La persecución de Polo seguramente se precipitaría. Sus hijas lo convencerían (si es que aún no lo estaba) de que había algo terrible en marcha. Se rajaría. Se tambalearía. A lo mejor se volvía loco a la manera clásica: mesándose los cabellos, rasgándose las vestiduras, untándose con sus propios excrementos.
Sí, la victoria se acercaba. ¿Y no tendrían sus amos atenciones con él? ¿No lo recompensarían con alabanzas y poder?
Sólo era necesaria una nueva manifestación. Una intervención final inspirada y Polo no sería más que una masa gimoteante.
Cansado pero confiado, el geniecillo bajó al salón.
Amanda estaba tumbada cuan larga era sobre el sofá, dormida. Obviamente, estaba soñando con el pavo. Sus ojos se movían bajo los finos párpados, el labio inferior le temblaba. Gina se había sentado detrás de la radio, que ahora estaba apagada. Tenía un libro abierto en el regazo, pero no lo estaba leyendo.
El importador de pepinillos no estaba en la habitación. ¿No era ésa de la escalera su huella? Sí, la estaba subiendo para aliviar su intestino lleno de coñac.
Una sincronización perfecta.
El geniecillo cruzó la habitación. Mientras dormía, Amanda soñó que algo oscuro revoloteaba delante de su vista, algo maligno, algo que le sabía amargo en la boca.
Gina levantó la mirada del libro.
Las bolas plateadas del árbol se mecían suavemente. No sólo las bolas: el oropel y las ramas también.
De hecho, todo el árbol. Todo el árbol se agitaba como si alguien se hubiera apoderado de él.
A Gina le dio muy mala espina. Se levantó. El libro se cayó al suelo.
El árbol empezó a girar.
—Cristo —dijo—. Jesucristo.
Amanda seguía durmiendo.
El árbol ganaba velocidad.
Gina anduvo todo lo silenciosamente que pudo en dirección al sofá y trató de despertar a su hermana agitándola. Amanda, encerrada en sus sueños, se resistió un momento.
—Padre —dijo Gina. Su voz era fuerte y llegó hasta el vestíbulo. También despertó a Amanda.
Polo oyó un ruido como de perro quejándose en el piso de abajo. No, como dos perros quejándose. Al bajar corriendo las escaleras, el dúo se convirtió en trío. Irrumpió en el salón esperando encontrar a todas las huestes infernales con cabeza de perro bailando sobre sus bellezas.
Pero no. Era el árbol de Navidad el que gemía, gemía como una jauría de perros, y giraba y giraba.
Las bombillas habían saltado hacía mucho de sus casquillos. El aire apestaba a plástico chamuscado y a savia de pino. El propio árbol giraba como una peonza, repartiendo los regalos y adornos de sus atormentadas ramas con la generosidad de un rey loco.
Jack apartó la vista del espectáculo del árbol y encontró a Gina y Amanda, en cuclillas y aterrorizadas, detrás del sofá.
—¡Fuera de ahí! —chilló.
En aquel momento, la televisión se levantó impertinentemente sobre una pata y empezó a girar como el árbol, ganando velocidad rápidamente. El reloj de la repisa se unió al ballet. Y los atizadores del lado del fuego. Y los cojines. Y los adornos. Cada objeto añadía su propia nota singular a la orquestación de gemidos que crecían por segundos hasta alcanzar un volumen ensordecedor. El aire empezó a rebosar de olor a leña quemada, pues la fricción calentaba los extremos giratorios hasta hacerlos casi explotar. El humo se arremolinó por la habitación.
Gina cogió a Amanda por el brazo y la arrastró hacia la puerta, protegiendo su cara contra la lluvia de agujas de pino que el árbol, sin dejar de acelerarse, iba lanzando.
Ahora daban vueltas las luces.
Los libros, que se habían caído de las estanterías, se unieron a la tarantela.
Jack se podía imaginar al enemigo corriendo entre los objetos como un malabarista que hiciera rodar platos con palos, intentando que todos se movieran al unísono. Debía ser un trabajo agotador, pensó. Probablemente el demonio estaba a punto de venirse abajo. No podía pensar con claridad. Sobreexcitado. Impulsivo. Vulnerable. Éste debía ser el momento, si es que había un momento, de unirse por fin a la batalla. De enfrentarse a eso, desafiarlo y hacerle caer en la trampa.
Por su parte, el geniecillo estaba disfrutando de esta orgía de destrucción. Lanzaba a la refriega todo objeto que pudiera moverse, haciendo que todo diera vueltas.
Observaba con satisfacción cómo la hija se crispaba y se escabullía; reía al ver cómo miraba el viejo, con los ojos desorbitados, ese ballet estrafalario.
Seguro que ya estaba casi loco, ¿no?
