Odiaba la Cámara de los Comunes, aquel agujero de bostezos que presentía confusamente su inutilidad, con su atmósfera siempre gélida. Pero ya había acabado todo aquello. Había realizado sus oblaciones, había mostrado su infinita adoración del pozo; ahora llegaba el momento de recoger la recompensa.
Según avanzaba el coche, pensó en los muchos sacrificios que le había ofrecido a su ambición. Al principio fueron cosas de poca monta: gatitos y pollos. Más tarde descubriría lo ridículas que les parecían tales hazañas. Pero al principio obró con inocencia: no sabía qué ofrecer ni cómo hacerlo. Con el pasar de los años empezaron a formular sus exigencias de una manera clara y él, con el tiempo, aprendió las formalidades requeridas para poder vender su alma. Planeaba cuidadosamente y representaba a la perfección sus mortificaciones, aunque le habían dejado sin pezones y sin la posibilidad de tener hijos. Pero el sacrificio mereció la pena: cada día tenía más poder. Un sobresaliente triple en Oxford, una mujer que superaba los sueños de un priapista, un asiento en el Parlamento y pronto, muy pronto, todo el país.
Le empezaron a doler los muñones de sus pulgares, como solía ocurrirle cuando estaba nervioso. Distraídamente, se chupó uno.
—Bueno, ya estamos asistiendo a los últimos momentos de lo que ha sido una carrera verdaderamente infernal, ¿eh, Jim?
—Sí, ha sido toda una revelación, ¿no? Voight parece el vencedor contra pronóstico; ahí está, desmarcándose de sus competidores sin demasiado esfuerzo. Por descontado que Jones tuvo el generoso gesto de comprobar si McCloud se encontraba bien, y eso lo retrasó.
—Eso le ha hecho perder la carrera a Jones, ¿no es cierto?
—Creo que sí. Creo que le ha hecho perder la carrera…
—Claro que se trata de una carrera benéfica.
—Efectivamente. Y en una situación semejante no se trata de ganar o perder…
—Sino de jugar limpio.
—Cierto.
—Cierto.
—Bueno, ya tenemos el Parlamento a la vista; están doblando la esquina de Whitehall. Y el gentío anima a su favorito, aunque creo sinceramente que se trata de una causa perdida…
—No te precipites. Te recuerdo que en Suecia se sacó un as de la manga.
—Desde luego. Tienes razón.
—A lo mejor lo vuelve a conseguir.
Joel seguía corriendo, y la distancia que lo separaba de Voight empezaba a reducirse. Se concentró en su espalda, le atravesó la camisa con los ojos, estudiando su ritmo, buscando sus debilidades.
Estaba aminorando su velocidad. El hombre no iba tan rápido como antes. Su zancada se había desequilibrado; era un indicio inequívoco de cansancio.
Podía alcanzarlo. Si demostraba su valor lo podía alcanzar.
¿Y Kinderman? Había olvidado a Kinderman. Sin pensar en lo que hacía, Joel echó un vistazo por encima del hombro y miró atrás.
Kinderman estaba muy atrasado; mantenía el mismo paso regular. Era la zancada sempiterna del corredor de maratón. Pero detrás de Joel había otra cosa: otro corredor, pisándole casi los talones; fantasmagórico, gigante.
Apartó los ojos y miró adelante, maldiciendo su estupidez.
Cada paso le acercaba más a Voight. Era evidente que se estaba quedando sin resuello. Joel sabía que si se esforzaba podría adelantarlo. Tenía que olvidar a su perseguidor, fuera quien fuera; olvidarse de todo menos de adelantar a Voight…
Pero la visión que tenía detrás no se le iba de la cabeza.
No vuelvas la vista atrás
: ésas fueron las palabras de McCloud. Demasiado tarde; ya lo había hecho. Puestas así las cosas, mejor saber quién era aquel fantasma.
Volvió la vista.
Al principio no vio nada; sólo a Kinderman avanzando poco a poco. Y entonces el corredor fantasma reapareció, y él supo que había acabado con Loyer y McCloud.
No era un corredor, ni vivo ni muerto. Ni siquiera era humano. Era un cuerpo humeante que abría las tinieblas ante él; era el propio infierno el que lo azuzaba.
No vuelvas la vista atrás.
Tenía la boca, si es que aquello era una boca, abierta. Su aliento era tan frío que hizo que a Joel se le atragantara su propio jadeo. Por eso había murmurado Loyer sus oraciones mientras corría. De poco le habían servido; a fin de cuentas había muerto.
Joel apartó la vista; ya no le interesaba ver el infierno tan de cerca. Trató de ignorar la súbita debilidad de sus rodillas.
Voight también echaba vistazos por encima del hombro. El aspecto de su cara era sombrío y desasosegado; y Joel, sin saber muy bien por qué, comprendió que formaba parte del infierno, que la sombra a su espalda era el amo de Voight.
—Voight. Voight. Voight. Voight —Joel pronunciaba su nombre a cada zancada.
Voight oyó que lo nombraban.
—¡Bastardo negro! —dijo en voz alta.
