Pararon el coche.
—¿Has oído eso?
Mick sacudió la cabeza. Su oído no era bueno desde la adolescencia. Demasiados conciertos de rock habían mandado sus tímpanos al infierno.
Judd salió del coche.
Los pájaros estaban ahora más tranquilos. El ruido que había escuchado mientras conducía se oyó de nuevo. No era simplemente un ruido: era casi un movimiento en la tierra, un rugido que parecía surgir de las entrañas de las colinas.
¿Era un trueno?
No, demasiado rítmico. El sonido volvió de nuevo a través de las plantas de los pies.
Bum.
Mick lo oyó ahora. Sacó la cabeza por la ventana del coche.
—Viene de algún sitio de ahí arriba. Ahora lo oigo.
Judd asintió.
Bum.
El estruendo sonó de nuevo.
—¿Qué demonios es eso? —dijo Mick.
—Sea lo que sea, quiero verlo.
Judd, sonriendo, volvió a entrar en el Volkswagen.
—Suena casi como a armas de fuego —dijo mientras arrancaba el coche—. Cañones.
A través de sus prismáticos fabricados en Rusia, Vaslav Jelovsek observó cómo el oficial encargado de dar la salida levantaba su pistola. Vio cómo la blanca humareda salía del cañón; un segundo más tarde, oyó el sonido del disparo a través del valle.
La contienda había comenzado.
Miró las torres gemelas de Popolac y Podujevo. Cabezas en las nubes —bueno, casi—. Prácticamente se estiraban para tocar el cielo. Era una visión imponente que cortaba la respiración, una visión que apuñalaba el sueño. Dos ciudades oscilando, retorciéndose, preparándose para dar los primeros pasos la una hacia la otra en esta batalla ritual.
Podujevo parecía ser la menos estable de las dos. Hubo una pequeña oscilación cuando la ciudad levantó su pierna izquierda para comenzar la marcha. Nada serio, tan sólo una pequeña dificultad en la coordinación entre la cadera y los músculos del muslo. Un par de pasos y la ciudad encontraría su ritmo; otro más y sus habitantes se moverían como si fuera una sola criatura, un gigante perfecto dispuesto a enfrentar su gracia y su poder contra su propia imagen.
El disparo hizo que los pájaros revolotearan nerviosos sobre los árboles que poblaban el escondido valle. Elevaron su vuelo como celebración de la gran contienda, comentando su excitación mientras planeaban sobre el prado.
—¿Has oído el disparo? —preguntó Judd.
Mick asintió.
—¿Ejercicios militares…? —La sonrisa de Judd se ensanchó. Ya podía ver los titulares: «Reportaje exclusivo sobre maniobras secretas en el interior de Yugoslavia». Tanques rusos quizás, ejercicios tácticos llevados a cabo fuera de la entrometida mirada de occidente. Con suerte, él podría ser el transmisor de ésta noticia.
Bum.
Bum.
Había pájaros en el aire. El estruendo se oía más fuerte.
Sonaba como a armas de fuego.
—Debe ser en la próxima cresta… —dijo Judd.
—Creo que no deberíamos ir más lejos.
—Tengo que verlo.
—Yo no. Es de suponer que no deberíamos estar aquí.
—No veo ninguna indicación.
—Nos echarán; nos deportarán. No sé… tan sólo creo que…
Bum.
—Tengo que verlo.
Apenas habían salido estas palabras de su boca cuando comenzó el griterío.
Podujevo estaba gritando: un grito de muerte. Alguien enterrado en el flanco más débil había muerto a causa del esfuerzo, y había iniciado una cadena de desmoronamiento en el sistema. Un hombre soltaba a su vecino, y ese vecino al suyo, extendiéndose un cáncer de caos por todo el cuerpo de la ciudad. La cohesión de la estructura de la torre se había deteriorado con una terrible rapidez; el fallo de una parte de la anatomía ejercía una inaguantable presión sobre la otra.
La obra maestra que los buenos ciudadanos de Podujevo habían construido con su propia carne y su propia sangre comenzó a tambalearse; entonces, como un rascacielos dinamitado, comenzó a caer.
El flanco roto vomito a sus habitantes como una arteria acuchillada escupiendo sangre. En aquel momento, con una elegante pereza que hizo sufrir a sus ciudadanos la más terrible de las agonías, se inclinó sobre la tierra, quebrando, mientras caía, todos sus miembros.
La enorme cabeza, que hacía tan sólo un momento había acariciado las nubes, se echó hacia atrás sobre su grueso cuello. Diez mil gargantas emitieron un solo grito por aquella vasta boca; una inarticulada, infinitamente lastimosa súplica al cielo. Un aullido de pérdida, un aullido de anticipación, un aullido de perplejidad. ¿Cómo, inquiría aquel grito, podía, «el día entre los días» acabar así, en una confusión de cuerpos derrumbándose?
—¿Has oído eso?
Era un sonido inequívocamente humano, aunque ensordecedoramente fuerte. A Judd se le retorció el estómago. Miró a Mick, que estaba blanco como una sábana.
Judd paró el coche.
—No —dijo Mick.
