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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 1 (12 page)

El demonio lo alcanzó en la verja. Se podía ver claramente su aliento en el aire, aunque el cuerpo del que procedía aún no se había vuelto visible.

Jack intentó abrir la verja, pero el geniecillo la cerró de un portazo.

—Che serà, serà
—dijo Jack.

El demonio no lo pudo soportar más. Cogió, lleno de ira, la cabeza de Jack con sus manos con la intención de reducir el frágil hueso a cenizas.

Tocarlo fue su segundo pecado; y lo hizo sufrir más de lo admisible. Aulló como un hada y se apartó tambaleando de su presa, resbalando en la nieve y cayendo de espaldas.

Conocía su error. Las lecciones que le habían inculcado a golpes se le presentaron vertiginosamente ante su imaginación. También sabía cuál era el castigo por abandonar la casa y tocar al hombre. Estaba sujeto a un nuevo amo, esclavizado a esa víctima idiota que tenía encima.

Polo había vencido.

Se reía observando la manera en que se formaba la figura del demonio sobre la nieve del sendero. Como una fotografía que se revelara en una hoja de papel, la imagen de la furia se hizo nítida. La ley se estaba cobrando sus derechos. El geniecillo nunca podría volver a esconderse de su amo. Ahí estaba, visible a los ojos de Polo, en toda su gloria desencantada. Piel castaña y ojo brillante sin párpado, brazos fláccidos, removiendo la nieve con su cola y derritiéndola a la vez.

—¡Bastardo! —dijo. Su voz tenía un deje australiano.

—No hablarás hasta que se te dirija la palabra —dijo Polo, con una autoridad tranquila pero absoluta—. ¿Comprendido?

El ojo sin párpado lo miró, lleno de humildad.

—Sí —dijo el geniecillo.

—Sí, señor Polo.

—Sí, señor Polo.

La cola se le hundió entre las piernas, como a un perro acobardado.

—Puedes levantarte.

—Gracias, señor Polo.

Se levantó. No era agradable de ver, pero Jack disfrutó a pesar de todo.

—Acabarán con usted, sin embargo.

—¿Quiénes?

—Ya lo sabe —dijo, dubitativo.

—Nómbralos.

—Belcebú —contestó, orgulloso de nombrar a su antiguo amo—. Los poderes. El propio infierno.

—No creo —musitó Polo—. No contigo sometido a mí como prueba de mis habilidades. ¿No soy el mejor de todos?

La mirada de la criatura parecía hosca.

—¿No lo soy?

—Sí —concedió amargamente—. Sí, usted es el mejor de todos.

Había empezado a temblar.

—¿Tienes frío? —preguntó Polo.

Asintió, imitando el aspecto de un niño perdido.

—Entonces necesitas ejercicio —dijo—. Mejor que vuelvas a casa y empieces a arreglarlo todo.

La furia pareció perpleja, hasta desengañada, por esa orden.

—¿Nada más? —preguntó, incrédula—. ¿Ningún milagro? ¿Ni Helena de Troya ni vuelos?

La idea de volar en una tarde tan nevada como ésa dejó frío a Polo. Era ante todo un hombre de gustos sencillos: todo lo que le pedía a la vida era el amor de sus hijas, una casa agradable y un buen precio comercial para los pepinillos.

—Nada de vuelos —dijo.

Al dirigirse cabizbajo por el sendero hacia la casa, pareció idear una nueva maldad. Se volvió hacia Polo, obsequioso pero inconfundiblemente pagado de sí mismo.

—¿Podría decir algo? —preguntó.

—Habla.

—Es justo que le informe de que se considera impío tener contactos con tipos como yo. Incluso herético.

—¿Es eso cierto?

—Sí —dijo el geniecillo, animándose por su profecía—. Se ha quemado a gente por menos.

—No en los tiempos que corren —replicó Polo.

—Pero el serafín lo verá —dijo—. Y eso significa que nunca irá a ese lugar.

—¿Qué lugar?

El demonio buscó la palabra especial que había oído usar a Belcebú.

—El cielo —dijo, triunfante. Había aparecido una fea sonrisa en su cara; ésta era la maniobra más astuta a la que había recurrido jamás; era teología malabar.

Jack asintió despacio, poniéndose el índice en el labio inferior.

Lo que decía la criatura era probablemente cierto: la asociación con él o con tipos como él no la verían con buenos ojos las huestes de santos y ángeles. Probablemente le fuera vedado el acceso a las praderas del paraíso.

—Bueno —dijo—, ya sabes lo que tengo que responder a eso, ¿no es verdad?

El geniecillo se quedó mirándolo frunciendo el entrecejo. No, no lo sabía. Entonces desapareció su sonrisa de satisfacción al ver lo que quería decir Polo.

—¿Qué digo? —le preguntó Polo.

Derrotado, murmuró la frase.


Che serà, serà
.

Polo sonrió.

—Todavía te queda una oportunidad —dijo, y lo llevó camino del umbral, cerrando la puerta con algo muy parecido a la serenidad en su rostro.