La zancada de Joel se alargó un poco. Estaba a menos de dos metros del corredor venido del infierno.
—Mira… detrás… de ti —dijo Voight.
—Ya lo veo.
—Ha… venido… a… buscarte.
Era evidente que pretendía engañarlo.
Él
era el amo de su propio cuerpo, ¿no? Y no temía la oscuridad porque también él era negro. ¿No era eso lo que le hacía menos humano en su trato con muchísima gente? O más, más que humano: con más sangre, más sudor y más carne. Más brazo, más pierna, más cabeza. Más fuerza, más apetito. ¿Qué podía hacer el infierno? ¿Comérselo? Habría tenido mal sabor. ¿Congelarlo? Tenía la sangre demasiado caliente, era demasiado rápido, estaba demasiado vivo.
Nadie lo atraparla: era un bárbaro con modales de caballero.
En realidad, ni una cosa ni otra.
Voight estaba sufriendo: había dolor en su aliento entrecortado, en los prolongados titubeos de su zancada. Sólo quedaban cincuenta metros entre las gradas y la línea de meta, pero la ventaja de Voight se reducía constantemente; cada paso acercaba más a los corredores.
Entonces empezaron las ofertas.
—Escúcha… me.
—¿Qué eres?
—Poder… Te daré poder… Basta con que… nos… dejes… ganar.
Joel ya estaba casi a su lado.
—Demasiado tarde.
Se le alegraron las piernas: la cabeza le daba vueltas de placer. Tenía el infierno delante, el infierno al lado, pero ¿qué más daba? Aún podía correr.
Adelantó a Voight con las articulaciones distendidas: era una máquina perfecta.
—Bastardo. Bastardo. Bastardo… —le decía el familiar con el rostro contraído por la angustia y el cansancio.
¿No parpadeó su cara cuando Joel lo rebasó? ¿No pareció que sus rasgos perdían por un momento la apariencia de humanidad?
Voight quedó detrás: las masas rugieron y el mundo se volvió a inundar de colores. Tenía la victoria delante. No sabía qué causa estaba defendiendo, pero tenía la victoria al alcance de la mano.
Por fin vio a Cameron en las gradas, de pie al lado de un hombre al que no conocía, un hombre con un traje a rayas. Cameron sonreía y chillaba con un entusiasmo poco característico de él, le hacía señas.
En todo caso, corrió más de prisa hacia la línea de meta; Cameron le había infundido renovadas fuerzas.
Entonces pareció que le cambiaba la cara. ¿Era la calima solar lo que hacía que su pelo brillara? No; también le burbujeaba la carne de las mejillas, y tenía manchas oscuras en el cuello y en la frente que cada vez se oscurecían más. El pelo se le puso de punta y su cráneo lanzó destellos intermitentes de luz cegadora. Cameron estaba ardiendo. Cameron ardía, pero aún le sonreía y lo señalaba con la mano.
Joel sintió una desesperación súbita.
El infierno detrás. El infierno delante.
Ése no era Cameron. A Cameron no se le veía por ninguna parte, luego Cameron estaba muerto.
Lo comprendió como si hubiera tenido una revelación. Cameron había muerto, y esa parodia negra que le sonreía y le daba la bienvenida eran sus postreros momentos, representados por última vez para solaz de sus admiradores.
El paso de Joel se hizo vacilante, perdió el ritmo de zancada. Detrás oyó el aliento de Voight, horriblemente denso, cercano, cada vez más cercano.
De repente, todo su cuerpo se encrespó. Su estómago quería expulsar lo que llevaba dentro, su cabeza se negaba a pensar, las piernas empezaron a flaquearle; sólo tenía miedo.
—Corre —se dijo—. Corre. Corre. Corre.
Pero tenía el infierno delante. ¿Cómo podía correr a lanzarse en brazos de tamaña infamia?
Voight había reducido el intervalo que los separaba y estaba a la altura de su hombro. Le dio un empellón al adelantarlo. A Joel le estaban robando la victoria con la misma facilidad con que se le quitan los caramelos a un bebé.
La meta estaba a doce pasos y Voight iba de nuevo en cabeza. Sin darse cuenta cabal de lo que hacía, Joel agarró y golpeó a Voight, cogiéndolo por la camiseta. Fue una trampa que advirtieron todos los espectadores. Pero ¡qué diantre!
Tiró fuerte de Voight y los dos tropezaron. La muchedumbre les abrió paso cuando salieron haciendo eses de la pista y cayeron pesadamente al suelo, Voight encima de Joel.
El brazo de éste, estirado para impedir que la caída fuera demasiado brusca, quedó aplastado por el peso de los dos cuerpos. Cogido en mala posición, se le rompió el hueso del antebrazo. Joel lo oyó partirse antes de sentir el espasmo; el dolor le arrancó un grito de los labios.
En las gradas, Burgess chillaba como un loco. Toda una exhibición. Las cámaras fotográficas se disparaban, los locutores hacían comentarios.
—¡Levántate! ¡Levántate! —gritaba el hombre.
