Libros de Sangre Vol. 1 (29 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El labio de Quaid se arrugó con un desprecio no disimulado.

—Las fijaciones de la madre no resuelven el problema. Los verdaderos terrores que hay en mí, en todos nosotros, son anteriores a la personalidad. El terror está presente antes de que tengamos conciencia de nosotros mismos como individuos. La uña del pulgar, hecha un ovillo en el útero, siente miedo.

—Tú lo recuerdas, ¿verdad? —ironizó Cheryl.

—A lo mejor —replicó Quaid, mortalmente serio.

—¿El útero?

Quaid sonrió a medias. Steve pensó que esa sonrisa significaba: «Sé que tú no».

Era una sonrisa extraña, desagradable, que a Stephen le hubiera gustado borrar de sus ojos.

—Eres un mentiroso —le acusó Cheryl, levantándose de su asiento y mirando por encima del hombro a Quaid.

—A lo mejor lo soy —admitió, convertido de repente en un perfecto caballero.

Después de eso cesaron las discusiones.

Ya no se habló de pesadillas, ni se discutió sobre los terrores nocturnos. Steve vio de forma irregular a Quaid el mes siguiente y, cuando lo veía, se encontraba siempre en compañía de Cheryl Fromm. Quaid era educado con ella, hasta deferente. Ya no llevaba su chaqueta de cuero porque Cheryl odiaba el olor de la piel de los animales muertos. Este súbito cambio en sus relaciones desconcertó a Stephen, pero lo achacó a su escasa comprensión de los asuntos sexuales. No era virgen, pero las mujeres seguían constituyendo un misterio para él: las encontraba contradictorias y enigmáticas.

También estaba celoso, aunque no lo quería admitir claramente. Le dolía que el genio de los sueños húmedos le quitara tanto tiempo a Quaid.

También tenía otra sensación: el curioso presentimiento de que Quaid estaba cortejando a Cheryl por sus propias y misteriosas razones. El sexo no era lo que atraía a Quaid, de eso estaba seguro. Tampoco era su respeto por la inteligencia de Cheryl lo que le hacía mostrarse tan atento. No; de alguna manera la estaba acorralando, eso era lo que le decía su instinto. A Cheryl Fromm la estaban preparando para la muerte.

Y luego, al cabo de un mes, Quaid deslizó en la conversación una pequeña observación acerca de Cheryl:

—Es vegetariana.

—¿Cheryl?

—Cheryl, por supuesto.

—Ya lo sé. Lo mencionó hace tiempo.

—Sí, pero en ella no es un simple capricho. Le apasiona el tema. No puede mirar siquiera el escaparate de un carnicero. No toca la carne, no la huele…

—Oh.

Steve estaba perplejo. ¿Adónde conducía todo aquello?

—Terror, Steve.

—¿De la carne?

—Los indicios son diferentes en cada persona. Ella
tiene miedo de la carne
. Dice que es tan sana, tan equilibrada… ¡Mierda! ¡Ya lo veremos!

—Ver ¿el qué?

—El miedo, Steve.

—¿No irás a…?

Steve no sabía cómo expresar su ansiedad sin parecer acusador.

—¿Hacerle daño? No, no voy a hacerle ningún tipo de daño. Cualquier perjuicio que se le cause será estrictamente autoinfligido.

Quaid lo contemplaba casi hipnóticamente.

—Empieza a ser hora de que confiemos el uno en el otro —prosiguió. Se le acercó un poco más—. Entre nosotros dos…

—Mira, no creo que quiera oírte.

—Tenemos que tocar a la bestia, Stephen.

—¡Al infierno la bestia! ¡No quiero oír!

Steve se levantó para eludir la opresión de la mirada de Quaid y dar por finalizada la conversación.

—Somos amigos, Stephen.

—Sí…

—Entonces respétalo.

—¿El qué?

—El silencio. Ni una palabra.

Steve asintió. Ésa no era una promesa difícil de cumplir. No le podía contar sus angustias a nadie sin que se le riera en las barbas.

Quaid parecía satisfecho. Se fue corriendo, dejando a Steve con la sensación de que había entrado sin querer en una sociedad secreta, de cuyos objetivos no tenía la más remota idea. Quaid había hecho un pacto con él y resultaba turbador.

La semana siguiente no asistió a clase ni a la mayoría de los seminarios. No tomó apuntes, no leyó libros ni redactó trabajos. Las dos veces que fue al edificio universitario andaba sigilosamente como un ratón precavido, deseando no toparse con Quaid.

No tenía por qué sentir miedo. La única vez en que vio los hombros encorvados de Quaid al otro lado del patio estaba distraído intercambiando sonrisas con Cheryl Fromm. Esta reía musicalmente, y su risa era contestada por el eco de la pared del departamento de historia. Steve ya no sentía celos en absoluto. Ni por todo el oro del mundo habría deseado estar tan cerca de Quaid, intimar tanto con él.

El tiempo que pasaba solo, apartado del bullicio de las clases y de los pasillos atestados, hizo que su mente se volviera ociosa. Y sus pensamientos retornaron a sus temores, como la lengua al diente, la uña a la costra.