El blues de la sangre de cerdo

Se podía oler a los niños antes de verlos, su joven sudor se había vuelto rancio en aquellos pasillos de ventanas enrejadas, su aliento amargo, sus cabezas mustias. Más tarde, se oían sus voces, unas voces moldeadas por la rigidez de su encierro.

No corras. No grites. No silbes. No pelees.

Lo llamaban Centro de Rehabilitación para Delincuentes Juveniles, aunque, en realidad, era una maldita prisión. Todo cerraduras, llaves y guardianes. Los pocos gestos de liberalidad que existían en el centro no conseguían ocultar la cruda realidad; Tetherdowne era una auténtica prisión, con un nombre más suave quizá, y los internos lo sabían.

No es que Redman tuviera depositada ninguna ilusión en aquellos que iban a ser sus alumnos. Eran duros, y si estaban encerrados era por alguna razón. La mayoría de ellos intentarían robarte apenas te hubieran puesto la vista encima; te mutilarían, si les apeteciera, sin pestañear. Había estado demasiado tiempo en el Cuerpo para creer en aquellos argumentos sociológicos. Conocía a las víctimas, y conocía a los chicos. No se trataba de deficientes mentales incomprendidos, eran perspicaces, agudos y amorales; tanto como las cuchillas que solían esconder bajo sus lenguas. No tenían necesidad alguna de sentimientos, tan sólo querían salir de allí.

—Bienvenido a Tetherdowne.

El nombre de la mujer era Leverton, o Leverfall, o…

—Soy la doctora Leverthal.

Leverthal, sí. La perra que había conocido en…

—Nos conocimos en la entrevista.

—Sí.

—Es un placer verle, señor Redman.

—Neil; por favor, llámeme Neil.

—Intentamos no tuteamos en presencia de los chicos para que no tomen demasiada confianza. Por eso preferiría que el uso del nombre quedara exclusivamente reducido a las horas de asueto.

Ella no dijo el suyo. Probablemente sería algo hermético, Yvonne. Lydia. Ya se le ocurriría algo apropiado. Aparentaba unos cincuenta, aunque probablemente sería diez años más joven. No llevaba ningún maquillaje, el pelo recogido tan rígidamente que parecía que los ojos iban a salírsele de las órbitas.

—Empezará las clases pasado mañana. El director me pidió que le diera la bienvenida al Centro de su parte, y pide disculpas por no poder estar presente él mismo. Existen problemas económicos.

—¿No los hay siempre?

—Lamentablemente, sí. Me temo que nadamos contra corriente. La política social del país se encuentra más bien orientada hacia el estricto cumplimiento del orden y la justicia.

¿Era ésa una bonita forma de expresarlo? ¿Sacar a golpes la mierda que los niños habían cogido golfeando en las calles? Sí, él había seguido ese sistema en su tiempo, y era un asqueroso callejón sin salida; tan malo como ser sentimental.

—El hecho es que podemos perder Tetherdowne —dijo—, lo cual sería una vergüenza. Ya sé que no parece demasiado…

—…pero es nuestra casa —rió él. El chiste no tuvo ningún efecto. Ella ni siquiera pareció oírlo.

—Usted —su tono se endureció—, usted tiene un sólido (¿o dijo manchado?)
[1]
historial en el cuerpo de policía. Tenemos esperanzas de que su nombramiento sea bien recibido por las autoridades.

Así que era eso. Traían a un ex policía ejemplar para tranquilizar a las autoridades y demostrar buena voluntad en el Departamento de Disciplina. Realmente no le querían allí. Lo que realmente ellos deseaban era un sociólogo que redactara algunos de aquellos informes sobre el efecto del sistema de las clases en la brutalidad de los adolescentes. Estaba intentando decirle tranquilamente que él era tan sólo un extraño.

—Le conté por qué dejé la policía.

—Lo mencionó; invalidez.

—Nunca aceptaría un trabajo de oficina, así de sencillo; y ellos no me permiten desempeñar el trabajo que realmente sé hacer. Es peligroso para mí, según dicen.

Ella pareció turbarse un poco con su explicación. Ella, una psicóloga; ella, que debería estar ansiosa de escuchar todo aquel material, era su alma lo que estaba desnudando allí, por el amor de Dios.

—Así que me dieron la patada después de veinticuatro años. —Dudó y dijo—: No soy un policía ejemplar; no soy policía de ninguna clase. El cuerpo y yo hemos acabado. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Bien, bien.

Ella no había entendido una sola palabra. Redman intentó otra aproximación.

—Me gustaría saber qué les ha contado a los chicos.

—¿Contado?

—De mí.

—Bueno, algo sobre su pasado.

—Ya veo. Se les ha avisado. Ya llegan los cerdos.

—Parecía importante.

Gruñó.

—Comprenda usted, hay tantos de estos muchachos que tienen problemas de agresividad, que eso les crea muchos traumas. No pueden controlarse y, consecuentemente, sufren.