Las bellezas habían llegado a la puerta, con el pelo y la piel llenas de agujas de pino. Polo no las vio salir. Corrió a través de la habitación esquivando una lluvia de adornos y recogió una horquilla de cobre para asar que el enemigo había descuidado. Las baratijas llenaban el aire alrededor de su cabeza, bailando a una velocidad vertiginosa. Tenía la carne herida y pinchada. Pero la hilaridad de unirse a la batalla se había apoderado de él, y se puso a hacer añicos libros, relojes y porcelanas chinas. Como un hombre en medio de una nube de cigarras, corrió por la habitación, derribando sus libros favoritos en un remolino de batir de páginas, golpeando a Dresden mientras dibujaba espirales, destrozando las lámparas. Un montón de objetos rotos inundaba el suelo, algunos de ellos aún se crispaban al salir la vida de sus fragmentos. Pero por cada objeto derrumbado quedaba todavía una docena girando y gimiendo.
Podía oír a Gina en la puerta gritándole que saliera, que lo dejara tal cual.
Pero era muy divertido jugar contra el enemigo más directamente de lo que se había permitido hacerlo hasta entonces. No quería rendirse. Quería que el demonio se mostrase, que lo conocieran, que lo reconocieran.
Quería un enfrentamiento con el emisario de Pedro Botero inmediato y definitivo.
Sin previo aviso, el árbol dio paso a los dictados de la fuerza centrífuga y estalló. El ruido fue como un aullido de muerte. Ramas, ramitas, agujas, bolas, luces, cables y cintas volaron por la habitación. Jack, dando la espalda a la explosión, notó que una onda expansiva lo golpeaba con fuerza y lo tiraba al suelo. La parte de atrás de su cuello y cuero cabelludo fueron alcanzadas de lleno por las agujas de pino. Una rama reseca salió disparada por encima de su cabeza y atravesó el sofá. A su alrededor repiquetearon pedazos del árbol en el suelo.
Explotaban, como el árbol, otros objetos de la habitación, arrojados más allá de lo que sus estructuras toleraban. La televisión estalló, enviando una ola letal de cristales por la habitación, gran parte de la cual se hundió en la pared de enfrente. Sobre Jack, que reptaba hacia la puerta como un soldado bajo un bombardeo, cayeron trozos de entrañas del televisor tan calientes que chamuscaban la piel.
La habitación estaba tan atestada de andanadas de cascos que parecía envuelta en niebla. Los cojines habían contribuido al espectáculo con sus tripas, que caían como nieve sobre la alfombra. En cuanto a los trozos de porcelana, un brazo primorosamente barnizado y una cabeza de cortesano rebotaron en el suelo delante de su nariz.
Gina estaba en cuclillas en la puerta, instándole a que se diera prisa y entornando los ojos para protegerse contra la lluvia. Cuando Jack la alcanzó y sintió sus brazos alrededor suyo, juró que podía oír risas en el salón. Risas tangibles, audibles, sonoras y satisfechas.
Amanda estaba en el vestíbulo, con el pelo lleno de agujas de pino, mirándolo. Arrastró sus piernas por el pasillo y Gina cerró la puerta de un golpe detrás de la demolición.
—¿Qué es? —preguntó—. ¿Duende? ¿Fantasma? ¿El fantasma de mamá?
La idea de que su difunta mujer fuera la responsable de esa destrucción total le pareció divertida a Jack.
Amanda sonreía a medias. «Bueno, pensó, lo está superando.» Entonces se cruzó con la mirada ausente de sus ojos y se dio cuenta de la verdad. Se había derrumbado, su cordura se había refugiado donde esta fantasmagoría no la pudiera alcanzar.
—
¿Qué hay ahí?
—preguntó Gina, aferrándole el brazo tan fuertemente que le detuvo la circulación.
—No sé —mintió—. ¿Amanda?
La sonrisa de Amanda no desaparecía. Se quedó mirando hacia él, a través de él.
—Sí que lo sabes.
—No.
—Estás mintiendo.
—Creo…
Se levantó del suelo y se sacudió los trozos de porcelana, las plumas y el cristal de su camisa y pantalones.
—Creo… que me voy a dar un paseo.
Detrás de él, los últimos vestigios de zumbidos se habían apagado en el salón. El aire del pasillo estaba electrizado de presencias ocultas. Estaba muy cerca de él, invisible como siempre, pero muy cerca. Éste era el momento más peligroso. No debía perder la calma ahora. Debía actuar como si no hubiera pasado nada; tenía que dejar a Amanda tal cual, dejar las explicaciones y las recriminaciones hasta que todo se hubiera acabado y resuelto.
—¿Pasear? —dijo Gina, incrédula.
—Sí… pasear… Necesito un poco de aire fresco.
—No puedes dejarnos aquí.
—Buscaré a alguien que nos ayude a limpiar.
—¿Y Mandy?
—Se recuperará. Déjala tal como está.
Eso fue duro. Casi imperdonable. Pero ya estaba dicho.
Anduvo inseguro hasta la puerta principal, sintiendo náuseas después de tanto remolino. A sus espaldas, Gina estaba enfurecida.
—¡No puedes irte así, sin más! ¿Estás chiflado?
—Necesito aire —dijo, tan tranquilamente como se lo permitieron su corazón, que latía con fuerza, y su reseca garganta—. Así que saldré un rato.
No, dijo el geniecillo. No, no, no.