Y también a su infancia.

Cuando tenía seis años, lo atropelló un coche. Las heridas no eran demasiado peligrosas, pero la conmoción cerebral lo dejó parcialmente sordo. Fue una experiencia muy angustiosa no comprender por qué se quedaba aislado de repente del mundo. Era un tormento inexplicable, y el niño pensó que eterno.

En un momento su vida había sido real, había estado llena de gritos y risas. Un momento después le había dejado al margen; el mundo externo se convirtió en un acuario, lleno de peces que lo miraban boquiabiertos con grotescas sonrisas. Aún más: había ocasiones en que padecía lo que los médicos llaman zumbido, un ruido estruendoso o siseante en los oídos. La cabeza se le llenaba de los ruidos más extraños, gritos y pitidos que servían de fondo a los movimientos del mundo exterior. En esos casos se le revolvía el estómago, y era como si una banda de hierro le envolviera la frente, partiendo en cachitos sus pensamientos, disociando las manos de la cabeza, la intención de la práctica. Lo embargaba una ola de pánico; era absolutamente incapaz de entender el mundo mientras le aullaba y cencerreaba la cabeza.

Pero los peores terrores llegaban de noche. A veces se despertaba en lo que había sido (antes del accidente) el seno protector de su dormitorio, descubriendo que los pitidos se habían reanudado mientras dormía.

Abría los ojos desmesuradamente y el cuerpo se le empapaba de sudor. La mente se le llenaba del estrépito más bullicioso, estrépito con el que estaba encerrado sin esperanza de alivio. Nada podía acallar su cabeza y nada, al parecer, podía devolverle el mundo, el habla, la risa y el llanto.

Estaba solo.

Ésos fueron el planteamiento, el nudo y el desenlace de su terror. Estaba completamente solo con su cacofonía. Encerrado en aquella casa, en aquel cuarto, en aquel cuerpo, en aquella cabeza, prisionero de una carne sorda y ciega.

Resultaba insoportable. A veces gritaba de noche, sin saber que estaba emitiendo sonidos, y los peces que habían sido sus padres encendían la luz y trataban de ayudarlo, inclinándose sobre la cama y gesticulando, haciendo feas muecas con sus bocas mudas al intentar socorrerlo. Las caricias acababan por calmarlo; con el tiempo, su madre aprendió a mitigar el pánico que se apoderaba de él.

Una semana antes de su séptimo aniversario recuperó el oído, no del todo pero sí lo suficiente para que le pareciera un milagro. El mundo recuperó su nitidez; la vida comenzó de nuevo.

Al chico le costó varios meses volver a confiar en sus sentidos. Aún se despertaba de noche como si previera los ruidos de su cabeza.

Pero aunque sus oídos zumbaban ante el sonido más leve, lo que le impidió asistir a los conciertos de rock con el resto de los estudiantes, ahora casi nunca se daba cuenta de su leve sordera.

La recordaba, por supuesto, y muy bien. Podía evocar el sabor del pánico; la sensación de tener una banda de hierro alrededor de la cabeza. Y aún quedaba en ella un residuo del miedo: a la oscuridad, a estar solo.

Pero ¿no tenía todo el mundo miedo a estar solo? ¿A estar completamente solo?

Steve sentía otro miedo, mucho más difícil de superar. Quaid.

En una sesión reveladora, borracho, le había hablado de su infancia, de la sordera, de los terrores nocturnos.

Quaid conocía su debilidad: el sendero despejado que conducía hasta el corazón del terror de Steve. Tenía un arma, un palo con el que golpearlo si llegaba a hacerse necesario. Tal vez por eso decidió no hablar con Cheryl (prevenirla, si era eso lo que quería hacer) y ciertamente ésa era la razón de que evitara a Quaid.

Éste tenía un aire pérfido en ciertos momentos de malhumor. Ni más ni menos. Parecía una persona con la maldad dentro, muy dentro.

A lo mejor aquellos cuatro meses de observar a la gente sin oírla habían sensibilizado a Steve a causa de las miradas de soslayo, las sonrisitas y el desprecio que revolotean en sus caras. Sabía que la vida de Quaid era un laberinto; llevaba grabado en el rostro, en mil pequeños gestos, el mapa de sus complejidades.

La siguiente fase de la iniciación de Steve al mundo secreto de Quaid no llegó hasta casi tres meses y medio después. Las clases de la universidad se interrumpieron durante las vacaciones de verano, y los estudiantes se fueron cada uno por su lado. Steve se dedicó a su trabajo veraniego habitual en la imprenta de su padre; eran horas largas y agotadoras físicamente, pero le suponían un descanso indudable. Tantas disquisiciones le habían saturado el cerebro; se sentía como si lo hubieran cebado de palabras e ideas. El trabajo en la imprenta le permitió sacudirse todo eso de encima en poco tiempo, aclarando la maraña de su mente.

Fue una buena temporada: apenas pensó en Quaid.

