Aquel día, el muchacho no parecía nada contento. Habría apostado a que se trataba de un problema de faldas. Siempre surgían problemas de mujeres, especialmente con la reputación de chico de oro que se había ganado Joel. Le intentó convencer de que ya tendría tiempo para camas y lupanares cuando su carrera tocara a su fin, pero a Joel no le interesaba mantenerse casto, y Cameron no podía desaprobarlo del todo.
Levantaron la pistola y sonó el disparo. Salió un penacho de humo blanco azulado, seguido por un sonido más de taponazo que de detonación. El disparo despertó a las palomas de la cúpula de San Pablo, que alzaron el vuelo, interrumpida su adoración, en una congregación de aleteos.
Joel salió muy bien. Limpio, elegante y rápido.
La muchedumbre empezó a aclamar inmediatamente su nombre; las voces le resonaban en la espalda y a su alrededor. Fue como una explosión de entusiasmo apasionado.
Cameron lo contempló durante los diez primeros metros, mientras los participantes maniobraban en busca de un puesto en la carrera. Loyer iba a la cabeza del pelotón, aunque Cameron no estaba seguro de si había llegado allí por decisión propia o por azar. Joel seguía a McCloud, que iba detrás de Loyer. «Sin prisas, chico», dijo Cameron, y abandonó la contemplación de la línea de salida. Tenía la bicicleta encadenada en Paternoster Row, a un minuto andando desde la plaza. Siempre odió los coches: eran artefactos descreídos, desvencijados, inhumanos, no cristianos. En una bici eras tu propio amo. ¿No era eso todo lo que podía pedir un hombre?
—… y la salida de lo que puede ser una maravillosa carrera ha sido muy buena. Van cruzando la plaza y el público está enardecido. En realidad, se parece mas a una carrera de los Juegos Europeos que a una competición benéfica. ¿Qué opinas tú, Jim?
—Bien, Mike; puedo ver aglomeraciones a lo largo de la pista en la calle Fleet. La policía me pide que aconseje al público que no trate de acercarse en coche a los corredores porque, como es natural, todas esas calles están cortadas al tráfico debido al acontecimiento, y quien intente aproximarse en coche no llegará a ninguna parte.
—¿Quién va en cabeza de momento?
—Bueno, Nick Loyer está marcando el paso en esta fase de la competición aunque, por supuesto, va a haber mucho juego estratégico en una distancia de este tipo. Es más que una distancia media y menos que un maratón, pero todos estos hombres son estrategas, e intentarán que los demás lleven al principio el peso de la carrera.
Cameron siempre decía: deja que los demás sean los héroes.
Joel descubrió que ésa era una lección difícil de aprender. Cuando se disparaba la pistola costaba trabajo no echarse a correr a pleno pulmón, como un muelle destensado de repente. Darlo todo en los primeros doscientos metros y quedarse sin reservas.
Cameron solía decir que resulta fácil ser un héroe. Pero que no es inteligente, nada en absoluto. No pierdas el tiempo exhibiéndote, deja a los superhombres su pequeño triunfo. Mantente en el pelotón y resérvate un poco. Es mejor ser aclamado al final por un triunfo que ser considerado un perdedor con buena voluntad.
Gana. Gana. Gana.
A cualquier precio. A
casi
cualquier precio.
Gana.
El hombre que no quiere ganar no es amigo mío, decía. Si lo quieres hacer por amor al arte, por diversión, búscate a otro. Sólo los estudiantes de colegios privados se creen esa trola del juego por el juego. No hay alegría para los perdedores, hijo. ¿Qué he dicho?
No hay alegría para los perdedores.
Sé bárbaro. Observa las reglas, pero fuérzalas hasta el límite. Mientras puedas empujar, empuja. No permitas que otro hijo de puta te diga algo distinto. Estás aquí para ganar. ¿Qué he dicho?
Ganar.