Redman no replicó nada, pero ella lo miró severamente, como si lo hubiera hecho.

—¡Oh, sí!, sufren. Para eso estamos nosotros aquí, para enseñarles que hay alternativas.

La doctora Leverthal se acercó a la ventana. Desde el segundo piso había una estupenda vista de los alrededores. Tetherdowne debía haber sido algún tipo de hacienda, por lo que había una respetable cantidad de tierras adyacentes al edificio principal. Un campo de juego, poblado de hierba mustia debido a la sequía veraniega. Más allá se encontraban las letrinas, delante de algunos árboles mustios, arbustos, y un yermo hasta llegar al muro. Había visto el muro desde el otro lado. Alcatraz se sentiría orgullosa de él.

—Intentamos darles un poco de libertad, algo de educación, y un poco de simpatía. Existe la opinión general de que los delincuentes disfrutan con sus actividades criminales, pero mi experiencia no indica eso en absoluto. Los chicos llegan aquí sintiéndose culpables, destrozados…

Una de aquellas víctimas destrozadas dibujó una «v» en la espalda de Leverthal mientras avanzaba por el corredor. Tenía el pelo alisado y arreglado, y la raya hecha por tres sitios. Un par de tatuajes caseros, sin terminar, aparecían en su antebrazo.

—No obstante, han cometido actos criminales —señaló Redman.

—Sí, pero…

—Y probablemente hay que recordárselo.

—Creo que no necesitan que nadie se lo recuerde, señor Redman A ellos les quema su propia culpabilidad.

Insistía en lo de la culpabilidad, cosa que no le sorprendió. Estos analíticos se sentían en el púlpito. Estaban allá arriba, donde solían estar los predicadores, lanzando a la gente sus amenazantes sermones sobre fuegos eternos pero con un vocabulario menos colorido. La misma historia, con promesas de salvación, si se cumplían los mandamientos. Y además, los justos heredarían el reino de los cielos.

Abajo, en el campo de juegos, se estaba celebrando una cacería. Caza y captura. Una de aquellas víctimas estaba pisoteando a otra más pequeña; era todo una demostración de crueldad.

Leverthal se dio cuenta de lo que estaba sucediendo al mismo tiempo que Redman.

—Discúlpeme. Debo…

Comenzó a bajar la escalera.

—Su aula de trabajo se encuentra en la tercera puerta a la izquierda, por si desea echarle una ojeada. Estaré de vuelta dentro de un momento —dijo por encima del hombro.

Seguro que sí. A juzgar por la forma en que la escena se estaba desarrollando sobre el campo de juegos, iban a necesitar una palanca de tres apoyos para lograr separarlos.

Redman se dirigió a su aula de trabajo. La puerta estaba cerrada, pero a través del cristal enrejado pudo ver los bancos, los alicates, las herramientas. No estaba mal. Podría enseñarles cómo trabajar la madera, si le dejaban suficiente independencia para hacerlo.

Al no poder entrar, se sintió un poco frustrado. Volvió al corredor, y bajó la escalera; encontró sin dificultad el camino hacia el soleado campo de juegos. Un pequeño grupo de espectadores se había reunido entorno a la pelea —o a la masacre—, que ya había cesado. Leverthal permanecía de pie, mirando al muchacho que se hallaba tendido en el suelo. Uno de los guardianes estaba arrodillado junto a su cabeza; las heridas no tenían buen aspecto.

Algunos de los chicos levantaron la vista y se quedaron observando al extraño, mientras Redman se aproximaba. Hubo algunos murmullos y sonrisas entre ellos.

Redman miró al herido. Tendría unos dieciséis años. Se encontraba con la cara sobre el suelo, escuchando las entrañas de la tierra.

—Lacey —le dijo Leverthal, refiriéndose al muchacho.

—¿Alguna herida seria?

El hombre que se encontraba arrodillado al lado de Lacey negó con la cabeza.

—Nada grave. Una pequeña caída. No hay nada roto.

La cara estaba manchada de sangre, que le manaba de la nariz. Tenía los ojos cerrados. Pacíficamente. Parecía estar muerto.

—¿Dónde está el cabrón del camillero? —dijo el guardián. Parecía encontrarse incómodo sobre la hierba seca del campo.

—Ya viene, señor —dijo alguien. Redman pensó que era el agresor. Un muchacho delgado de unos diecinueve años, con unos ojos que podían cortar la leche a diez metros de distancia.

Mientras tanto, un grupo de niños salía del edificio principal llevando una camilla y una sábana roja. Sonreían burlonamente entre ellos.

El grupo de espectadores había comenzado a dispersarse, ahora que lo mejor había acabado. No había diversión en recoger los trozos rotos.

—Esperen, esperen —dijo Redman—. ¿No necesitamos algún testigo? ¿Quién ha hecho esto?

Algunos se encogieron de hombros, la mayoría se hicieron los sordos. Se marcharon como si nadie hubiera dicho nada.

Redman dijo:

—Lo hemos visto. Desde la ventana.

Leverthal permaneció inmóvil, muda.

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