Volvió a la universidad a finales de septiembre. Los estudiantes que había en el campus aún eran escasos. La mayoría de los cursos no empezaban hasta la semana siguiente, y en el ambiente flotaba un aire de melancolía, sin la habitual muchedumbre de jóvenes quejándose, ligando o discutiendo.

Steve estaba en la biblioteca apartando algunos libros importantes antes de que sus compañeros de clase les echaran el guante. Los libros eran oro puro al principio del curso, con toda la bibliografía por leer, y la biblioteca de la universidad pediría como siempre que se encargaran los títulos necesarios. Esos libros vitales llegaban invariablemente dos días después del seminario en que se iba a hablar del autor. Aquel año, el último, Steve estaba decidido a ser el primero en la cola que se formara para obtener los pocos ejemplares para los trabajos de seminario que hubiera en la biblioteca.

Le habló una voz familiar.

—Pronto al trabajo.

Steve levantó la vista para encontrarse con los iris rasgados de Quaid.

—Me impresiona, Steve.

—¿El qué?

—Tu entusiasmo por trabajar.

—Oh.

Quaid sonrió.

—¿Qué estas buscando?

—Algo sobre Bentham.

—Tengo
Principios de moral y legislación
. ¿Te sirve?

Era una trampa. No; eso resultaba absurdo. Le ofrecía un libro. ¿Cómo se podía interpretar ese simple gesto como una trampa?

—Bien pensado. —Y la sonrisa se hizo aún mas amplia—. Creo que es el ejemplar de la biblioteca el que tengo. Te lo daré.

—Gracias.

—¿Buenas vacaciones?

—Sí, gracias. ¿Y tú?

—Muy gratificantes.

La sonrisa había degenerado en una línea delgada entre….

—Te has dejado bigote.

Era una nueva manifestación de lo enfermizo de aquel espécimen. Fino, ralo y de un rubio sucio, subía y bajaba bajo la nariz de Quaid como si intentara salírsele de la cara. Éste pareció ligeramente turbado.

—¿Lo hiciste por Cheryl?

Ahora sí que su turbación fue total.

—Bueno…

—Parece que tuviste unas buenas vacaciones.

En su expresión había algo, además de turbación.

—Tengo unas fotografías maravillosas —dijo Quaid.

—¿De qué?

—Fotos de fiestas.

Steve no podía dar crédito a sus oídos. ¿Había domado Cheryl Fromm a Quaid? ¿Fotos de fiestas?

—Algunas te sorprenderán.

Había algo de vendedor árabe de postales guarras en el comportamiento de Quaid. ¿Qué demonios eran esas fotografías? ¿Fotos hechas con filtro y desdobladas de Cheryl sorprendida leyendo a Kant?

—No me imaginé que fueras fotógrafo.

—La fotografía se ha convertido en una pasión para mí.

Hizo una mueca al decir «pasión». Había una excitación apenas contenida en su actitud. Estaba radiante de placer.

—Tienes que venir a verlas.

—Yo…

—Esta noche. Y así, al mismo tiempo, recoges el Bentham.

—Gracias.

—Tengo casa. Pasada la esquina del hospital de maternidad, en la calle Pilgrim. Número sesenta y cuatro. ¿Pasadas las nueve?

—De acuerdo. Gracias. Calle Pilgrim.

Quaid asintió.

—No sabía que hubiera casas habitables en la calle Pilgrim.

—Número sesenta y cuatro.

La calle Pilgrim estaba desolada. La mayoría de las casas no eran más que escombros. Unas cuantas estaban en demolición. Las paredes interiores quedaban expuestas de forma poco natural: papeles pintados rosa y verde pálido, las chimeneas de los pisos superiores colgando sobre abismos de ladrillos humeantes. Las escaleras no conducían, ni de ida ni de vuelta, a ninguna parte.

El número sesenta y cuatro estaba solitario. Las casas adyacentes habían sido demolidas y excavadas, dejando paso a un desierto de polvo de ladrillos machacados que unas cuantas malas hierbas, atrevidas y temerarias, intentaban poblar.

Un perro blanco de tres patas vigilaba su territorio alrededor de aquella casa, dejando pequeñas marcas de pis a intervalos regulares para delimitar sus dominios.

La casa de Quaid, aún sin tener nada de palacio, era más acogedora que el yermo que la rodeaba.

Bebieron juntos un vino tinto peleón que había llevado Steve y fumaron un poco de hierba. Quaid estaba mucho más suave de lo que Steve lo hubiera visto nunca, satisfecho de hablar de trivialidades en lugar del terror, riéndose de vez en cuando, incluso contando algún chiste verde. El interior de la casa estaba desnudo. No había cuadros en la pared ni tipo alguno de decoración. Los libros de Quaid, y tenía centenares, estaban amontonados en el suelo, y Steve no pudo descubrir con qué criterio. La cocina y el baño eran primitivos. Toda la atmósfera era casi monástica.

Después de un par de horas apacibles, la curiosidad se apoderó de Steve.

—¿Dónde están las fotos de las vacaciones? —preguntó, consciente de que arrastraba un poco las palabras, aunque ya no le importaba un comino.

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