En Paternoster Row no se oían aclamaciones y las moles de los edificios ocultaban el sol. Casi hacía frío. Las palomas seguían volando, incapaces de posarse ahora que las habían espantado de sus nidos. Eran los únicos habitantes de aquellos callejones. El resto del mundo vivo parecía estar observando la carrera.
Cameron desató su bicicleta, se metió en el bolsillo la cadena y los candados y montó de un salto. «Estoy bastante ágil para ser un hombre de cincuenta años —pensó— a pesar de mi adicción a los cigarros baratos.» Encendió la radio. Las ondas, obstruidas por los edificios, llegaban mal; sólo se oían chisporroteos. Se quedó a horcajadas sobre la bici y trató de sintonizar mejor. Tuvo suerte.
—… y Nick Loyer ya se está quedando atrás…
¡Qué pronto! Cuidado, hacía dos o tres años que Loyer había perdido su plenitud física. Le había llegado la hora de tirar las zapatillas y dejar el sitio a los jóvenes. Lo tendría que hacer por muy doloroso que resultara. Cameron recordó cómo se sintió a los treinta y tres, cuando se dio cuenta de que sus mejores años de corredor se habían acabado. Era como tener un pie en la tumba, un saludable recordatorio de la rapidez con que florece y empieza a marchitarse el cuerpo.
Al salir pedaleando de las sombras y entrar en una calle más soleada, se cruzó con un Mercedes negro con chófer, que circulaba tan silenciosamente que podría haber sido impulsado por el viento. Pudo entrever a los pasajeros muy brevemente. En uno de ellos reconoció al hombre con el que Voight había estado hablando antes de la carrera, un individuo de cara delgada, de unos cuarenta años, con la boca tan apretada que parecía que le hubieran extirpado quirúrgicamente los labios.
A su lado iba sentado Voight.
Por imposible que pareciera, fue la cara de Voight la que volvió la vista a través de los cristales ahumados; aún iba vestido para la carrera.
A Cameron no le gustó nada todo aquello. Había visto echar a correr al sudafricano cinco minutos antes. Así pues, ¿quién era aquél? Un doble, obviamente. Pero algo olía a chamusquina; hedía a perro muerto.
El Mercedes ya estaba doblando la esquina. Cameron apagó la radio y se puso a pedalear atropelladamente detrás del coche. Al correr, el sol balsámico le hacía sudar.
El Mercedes se iba abriendo camino por las calles estrechas con cierta dificultad, ignorando todas las señales de prohibición. La escasa velocidad del vehículo permitió a Cameron tenerlo a la vista sin que lo descubrieran sus ocupantes, aunque el esfuerzo empezaba a crearle molestias en los pulmones.
El Mercedes se paró en una avenida pequeña y anónima al oeste del callejón Fetter, donde las sombras eran particularmente densas. Cameron, oculto en una esquina a menos de veinte metros del coche, vio al chófer abrir la portezuela y apearse al hombre sin labios y al simulacro de Voight detrás; luego entraron en un edificio indescriptible. Cuando desaparecieron los tres, Cameron apoyó su bici contra una pared y los siguió.
En la calle reinaba un silencio sepulcral. A tanta distancia del rugido de la masa, no llegaba más que un leve murmullo. La calle podría haber sido de otro mundo. Las sombras revoloteantes de los pájaros, las ventanas de los edificios tapiadas con ladrillos, la pintura desconchada, el olor a podrido de aquel aire ingrávido. Junto a la boca de una alcantarilla yacía un conejo muerto, un conejo negro con un collar blanco, la mascota que alguien habría perdido. Las moscas se levantaban y abalanzaban sobre él, alternativamente asustadas y voraces.
Cameron se acercó a la puerta abierta con todo el sigilo de que fue capaz. No tenía nada que temer. Hacía un buen rato que el trío había desaparecido por el oscuro pasillo de la casa. En el vestíbulo el aire era fresco y olía a húmedo. Haciéndose el intrépido, aunque se sentía asustado, Cameron entró en aquel edificio oculto. El papel de las paredes del pasillo era de color de mierda, igual que la pintura. Era como adentrarse en un intestino, el intestino de un hombre muerto; frío y lleno de caca. Las escaleras que tenía delante se habían hundido, impidiendo el acceso al piso superior. Luego no se habían dirigido arriba, sino que habían bajado.
