolidad. Empaquetó los pedazos del jarrón y se dirigió a la cocina, seguro de que lo seguían a cada paso—. ¿Qué otra cosa puede ser? —Hizo la pregunta por encima del hombro al tirar el periódico a la basura—. La única explicación que resta… —y por poco se regocija al rozar tan de cerca la verdad—, la única explicación que resta es demasiado absurda para expresarla.

Fue una ironía exquisita negar la existencia del mundo invisible con el conocimiento pleno de que ahora mismo estaba resoplando vengativamente detrás de su cuello.

—¿Quieres decir duendes? —dijo Gina.

—Me refiero a cualquier cosa que dé trastazos de noche. Pero somos gente mayorcita, ¿verdad? No creemos en el coco.

—No —dijo Gina categóricamente—, yo no, pero tampoco creo que la casa se esté hundiendo.

—Bueno, tendremos que aceptarlo de momento —dijo Jack con una determinación negligente—. La Navidad empieza ahora. Y no vamos a estropearla hablando de duendes, ¿verdad?

Se rieron juntos.

Duendes. Ese fue un duro golpe. Llamar duende a un enviado del infierno.

El geniecillo, debilitado por la frustración, con lágrimas ácidas que hervían en sus mejillas intangibles, hizo rechinar sus dientes y se calló.

Aún quedaba tiempo para borrar esa sonrisa atea de la cara suave y gorda de Jack. Tiempo de sobras. Ningún paño caliente de ahora en adelante. Ninguna sutileza. Sería un ataque a fondo.

Que haya sangre. Que haya sufrimiento.

Todos se desmoronarían.

Amanda estaba en la cocina, preparando la cena de Navidad, cuando el geniecillo lanzó su siguiente ataque. Por la casa resonaban las voces del coro del King’s College: «Oh, pequeña ciudad de Belén, qué tranquila te vemos yacer…».

Se habían abierto los regalos, se estaban bebiendo los
gin-tonics
, la casa era un cálido abrazo desde el tejado hasta el sótano.

En la cocina se coló una súbita ráfaga fría entre el calor y el vapor, haciendo estremecerse a Amanda; alcanzó la ventana, abierta de par en par para ventilar el aire, y la cerró. No fuera a resfriarse.

El geniecillo observó su espalda mientras ella se ocupaba de la cocina, disfrutando de la vida doméstica durante un día. Amanda notó con toda claridad que la miraban. Se dio la vuelta. Nadie, nada. Siguió lavando las coles de Bruselas y cortó una con un gusano acurrucado en medio. Lo ahogó.

El coro seguía cantando.

En el salón, Jack que estaba con Gina, se reía de algo.

Luego hubo un ruido. Un traqueteo al principio, seguido del golpear del puño de alguien contra una puerta. Amanda dejó caer el cuchillo en la pila de las coles y se dio la vuelta ante el fregadero siguiendo el ruido. Éste se hacia cada vez más fuerte. Como si algo encerrado en uno de los armarios intentara desesperadamente escapar. Un gato encerrado en una jaula o un…

Pájaro.

Procedía del horno.

A Amanda se le encogió el estómago y empezó a imaginar lo peor. ¿Habría encerrado algo en el horno al meter el pavo? Llamó a su padre mientras cogía el paño de cocina y avanzaba hacia el horno, que se agitaba con el pánico de su prisionero. Tuvo visiones de un gato apaleado saltándole encima, con el pelo achicharrado y la carne medio cocida.

Jack estaba en la puerta de la cocina.

—Hay algo en el horno —le dijo, como si hiciera falta que se lo dijeran. El horno estaba frenético; su sobresaltado contenido casi había echado la puerta abajo.

Le quitó el paño de cocina. «Éste es un truco nuevo», pensó. «Eres mejor de lo que creía. Esto es astuto. Es original.»

Gina ya estaba en la cocina.

—¿Qué se está cociendo? —preguntó irónicamente.

Pero el chiste se echó a perder cuando la cocina empezó a bailar y las cacerolas con agua hirviendo se cayeron bruscamente de los quemadores al suelo. El agua abrasó la pierna de Jack. Éste gritó y retrocedió tropezándose con Gina, antes de abalanzarse contra la cocina con un chillido que no habría asustado a un samurai.

El mango del horno estaba resbaladizo por el calor y la grasa, pero lo agarró y abrió la puerta.