Estaba detrás suyo, Polo podía sentirlo. Muy enfadado, a punto de cortarle la cabeza. Salvo que no estaba autorizado a tocarlo
jamás
. Pero podía notar su resentimiento como una presencia física.
Dio otro paso hacia la puerta principal.
Todavía estaba con él, siguiendo cada uno de sus pasos. Era su sombra, su lapa; inseparable. Gina le gritó:
—¡Hijo de puta, mira a Mandy! ¡Se ha vuelto loca!
No, no debía mirar a Mandy. Si la miraba, podría echarse a llorar, derrumbarse como quería esa cosa, y entonces todo estaría perdido.
—Se pondrá bien —dijo, apenas más fuerte que un murmullo.
Cogió el pomo de la puerta principal. El demonio echó el cerrojo rápidamente, sonoramente. Ya no estaba de humor para seguir fingiendo.
Jack, manteniendo sus movimientos todo lo pausados que pudo, descerrojó la puerta, por arriba y por abajo. Pero la puerta se cerró de nuevo.
Era un juego emocionante, pero también aterrador. Si iba demasiado lejos, la frustración del demonio se sobrepondría seguramente a lo que le habían enseñado.
Lentamente, suavemente, quitó otra vez el cerrojo. Con la misma lentitud, la misma suavidad, el geniecillo la cerró.
Jack pensó cuánto tiempo podría soportar eso. Tenía que salir como fuera: tenía que hacerle atravesar el umbral. Un paso era todo lo que la ley pedía, de acuerdo con sus investigaciones. Un solo paso.
Abierta. Cerrada, Abierta. Cerrada.
Gina estaba de pie a uno o dos metros de su padre. No comprendía lo que estaba viendo, pero era obvio que su padre luchaba con alguien, o algo.
—Papá… —empezó a decir.
—Cállate —dijo bondadosamente, gimiendo al abrir la puerta por séptima vez. Hubo un temblor de locura en su gemido: fue demasiado largo y demasiado laxo.
Inexplicablemente, ella le devolvió la sonrisa. Era triste, pero genuina. Por mucho que estuviera en juego en todo esto, ella lo quería.
Polo se dirigió hacia la puerta trasera. El demonio iba tres pasos por delante de él, corriendo por la casa como un esprínter y echando el cerrojo antes de que Polo pudiera alcanzar siquiera el pomo. Unas manos invisibles hicieron girar la llave en la cerradura y la redujeron en el aire a cenizas.
Jack fingió una escapada hacia la ventana que había junto a la puerta trasera, pero se bajaron las persianas y se cerraron los postigos de un golpe. El geniecillo, demasiado preocupado por la ventana para vigilar a Jack de cerca, no advirtió que éste volvía sobre sus pasos por la casa.
Cuando vio la trampa que le tendían, soltó un pequeño chillido y lo persiguió; estuvo a punto de resbalar sobre el pulimentado suelo y darse contra Polo. Evitó la colisión sólo gracias a la más artística de las maniobras. Eso habría resultado fatal, desde luego: tocar al hombre en el calor de la pelea.
Jack estaba otra vez en la puerta principal y Gina, comprendiendo la estrategia de su padre, le había quitado el cerrojo mientras el geniecillo y él luchaban en la puerta trasera. Jack había deseado fervientemente que aprovechara la oportunidad de abrirla. Lo había hecho. Estaba entornada: el aire gélido y vivificante de la tarde entraba en remolinos por el pasillo.
Jack cubrió los últimos metros que lo separaban de la puerta como un relámpago, sintiendo sin oírlo el aullido de queja que lanzó el geniecillo al ver que su víctima escapaba al mundo exterior.
No era una criatura ambiciosa. Todo lo que quería en ese momento, por encima de cualquier sueño, era coger ese cráneo humano entre sus manos y hacer un disparate con él. Hacerlo añicos y tirar su obsesión fuera, a la nieve. Hacer eso con Jack Polo, por siempre jamas.
¿Era eso mucho pedir?
Polo había salido a la nieve fresca y crujiente, con las zapatillas y los dobladillos de sus pantalones enterrados en el hielo. Para cuando la furia llegó al umbral, Jack ya estaba tres o cuatro metros más allá, andando tranquilamente por el sendero hacia la verja. Escapando, escapando.
El geniecillo volvió a aullar y olvidó sus años de entrenamiento. Todas las lecciones que había aprendido, todas las reglas de guerra que habían grabado en su cerebro quedaron anegadas por el simple deseo de hacerse con la vida de Polo.
Franqueó el umbral y se puso a perseguirlo. Fue una transgresión imperdonable. En alguna parte del infierno, los poderes (que por largo tiempo puedan presidir el tribunal, que por largo tiempo puedan iluminar las cabezas de los condenados) sintieron el pecado y supieron que la batalla por el alma de Polo estaba perdida.
Jack también lo sintió. Oyó el sonido de agua hirviendo a medida que los pasos del demonio derretían la nieve del sendero. ¡Lo estaba siguiendo! La cosa había transgredido la primera condición de su existencia. Había perdido sus prerrogativas. Sintió la victoria en su espina dorsal y en el estómago.