—Te amo, J. Y te tengo miedo. De hecho, creo que te amo porque te temo. ¿Es un vicio?
—Yo diría que sí.
—Sí, yo también.
—¿Por qué has tardado tanto en venir?
—Tenía que ordenar mis asuntos. Si no, cuando me fuera, habría sido el caos.
—¿Te vas?
La miró fijamente, con los músculos de la cara tensos por lo que tenía que decir.
—Espero que sí.
—¿Adónde?
Aún no había conseguido averiguar qué le había empujado hasta aquella casa después de ordenar sus asuntos, pedir perdón a su esposa mientras dormía, cerrar todas las vías de escape y olvidar sus contradicciones.
Aún no se le había ocurrido que su propósito era morir.
—Sólo me quedas tú, J. No me queda nada. Y no puedo ir a ninguna parte. ¿Me sigues?
—No.
—No puedo vivir sin ti.
El tópico era imperdonable. ¿No se le podía ocurrir una manera mejor de expresar sus sentimientos? Estuvo a punto de echarse a reír de su trivialidad. Pero él no había acabado.
—… Y ciertamente no puedo vivir
contigo
. —El tono cambió abruptamente—. Porque me das asco, mujer; todo tu ser me repugna.
—¿Y entonces? —preguntó ella suavemente.
—Entonces… —Se volvió tierno de nuevo, y ella empezó a comprender—… mátame.
Era grotesco. La estaba mirando fijamente con los ojos brillantes.
—Es lo que deseo. Créeme, es todo lo que deseo en este mundo. Mátame de la manera que más te guste. Me iré sin resistencia, sin una sola queja.
Recordó el viejo chiste. El masoquista le dice al sádico: «¡Pégame! ¡Por el amor de Dios, pégame!». Y el sádico al masoquista: «No».
—¿Y si me niego? —respondió.
—No puedes negarte. Soy odioso.
—Pues yo no te odio, Titus.
—Deberías. Soy débil. Te soy inútil. No te he enseñado nada.
—Me has enseñado mucho. Ahora puedo controlarme.
—La muerte de Lyndon fue controlada, ¿no?
—Ciertamente.
—Me pareció un poco excesiva.
—Recibió su merecido.
—Dame lo que merezco, pues, también a mí. Te he encerrado. Te rechacé cuando me necesitabas. Castígame por ello.
—He sobrevivido.
—¡J.!
Ni siquiera en ese momento supremo fue capaz de llamarla por su nombre.
—Te lo pido por Dios. Es lo único que quiero de ti. Hazlo por cualquier rencor oculto que me guardes. Por compasión, por desprecio o por amor. Pero hazlo; hazlo, por favor.
—No.
Súbitamente, Titus cruzó la habitación y la abofeteó con rudeza.
—Lyndon dijo que eras una puta. Tenía razón; lo eres. Una rata de alcantarilla; nada más que eso.
Se apartó, dio la vuelta, se encaró otra vez a ella, la volvió a golpear con más rapidez, con más fuerza, una y otra vez, seis o siete veces, adelante y atrás.
Luego se detuvo jadeando.
—¿Quieres dinero?
Ahora ofertas. Primero golpes y luego ofertas. Estaba lleno de lágrimas, conmocionado, y Jacqueline no podía hacer nada por evitarlo.
—¿Quieres dinero? —repitió.
—¿Tú qué crees?
No captó el sarcasmo y empezó a sembrar billetes a sus pies, docenas y más docenas, como ofrendas alrededor de la estatua de la Virgen.
—Todo lo que quieras,
Jacqueline
.
Sintió algo parecido al dolor de estómago cuando le entraron prisas por matarlo, pero se dominó. Eso significaría echarse en sus brazos, convertirse en el instrumento de su voluntad, quedarse sin poder. La volvían a utilizar: eso era lo único que había conseguido en su vida. La habían criado como si fuera una vaca: para que rindiera algo. Algo de cariño para los maridos, de leche para los bebés, de muerte para los viejos. Y, como una vaca, se esperaba que fuera complaciente con cualquier petición que se le hiciera y en las circunstancias que fuesen. Bueno, pues esta vez no.
Se dirigió hacia la puerta.
—¿Qué estás haciendo?
Cogió la llave.
—Tu muerte es asunto tuyo, no mío.
Titus corrió hacia ella y la alcanzó antes de que pudiera abrir la puerta, y el golpe que le dio —por su fuerza y su maldad— fue totalmente inesperado.
—¡Puta! —chilló, y una lluvia de golpes sucedieron al primero.
La cosa que en su estómago quería matar creció un poco más.
Titus tenía los pelos liados en el pelo de Jacqueline. La llevó a rastras a la habitación, gritándole un torrente interminable de obscenidades, como si hubiera abierto un dique lleno de agua de alcantarilla que se derramara encima de ella. Para él era sólo una forma más de conseguir lo que quería, se dijo a sí misma: «Si sucumbes estás perdida: te está manipulando». Los insultos seguían arreciando: las mismas palabras sucias que se les habían escupido a generaciones de mujeres insumisas. Puta, herética, zorra, perra, monstruo.