—Escucha, por amor de Dios.
Un estruendo de gemidos moribundos, súplicas e imprecaciones inundó el aire. Estaba muy cerca.
—Tenemos que irnos —imploró Mick.
Judd sacudió la cabeza. Estaba esperando algún espectáculo militar —todo el ejército ruso concentrado sobre la siguiente colina—, pero aquel sonido que retumbaba en sus oídos era un sonido de carne humana, demasiado humano para definirlo con palabras. Le recordó sus visiones infantiles del infierno; aquellos eternos, horribles tormentos con los que su madre le había amenazado si dejaba de abrazar a Cristo. Era un terror que había olvidado durante veinte años. Y, repentinamente, aquí estaba otra vez; de nuevo ante él. Era posible que el infierno estuviera con sus fauces abiertas tras el horizonte próximo; su madre, al borde de aquel abismo, invitándole a probar sus tormentos.
—Si tú no conduces, lo haré yo.
Mick salió del coche, y lo cruzó por la parte anterior, mirando hacia el camino. Hubo un momento de duda, nada más que un momento, en que sus ojos parpadearon con incredulidad. Antes de que diera la vuelta hacia el limpiaparabrisas, su cara se puso más pálida, incluso, de lo que había estado previamente, y, con una voz apagada por una náusea contenida, dijo:
—¡Cielo santo!
Su amigo estaba sentado tras el volante, con la cabeza entre las manos, intentando hacer desaparecer sus recuerdos.
—Judd…
Judd levantó la cabeza lentamente. Mick se quedó fijamente observándole como si fuera un hombre salvaje; su cara brillaba por un repentino sudor helado. Judd miró delante de él. Unos metros más arriba, el camino se había oscurecido misteriosamente. Una especie de torrente avanzaba hacia el coche, una espesa, profunda marea de sangre. La razón de Judd se revolvió intentando encontrar sentido a aquella visión. Pero no había alternativa posible. Aquello era sangre, en insufrible cantidad, sangre sin fin.
Y ahora, en la brisa había un gusto a cadáver recién abierto: un olor que salía de las entrañas del cuerpo humano, mitad dulce, mitad salado.
Mick volvió tropezando hacia la puerta del Volkswagen; asustado, forcejeó la cerradura. La puerta se abrió repentinamente y se abalanzó al interior; sus ojos estaban vidriosos.
—Da la vuelta —dijo.
Judd acercó la mano a la llave de contacto. La marea de sangre ya estaba manchando las ruedas delanteras. Arriba, el mundo se había teñido de rojo.
—¡Arranca, hijo de puta, arranca!
Judd no estaba intentando poner en marcha el coche.
—Debemos mirar —dijo sin convicción—. Tenemos que hacerlo.
—No tenemos que hacer nada —dijo Mick— más que salir de aquí. No es asunto nuestro…
—Un accidente de avión…
—No se ve humo.
—Eso son voces humanas.
El instinto de Mick le decía que se alejaran de allí. Ya leería la noticia de la tragedia en un periódico, ya vería mañana las imágenes grises y granuladas. Hoy todo estaba demasiado fresco, demasiado reciente.
Podía haber cualquier cosa al final del camino, sangrando.
—Tenemos…
Judd arrancó el coche mientras Mick, a su lado, comenzó a gemir silenciosamente. El Volkswagen empezó a avanzar chapoteando en aquel río de sangre. Las ruedas giraban sobre el liquido viscoso, formando espuma en la corriente.
—No —dijo Mick muy suavemente—. Por favor, no…
—Debemos ir —replicó Judd—. Debemos. Debemos.
Tan sólo unos metros más allá, la superviviente ciudad de Popolac se recobraba de las primeras convulsiones. Miró fijamente, con un millar de ojos, los restos de su enemigo ritual ahora extendido en una maraña de cuerdas y cuerpos sobre la tierra, hecho pedazos para siempre. Popolac se tambaleó ante aquel espectáculo; sus vastas piernas aplastaban el bosque que rodeaba el prado, sus brazos golpeaban el aire. Consiguió mantener el equilibrio, al mismo tiempo que una locura general, despertada por el horror que se encontraba a sus pies, surgía entre sus fibras y se apoderaba de su cerebro. Se dio la orden: el cuerpo se revolvió, retorciéndose, dio la espalda a aquella horripilante alfombra que había sido Podujevo, y huyó hacia las colinas.
Mientras partía a sumirse en el olvido, su imponente forma se interpuso entre el coche y el sol, proyectando su fría sombra sobre la ensangrentada carretera. Mick no vio nada debido a las lágrimas que cubrían su rostro; y Judd, con los ojos semicerrados por el temor al espectáculo que iba a contemplar tras la siguiente curva, sólo percibió débilmente que algo oscurecía la luz. Una nube, quizás. Una bandada de pájaros.