La puerta que conducía al sótano estaba al lado de la escalera destrozada, y Cameron pudo oír voces procedentes de abajo.
«Cuanto antes mejor», pensó, y abrió la puerta lo suficiente como para poder deslizarse en la oscuridad que había tras ella. Estaba gélida. No fría o húmeda simplemente, sino refrigerada. Por un momento creyó que se había metido en una cámara frigorífica. Su aliento se convirtió en vaho: estuvo a punto de castañetear los dientes.
«No puedo echarme atrás ahora», pensó, y empezó a bajar por las escaleras resbaladizas de hielo. Reinaba una oscuridad inverosímil. Al final de las escaleras, muy abajo, parpadeó una pálida luz, y su brillo mortecino pareció aspirar a la luz del día. Cameron echó una mirada nostálgica a la puerta que tenía tras él. Resultaba tentadora, pero él era curioso, demasiado curioso. Lo único que podía hacer era seguir bajando.
El aroma del lugar le irritó las fosas nasales. Tenía el olfato atrofiado y el paladar aún peor, como a su mujer le gustaba recordarle. Solía decir que no era capaz de distinguir entre una rosa y un ajo, y probablemente fuera cierto. Pero el olor de aquel agujero le sugería algo, algo que le estimulaba los ácidos del estómago.
Cabras. Le habría gustado poder decírselo inmediatamente a su mujer: olía a cabras.
Ya casi había llegado al final de las escaleras; tal vez se encontrara a cinco o diez metros bajo tierra. Las voces aún se oían lejos, detrás de una segunda puerta.
Entró en una pequeña cámara cuyas paredes habían sido encaladas de mala manera y que estaban pintarrajeadas con dibujos obscenos, reproducciones en su mayoría del acto sexual. En el suelo había un candelabro con siete brazos. Sólo estaban encendidas dos velas sucias, y ardían con una llama apagada casi azul. El olor a cabra se hizo más intenso, y se mezcló con un aroma tan dulzón que parecía proceder de un burdel turco.
Dos puertas conducían fuera de la cámara, y detrás de una de ellas Cameron oyó la continuación de la conversación. Cruzó con un cuidado escrupuloso el pavimento resbaladizo que mediaba hasta la puerta, esforzándose por desentrañar el sentido de aquellos murmullos. Había urgencia en los tonos de las voces.
—… de prisa…
—… las habilidades precisas…
—Niños, niños…
Una carcajada.
—Creo que… mañana… todos nosotros…
Otra carcajada.
De repente, las voces parecieron cambiar de dirección, como si los interlocutores volvieran hacia la puerta. Cameron dio tres pasos atrás por el suelo gélido y estuvo a punto de chocar con el candelabro. Cuando pasó frente a las llamas, éstas chisporrotearon y crepitaron.
Tenía que escoger entre las escaleras o la otra puerta. Las escaleras significaban la retirada absoluta. Si las subía se encontraría a salvo, pero no habría descubierto nada. No sabría nunca la razón del frío, de las llamas azules y del olor a cabras. La puerta representaba su única posibilidad. Se volvió hacia ella con los ojos fijos en la de enfrente, y forcejeó con el pomo de cobre, de un frío cortante. Éste acabó por ceder, y Cameron se esfumó de la vista en el preciso instante en que se abría la puerta de enfrente. Los dos movimientos habían sido perfectamente sincrónicos: Dios estaba con él.
En cuanto cerró la puerta, comprendió que había cometido un error. Dios no estaba con él.
El frío le penetró en la cabeza, los dientes, los ojos, los dedos como si de agujas se tratara. Se sintió como si lo hubieran tirado desnudo en pleno corazón de un iceberg. La sangre parecía habérsele paralizado en las venas: la saliva se le cristalizó en la lengua: la agüilla que tenía al borde de la nariz le escoció al congelarse. El frío lo asaetaba de tal forma que ni siquiera podía darse la vuelta.