Sí, ella era todo eso.
«Si —pensó—, soy un monstruo.»
La idea lo hizo más sencillo. Se dio la vuelta. Él supo lo que se proponía aun antes de que lo mirara. Dejó caer las manos de encima de su cabeza. Jacqueline ya tenía la cólera en la garganta, estaba a punto de inundarlo con ella.
«Me llama monstruo, luego soy un monstruo. Hago esto por mí, no por él. Nunca por él. ¡Para mí!»
Se quedó boquiabierto cuando ella lo tocó con su voluntad, y los ojos brillantes dejaron de brillarle por un momento; el deseo de morir se hizo deseo de sobrevivir. Demasiado tarde, claro. Rugió. Ella oyó un eco de gritos, pasos y amenazas procedente de las escaleras. Estarían en el cuarto en cuestión de segundos.
—Eres un animal.
—No —respondió Titus, convencido de que ya estaba sujeto a su mando.
—No existes —dijo, avanzando hacia él—. Jamás encontrarán los restos de lo que fue Titus. Titus ha desaparecido. El resto sólo es…
El dolor fue terrible. Le impidió articular palabra alguna. ¿O era ella quien le modificaba la garganta, el paladar y toda la cabeza? Le estaba separando las placas del cráneo y reorganizándolas.
«No —quiso decir—; éste no es el ritual refinado que yo había previsto. Quería morir doblado dentro de ti, quería irme con los labios soldados a los tuyos, encontrando dentro de ti la tranquilidad de la muerte. No es así como lo quiero.»
No. No. No.
Los hombres que la habían vigilado estaban golpeando la puerta. No los temía, naturalmente, pero podían estropear su obra antes de que le diera los últimos retoques.
Alguien se abalanzó contra la puerta. La madera se resquebrajó y la puerta se abrió de golpe. Los dos hombres estaban armados. Tenían las armas firmemente empuñadas y la apuntaron.
—¿Señor Pettifer? —preguntó el más joven.
En la esquina del cuarto, bajo la mesa, brillaron los ojos de Pettifer.
—¿Señor Pettifer? —repitió, ignorando a la mujer.
Pettifer negó con su cabeza aplastada. «No te acerques más, por favor», pensó.
El hombre se acuclilló y miró por debajo de la mesa la repugnante bestia que estaba agazapada allí, ensangrentada a causa de la transformación, pero viva. Ella le había matado los nervios, de forma que no sintió nada de dolor. Sobrevivió con las manos dobladas como zarpas, las piernas enrolladas alrededor de la espalda, las rodillas rotas de tal guisa que parecía un cangrejo de cuatro patas, el cerebro a la vista, los ojos sin párpados, la mandíbula inferior destrozada y doblada sobre la superior como un bulldog, sin lágrimas, la espina dorsal partida; se había reencarnado en algo que no era humano.
«Eres un animal», había dicho ella. Y lo que estaba a la vista no era una mala réplica de su condición de bestia.
El pistolero tuvo arcadas al reconocer fragmentos de su jefe. Se levantó con la barbilla grasienta y le echó una ojeada a la mujer.
Jacqueline se encogió de hombros.
—¿Tú has hecho esto? —inquirió con una mezcla de respeto y repugnancia.
Ella asintió.
—Ven, Titus —dijo, chasqueando los dedos.
La bestia negó con la cabeza, sollozando.
—Ven, Titus —insistió con más fuerza, y Titus Pettifer salió contoneándose de su escondite, dejando tras él un reguero como el de un saco de carne agujereado.
El hombre disparó sobre los restos de Pettifer por puro instinto. Cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa con tal de evitar que aquella asquerosa criatura se le acercara.
Titus dio dos pasos atrás tambaleándose sobre sus zarpas ensangrentadas, se agitó como si quisiera quitarse la muerte de encima y murió sin conseguirlo.
—¿Contento? —preguntó ella.
El pistolero levantó la mirada del cadáver. ¿Estaba hablando el poder con él? No; quien le hacia la pregunta era Jacqueline, que contemplaba los restos de Pettifer.
—¿Contento?
El pistolero dejó caer su arma. Su compañero hizo lo mismo.
—¿Cómo ha ocurrido esto? —preguntó el hombre que estaba junto a la puerta.
Era una pregunta sencilla: una pregunta infantil.
—Él lo pidió —dijo Jacqueline—. Era todo lo que yo le podía dar. El hombre de la pistola asintió y cayó de rodillas.
Testimonio de Vassi (última parte)
El azar ha desempeñado un papel extrañamente importante en mi romance con Jacqueline Ess. A veces parece que haya estado sujeto a cualquier acontecimiento que estremeciera el mundo, afectado por el más mínimo capricho del destino. Otras, he tenido la sospecha de que era ella quien estaba dirigiendo mi vida con su mente, como hacía con centenares, con millares de personas, preparando todos mis encuentros casuales, coreografiando mis victorias y mis derrotas, guiándome ciegamente hasta el último encuentro.