Si hubiera mirado hacia arriba en ese momento, tan sólo una breve mirada hacia el noreste, habría visto la cabeza de Popolac; la vasta, multitudinaria cabeza de una ciudad enloquecida, desapareciendo de su campo de visión, mientras se hundía en las colinas. Habría sabido que este territorio se encontraba más allá de su comprensión; y que no existía salvación alguna en este rincón del infierno. Pero no vio la ciudad, y la última posibilidad para él y para Mick, de dar marcha atrás, había pasado. De ahora en adelante, como Popolac y su fallecida gemela, habían perdido la cordura y toda esperanza de vida.
Doblaron la curva y los restos de Podujevo aparecieron ante su vista.
Sus domesticadas imaginaciones nunca podrían haber concebido un espectáculo tan horriblemente brutal.
Quizás en los campos de batalla de Europa hubiera habido semejante cantidad de cuerpos amontonados juntos: pero ¿cuántos de ellos habrían sido de mujeres y niños abrazados a los cuerpos inertes de los hombres? Podían haber existido pilas de muertos tan altas, pero ¿semejante cantidad, tan recientemente llena de vida? Era posible que se hubieran aniquilado ciudades con tanta rapidez, pero ¿una ciudad entera perdida por el simple dictado de la gravedad?
Era una visión que se encontraba más allá de la enfermedad. Ante un espectáculo de tal magnitud la mente se ralentizaba al paso de un caracol, las fuerzas de la razón ponían sus meticulosas manos sobre la evidencia buscando algún error, un lugar donde dijera: «Esto no está sucediendo. Esto es un sueño de muerte, no la muerte misma». Pero la razón no podría encontrar ningún resquicio en el muro. Era verdad. Se trataba de la muerte en persona.
Podujevo había caído.
Treinta y ocho mil setecientos sesenta y cinco habitantes se encontraban esparcidos sobre el suelo, o más bien desparramados en desorden, amontonados en pilas. Aquellos que no habían muerto a causa de la caída, o por asfixia, estaban agonizando. No había supervivientes en la ciudad, excepto un grupo de espectadores que habían salido de sus casas para asistir a la contienda. Esos pocos podujevianos, los inválidos, los enfermos, unos cuantos ancianos, estaban ahora —como Mick y Judd— contemplando la carnicería; intentando no creer lo que estaban viendo.
Judd fue el primero en salir del coche. La tierra, bajo sus zapatos de ante, estaba pegajosa por la sangre coagulada. Examinó la carnicería. No había restos de accidente alguno: ningún signo de explosión, fuego u olor a combustible. Sólo decenas de miles de cuerpos frescos, todos ellos desnudos o vestidos en un idéntico gris estameño, hombres, mujeres y niños. Algunos de ellos, según pudo ver, llevaban arreos de cuero fuertemente abrochados alrededor de sus pechos; de estos dispositivos salían cuerdas, kilómetros y kilómetros de cuerdas. Cuanto más cerca miraba, más se cercioraba del extraordinario sistema de nudos y lazos que aún mantenía unidos los cuerpos. Por alguna razón, esta gente había sido atada junta, la una al lado de la otra. Algunos se encontraban unidos a la espalda de su vecino con una pierna a cada lado como niños jugando a montar a caballo. Otros estaban trabados brazo contra brazo, atados juntos con trozos de cuerdas en un muro de músculo y hueso. Los había liados como una pelota, con la cabeza hundida entre las rodillas. Todos estaban de algún modo conectados con sus compañeros; atados juntos como si de algún demente juego de esclavitud colectiva se tratara.
Se oyó otro disparo.
Mick miró hacia arriba.
Al otro lado del campo, un hombre solitario, vestido con un abrigo gris, caminaba entre los cuerpos con un revólver, rematando a los moribundos. Era un —lastimosamente inadecuado— acto de misericordia; sin embargo, continuaba, eligiendo primero a los niños que sufrían. Vaciando el revólver, cargándolo de nuevo, vaciándolo, cargándolo, vaciándolo…
Mick reacciono.
Gritó con todas sus fuerzas, elevando su voz por encima de los gemidos de los moribundos.
—
¿Qué es esto?
El hombre dejó aquella espantosa tarea y levantó la cabeza. Su cara tenía el mismo color gris muerto que su abrigo.
—¿Uh? —gruñó, mirando ceñudo a los dos intrusos a través de unas gruesas gafas.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —gritó Mick.
Gritar le hacía sentirse bien, le hacía sentirse bien parecer enfadado ante aquel hombre. Era posible que él tuviera la culpa. Era bueno tener alguien a quien culpar.
—Cuéntenos… —dijo Mick. Podía oír las lágrimas estremeciendo su voz—. Cuéntenos, por amor de Dios. Explíquese.
El hombre del abrigo gris sacudió la cabeza. No comprendía una palabra de lo que aquel joven idiota estaba diciendo. Era inglés lo que hablaba, pero eso era todo lo que sabía. Mick comenzó a caminar hacia el hombre sintiendo durante todo el tiempo los ojos de los muertos fijos en él. Ojos negros, joyas relucientes engarzadas en rostros destrozados. Ojos mirándole de arriba a abajo, sobre cabezas separadas de sus cuerpos. Ojos de cabezas que emitían aullidos en lugar de voces. Ojos de cabezas que se encontraban más allá de los aullidos, más allá del aliento.