Moviendo lo menos posible sus articulaciones, rebuscó su mechero con unos dedos tan adormecidos que se los podrían haber cortado sin que le dolieran.
El mechero se le pegó en seguida a la mano, pues el sudor de los dedos se le había congelado. Intentó encenderlo pese a la oscuridad y el frío. Chispeó reticentemente y ardió con una llama vacilante.
La habitación era amplia: una caverna cubierta de hielo. Las paredes y el suelo lleno de costras brillaban y lanzaban destellos. Sobre su cabeza colgaban estalactitas de hielo agudas como lanzas. El suelo que pisaba, mal nivelado, se inclinaba hacia un agujero abierto en mitad del cuarto. A menos de dos metros, la pared tenía tanto hielo que parecía que un río hubiera quedado congelado al irrumpir en la oscuridad.
Pensó en
Xanadú
, un poema que se sabía de memoria. Visiones de otra Albión…
Donde Alph, el río sagrado, se deslizaba
por cavernas inconmensurables para el hombre
hasta un mar sin sol
Si de verdad había un mar allí abajo tenía que estar helado. Era la muerte eterna.
Fue todo lo que pudo hacer para mantenerse de pie, para evitar resbalar por la pendiente hacia lo desconocido. El mechero parpadeó cuando una ráfaga de aire frío lo apagó.
—¡Mierda! —exclamó Cameron al quedarse a oscuras.
Nunca sabría si su voz puso sobre aviso al trío que se encontraba afuera o si Dios lo abandonó por completo en ese instante e invitó al trío a abrir la puerta. Pero cuando ésta se abrió de par en par, Cameron cayó al suelo. Demasiado entumecido y helado para evitar la caída, se estrelló contra el suelo helado en cuanto entró una vaharada de olor a cabra en el cuarto.
Se dio la vuelta a medias. En la puerta estaban el doble de Voight, el chófer y el tercer hombre del Mercedes. Llevaba un abrigo hecho, a simple vista, con varias pieles de cabra. Todavía le colgaban pezuñas y cuernos por todas partes. La sangre que manchaba esas pieles era marrón y viscosa.
—¿Qué hace aquí, señor Cameron? —le preguntó el hombre del abrigo de cabra.
Cameron apenas podía hablar. La única sensación que le quedaba en la cabeza era una suerte de pinchazo de angustia en medio de la frente.
—¿Qué infiernos está pasando? —preguntó, con los labios tan helados que casi no podía moverlos.
—Precisamente eso, señor Cameron —replicó el hombre—. Los infiernos se han desencadenado.
Al pasar St. Mary-le-Strand, Loyer volvió la vista atrás y dio un traspié. Joel, a unos tres metros de la cabeza, comprendió que Loyer se estaba desfondando. Demasiado rápido; eso le venía mal. Aminoró la velocidad, dejando que lo rebasaran McCloud y Voight. No tenía prisa. Kinderman estaba a una distancia considerable; era incapaz de competir con aquellos muchachos tan rápidos. Era la tortuga de la carrera, sin ninguna duda. Loyer fue superado por McCloud, luego por Voight y finalmente por Jones y Kinderman. Se le había acabado el resuello de repente, y tenía las piernas de plomo. Peor aún, veía el asfalto crujir y agrietarse a sus pies, y emerger dedos de él para tocarlo como niños sin amor. Parecía que era el único en verlos. La muchedumbre seguía rugiendo mientras esas manos imaginarias emergían de sus tumbas bajo el pavimento y lo asían firmemente. Cayó exhausto en brazos de aquellos muertos, con la juventud truncada y la energía consumida. Los ansiosos dedos de los muertos siguieron tirando de él mucho después de que los doctores lo hubieran retirado de la pista, lo examinaran y le administraran calmantes.