Del interior salió una ola de vapor y de calor abrasadora; olía a carne de pavo suculenta. Pero el pájaro que estaba dentro no tenía aparentemente ninguna intención de que se lo comieran. Se arrojaba de lado a lado de la bandeja del asador, lanzando gotas de salsa en todas direcciones. Sus alas marrones y churruscadas se agitaban lamentablemente, sus patas repiqueteaban contra el techo del horno.

Entonces pareció advertir que la puerta estaba abierta. Las alas se estiraron a cada lado de su cuerpo asado, y medio saltó medio cayó en la puerta del horno, en una parodia de su personalidad viva. Descabezado, rezumando condimentos y cebollas, dio aletazos por doquier como si nadie le hubiera informado a ese condenado bicho de que estaba muerto; la manteca aún hervía en su lomo cubierto de bacon.

Amanda chilló.

Jack se abalanzó sobre la puerta mientras el pájaro daba bandazos por el aire, ciego pero vengativo. Nunca se descubrió qué pretendía hacer una vez que alcanzara a sus tres acobardadas víctimas. Gina arrastró a Amanda al pasillo, seguidas ambas de cerca por su padre, y cerraron la puerta de un portazo justo cuando el pájaro se lanzaba contra el revestimiento, golpeando contra él con todas sus fuerzas. Corrió salsa por la ranura de debajo de la puerta, oscura y grasienta.

Ésta no tenía cerradura, pero Jack pensó que el pájaro no sería capaz de hacer girar el pomo. Al retirarse sin aliento, maldijo su confianza. La oposición tenía más trucos en reserva de lo que se había imaginado.

Amanda estaba apoyada contra la pared, sollozando, con la cara manchada de salpicaduras de grasa de pavo. Sólo parecía capaz de negar lo que había visto, agitando la cabeza y repitiendo la palabra «no» como un talismán contra ese horror ridículo que todavía se abalanzaba contra la puerta. Jack la acompañó hasta el salón. La radio aún emitía villancicos que cubrían el estrépito del pájaro, pero sus promesas de buena voluntad eran un mediocre consuelo.

Gina sirvió un coñac fuerte a su hermana y se sentó detrás de ella en el sofá dándole, solícita, ánimos y palabras tranquilizadoras. Hicieron poca mella en Amanda.

—¿Qué
fue
eso? —preguntó Gina a su padre en un tono que exigía réplica.

—No lo sé —contestó Jack.

—¿Histeria colectiva? —El disgusto de Gina era evidente. Su padre tenía un secreto: sabía qué ocurría en la casa pero, por alguna razón, se negaba a revelarlo.

—¿A quién llamo: a la policía o a un exorcista?

—A ninguno de los dos.

—Por el amor de Dios…

—No pasa
nada
, Gina, de verdad.

Junto a la ventana, su padre se dio la vuelta y la miró. Sus ojos dijeron lo que su boca no quería decir: que eso era la guerra.

Jack estaba asustado.

La casa se había convertido en una prisión. De repente el juego era mortal. El enemigo, en lugar de jugar a juegos inofensivos, quería hacerles daño, daño de verdad, a todos ellos.

En la cocina, el pavo había admitido por fin su derrota. Los villancicos de la radio habían dado paso a un sermón sobre las bendiciones de Dios.

Lo que había sido dulce era agrio y peligroso. Miró a través de la habitación a Amanda y a Gina. Cada una por sus razones, estaban temblando. Polo quiso hablarles, explicarles lo que estaba ocurriendo. Pero la cosa debía estar ahí, lo sabía, refocilándose.

Estaba equivocado. El geniecillo se había retirado al ático, satisfecho con sus esfuerzos. El del pájaro, le parecía, había sido un golpe genial. Ahora podía descansar un rato: recuperarse. Dejar que poco a poco los nervios del enemigo flaquearan. Entonces, en el momento apropiado, asestaría el
coup de grâce
.

Pensó distraídamente si alguno de los inspectores habría observado su obra con el pavo. A lo mejor estaban lo bastante impresionados por su originalidad como para mejorar sus perspectivas de trabajo. Seguro que no había pasado todos esos años de entrenamiento para perseguir a imbéciles medio lerdos como Polo. Debía haber algo más estimulante que eso. Sentía la victoria, y era una sensación agradable.

Other books

Moise and the World of Reason by Tennessee Williams
The YIELDING by Tamara Leigh
All for the Heiress by Cassidy Cayman
Live Girls by Ray Garton
With This Kiss by Victoria Lynne
About the Night by Anat Talshir
The Speed of Light by Cercas, Javier