La encontré sin saber que la había encontrado, ésa fue la ironía. Primero le había seguido la pista hasta una casa en Surrey, una casa que el año anterior había sido testigo de la muerte de un tal Titus Pettifer, un multimillonario asesinado de un disparo por uno de sus guardias personales. En el piso de arriba, donde había tenido lugar el crimen, todo era serenidad. Si de verdad ella estuvo allí, habían borrado todas sus huellas. La casa, ahora casi en ruinas, fue objeto de todo tipo de pintadas, y sobre la pared de yeso manchada del cuarto alguien había dibujado el garabato de una mujer. Tenía unos atributos exageradamente obscenos, y en su sexo abierto relucía lo que parecía un rayo. A sus pies se encontraba una criatura de una especie indeterminable. Tal vez un cangrejo o un perro, a lo mejor incluso un hombre. Fuera lo que fuera, no tenía control sobre sí mismo. Estaba sentado a la luz de la presencia atormentadora de aquella mujer, y por su expresión parecía contarse a sí mismo entre los elegidos. Mirando a aquella criatura marchita con los ojos vueltos para contemplar a la
madonna
ardiente, supe que el cuadro era un retrato de Jacqueline.
No sé cuánto tiempo estuve mirando la pintada, pero me interrumpió un hombre que parecía hallarse en peores condiciones que yo. Iba sin afeitar ni lavar, y su porte reflejaba tal abatimiento que me sorprendió que consiguiera mantenerse derecho. Despedía un olor que no habría avergonzado a una mofeta.
No llegué a saber su nombre, pero me dijo que era el autor del cuadro de la pared. Era fácil creerlo. Su desesperación, su hambre, su confusión; todo eran indicios de que aquel hombre había visto a Jacqueline.
Estoy seguro de que si fui duro al interrogarlo; me lo perdonó. Contar todo lo que había visto el día en que Pettifer fue asesinado y saber que yo lo creía a pies juntillas fue para él un alivio. Me dijo que su compañero de servicio, el hombre que efectuó los disparos que acabaron con Pettifer, se había suicidado en la cárcel.
Su vida, dijo, carecía de sentido. Ella se lo había quitado. Le consolé como pude, diciéndole que ella no era malvada y que no debía temer que volviera a por él. Cuando le dije eso se echó a llorar, en mi opinión más desamparado que aliviado.
Por último le pregunté si sabía dónde se encontraba Jacqueline. Creo que dejé para el final esa pregunta, la que más me interesaba, porque no me atreví a suponer que pudiera contestarla. Pero, gracias a Dios, conocía su paradero. No abandonó la casa inmediatamente después de la muerte de Pettifer. Se sentó junto a él y él le habló tranquilamente de sus hijos, su sastre y su coche. Le preguntó por su madre, y él le contestó que fue prostituta. ¿Había sido feliz?, le preguntó Jacqueline. Le respondió que lo ignoraba. ¿Lloró ella alguna vez?, inquirió. Él le dijo que nunca la oyó reír o llorar en su vida. Y Jacqueline asintió y le dio las gracias.
Más tarde, antes de suicidarse, el otro pistolero le dijo que Jacqueline se había ido a Amsterdam. Eso lo sabía a ciencia cierta por un hombre llamado Koos. Y así empieza a cerrarse el círculo, ¿verdad?
Pasé siete semanas en Amsterdam sin encontrar una sola pista de su paradero hasta ayer por la tarde. Fueron siete semanas de castidad, lo que resulta inhabitual en mí. Decaído y frustrado, me dirigí al barrio de las prostitutas en busca de una mujer. Se sentaban junto a las ventanas, ¿saben?, como maniquíes, al lado de lámparas de flecos rosados. Unas tenían perros enanos en el regazo, otras leían. La mayoría de ellas se limitaban a mirar la calle como hipnotizadas.
No encontré caras que me interesaran. Todas parecían tristes, apagadas, muy distintas a la suya. Sin embargo, no me podía ir. Era como un niño gordo en una tienda de caramelos; demasiado asqueado para comprar algo, pero demasiado goloso para alejarme de allí.
Mediada la noche, un hombre joven entre la multitud se dirigió a mí. Después de una inspección más detallada, advertí que no tenía nada de joven, sino que iba muy maquillado. No tenía cejas, sólo trazos de lápiz sobre la piel brillante. Un racimo de pendientes dorados en la oreja izquierda, un melocotón a medio comer en la mano enguantada de blanco, sandalias abiertas, uñas pintadas con laca. Me cogió de la manga como si fuera de su propiedad.
Seguramente me sonreí burlonamente ante su aspecto enfermizo, pero no pareció que mi desprecio le molestara. «Pareces un hombre juicioso», dijo. No me parecía en nada a eso: debe de estar equivocado, contesté. «No —replicó—, no estoy equivocado. Eres Oliver Vassi.»
Absurdamente, mi primera idea fue que pretendía matarme. Intenté escapar, pero me tenía asido fuertemente de la muñeca.
«Quieres una mujer», dijo. ¿Dudé lo suficiente como para que interpretara como un sí mi negativa? «Tengo una mujer que no se parece a ninguna —prosiguió—; es un milagro. Sé que la querrás conocer carnalmente.»