Pero Joel había agarrado a Voight con su brazo sano y no lo iba a soltar por nada del mundo.
Los dos rodaron por la grava, y cada vuelta aplastaba el brazo de Joel y le provocaba accesos de náusea en las entrañas.
El familiar que hacía el papel de Voight estaba exhausto. Nunca se había sentido tan cansado: no estaba preparado para la carrera que su amo le había obligado a correr. Tenía poca resistencia; estaba casi a punto de perder el control. Joel podía oler su aliento: era el olor de una cabra.
—Muéstrate —le dijo.
Los ojos de esa cosa habían perdido las pupilas: estaban completamente blancos. Joel amasó un coágulo de flema en el fondo de su boca llena de saliva y se lo escupió al familiar.
Éste perdió los estribos.
Su cara se disolvió. Lo que había parecido carne adoptó una nueva apariencia; era como una trampa devoradora, sin ojos, nariz, orejas ni pelo.
En torno a ellos la multitud se echó atrás. La gente chillaba y se desmayaba. Joel no vio nada de eso, pero oyó con satisfacción los gritos. Esta transformación no se realizaba sólo para él: era de conocimiento público. Todos estaban contemplando la verdad, la asquerosa y despiadada verdad.
Tenía la boca inmensa, llena de dientes en fila como la mandíbula de algún pez abisal. Era ridículamente grande. Joel sujetaba con su brazo sano la mandíbula inferior de su enemigo, consiguiendo mantenerla a raya a duras penas, mientras pedía socorro.
Nadie dio un paso adelante.
El gentío se mantuvo a una prudente distancia, observando y chillando, pero sin intención de entrometerse. Era una especie de deporte-espectáculo: la lucha contra el demonio. Los presentes no se sentían involucrados.
Joel sintió que se quedaba sin fuerzas, y su brazo dejó de contener la mandíbula. Desesperado, sintió cómo los dientes se le clavaban en la frente y en la barbilla, cómo atravesaban su carne y sus huesos y, por último, sintió cómo le invadía la blanca noche cuando aquella boca le arrancaba la cara de un mordisco.
El familiar se levantó del suelo donde yacía el cadáver, con jirones de la cabeza de Joel colgándole de los dientes. Le había despojado de sus rasgos como si fuera una máscara, dejando tan sólo un revoltijo de sangre y músculo desgarrado. En lo que fue la boca de Joel, la raíz de su lengua se agitaba espasmódicamente y echaba borbotones de sangre, incapaz de lamentarse.
A Burgess no le preocupaba que el mundo lo conociera. La carrera lo era todo: había que ganarla como fuera, costara lo que costara. A fin de cuentas, Joel también había hecho trampas.
—¡Aquí! —le chilló al familiar—. ¡Date prisa!
Éste volvió la cara ensangrentada hacia él.
—Ven aquí —le ordenó Burgess.
Los separaban unos cuantos metros: unas pocas zancadas en dirección a la meta y la carrera estaba ganada.
—¡Corre hacia mí! —gritaba Burgess—. ¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!
El familiar estaba cansado, pero reconoció la voz de su amo. Dio unos pasos largos en dirección a la meta, siguiendo a ciegas las llamadas de Burgess.
Cuatro pasos. Tres…
Y Kinderman lo superó y cruzó la línea de meta. El miope Kinderman ganó la carrera un paso por delante de Voight sin saber qué victoria había alcanzado, sin ver siquiera los horrores que yacían a sus pies.
No hubo aclamaciones ni felicitaciones cuando cruzó la línea de llegada.
Alrededor de las gradas el aire pareció oscurecerse, y el ambiente se llenó de un frío que no correspondía a aquella estación.
Agitando la cabeza como si pidiera perdón, Burgess cayó de rodillas.
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre… Era un truco demasiado viejo. Una reacción demasiado ingenua. La multitud empezó a retirarse. Algunos habían empezado a correr. Los niños, conociendo la naturaleza de la oscuridad por acabar de salir de ella, fueron los menos afectados. Tomaron a sus padres de la mano y los sacaron del lugar como si fueran corderos, diciéndoles que no volvieran la vista atrás, y sus padres recordaron a medias el útero, el primer túnel, la primera salida dolorosa de un paradero hechizado, la primera tentación terrible de volver la vista atrás y morir. Y, mientras lo iban recordando, desaparecían con sus hijos.
Sólo Kinderman parecía indiferente a todo. Se sentó en las gradas y se limpió las gafas, sonriente por su triunfo e impertérrito ante el frío.
Burgess, sabiendo que sus plegarias eran inútiles, puso pies en polvorosa y desapareció dentro del palacio de Westminster.
El familiar, desamparado, renunció a toda pretensión de apariencia humana y se convirtió en sí mismo. Etéreo, insípido, escupió la carne repelente de Joel. La cara del corredor, mascada a medias, cayó sobre la grava, al lado de su cuerpo. El familiar se adentró en el aire y volvió al Circulo que llamaba su casa.
El aire de los pasillos del poder estaba viciado: no había en él vida ni esperanza de socorro.