Y entonces me dejó.
Yo sabía por qué: buscaba a alguien que le enseñara a usar su fuerza. Pero comprender sus razones no alivió mi desmoronamiento.
Me vine abajo: perdí mi trabajo, mi identidad, los pocos amigos que me quedaban en el mundo. Apenas si me di cuenta. Fueron pérdidas menores comparadas con la de Jacqueline…
—Jacqueline.
«¡Dios mío! —pensó—. ¿Es éste de verdad el hombre más influyente del país?» Parecía tan poco atractivo y tan poco espectacular… Ni siquiera tenía fuerte la barbilla.
Pero Titus Pettifer era el poder.
Dirigía tantos monopolios que no podía ni contarlos. Sus comentarios en el mundo financiero podían destrozar compañías como si fueran de papel, acabar con las ambiciones de cientos y con las carreras de miles de personas. A su sombra se amasaban fortunas de la noche a la mañana, empresas enteras se desmoronaban cuando les soplaba encima, víctimas de su capricho. Si algún hombre conocía el poder, era él. Tenía cosas que enseñar.
—No le importará que le llame J., ¿verdad?
—No.
—¿Ha esperado mucho?
—Lo suficiente.
—Normalmente no hago esperar a las mujeres hermosas.
—Sí que lo hace.
Ella ya lo conocía: dos minutos en su presencia le habían bastado para tomarle la medida. Se metería con más rapidez en su terreno si se mostraba insolente.
—¿Siempre llama por sus iniciales a las mujeres a quienes acaba de conocer?
—Es útil para archivarlas. ¿Le importa?
—Depende.
—¿De qué?
—De lo que me dé a cambio de ese privilegio.
—Así que es un privilegio conocer su nombre.
—Sí.
—Bueno… Me siento honrado. A no ser, naturalmente, que le conceda ese privilegio a cualquiera.
Negó con la cabeza, No; comprendió que no era pródiga en afectos.
—¿Por qué ha esperado tanto tiempo para verme? ¿Por qué he tenido que recibir informes de sus asedios a mis secretarias con exigencias continuas de verme? ¿Quiere dinero? Porque si es así se irá con las manos vacías. Me hice rico gracias a la mezquindad, y cuanto más rico me hago, más mezquino me vuelvo.
La observación era correcta: la hizo con absoluta sencillez.
—No quiero dinero —dijo ella con la misma sencillez.
—Eso es reconfortante.
—Los hay más ricos que usted.
Levantó las cejas, sorprendido. Aquella belleza sabía morder.
—Cierto.
Había por lo menos media docena de hombres más ricos que él en el hemisferio.
—No soy una pequeña admiradora insignificante. No he venido aquí a hacerme con un nombre. He venido porque tenemos intereses comunes; mucho que ofrecernos el uno al otro.
—¿Como qué?
—Yo tengo mi cuerpo.
Él sonrió. Era la oferta más directa que le habían hecho desde hacia años.
—¿Y qué le doy yo en recompensa por tanta generosidad?
—Quiero aprender…
—¿Aprender?
—… a utilizar el poder.
Aquella mujer cada vez le resultaba más extraña.
—¿Qué quiere decir? —preguntó para hacer tiempo.
No le había tomado la medida; le molestaba, lo desconcertaba.
—¿Tendré que decírselo otra vez, pero a la manera burguesa? —preguntó a su vez, afectando insolencia, con una sonrisa que le empezó a parecer atractiva.
—No hace falta. Quiere aprender a usar el poder. Supongo que le podría enseñar…
—Sé que puede.
—Hágase cargo; soy un hombre casado. Virginia y yo llevamos dieciocho años juntos.
—Tiene tres hijos, cuatro casas, una doncella llamada Mirabelle. Odia Nueva York y le encanta Bangkok; usa el dieciséis y medio de cuello de camisa; su color favorito, el verde.
—Turquesa.
—Conforme envejece se vuelve usted más ingenioso.
—No soy viejo.
—Dieciocho años de casado envejecen prematuramente a cualquiera.
—No a mí.
—Demuéstrelo.
—¿Cómo?
—Tómeme.
—¿Qué?
—Tómeme.
—¿Aquí?
—Baje las persianas, cierre la puerta, desenchufe el terminal del ordenador y tómeme. Le desafío.
—¿Desafiar?
¿Cuánto tiempo hacia que alguien lo
desafiaba
a algo?
—¿Desafiar?
Estaba excitado. No se había excitado tanto desde hacia doce años. Bajó las persianas, cerró la puerta y apagó la gráfica de sus fortunas en la pantalla.
«¡Dios mío —pensó ella—, ya lo tengo!»
No fue una pasión tan espontánea como la que sintió por Vassi. Por una razón: Pettifer era un amante torpe e inexperto. Por otra: tenía demasiado miedo a su esposa como para ser un adúltero consumado. Creía ver a Virginia en todas partes: en los vestíbulos de los hoteles en que alquilaban una habitación para pasar la tarde, en los taxis que se acercaban a sus lugares de cita, una vez incluso (juró que el parecido era absoluto) vestida de camarera y limpiando la mesa de un restaurante. No eran más que imaginaciones, pero empañaban la espontaneidad del romance.
A pesar de todo, ella estaba aprendiendo de él. Era tan brillante en las finanzas como inepto en el amor. Aprendió a ser poderosa sin utilizar el poder, a no dejarse afectar por la estupidez que las personas con carisma provocan entre los seres ordinarios, a tomar las decisiones sencillas de una forma sencilla, a no tener piedad. Aunque a este último respecto no necesitaba aprender mucho. Tal vez fuera más exacto decir que la enseñó a no echar nunca de menos su instintiva falta de compasión, a juzgar fríamente quién merecía la extinción y quién podía contarse entre los justos.
Ella no se mostró ante él ni una sola vez, aunque utilizó sus habilidades con absoluta discreción para engendrar el placer en su avejentado sistema nervioso.
La cuarta semana de su aventura estaban tumbados uno al lado del otro en una habitación lila, mientras el tráfico de media tarde rugía a sus pies. Había sido una mala relación sexual; él estaba nervioso y no consiguió sacarle de su ensimismamiento con ningún truco. Fue muy rápida y casi sin pasión.
Le iba a decir algo. Ella lo sabía: la revelación estaba aguardando detrás de su garganta. Dándose la vuelta hacia él, le dio masajes en las sienes con su mente, tranquilizándolo para que hablara.
Estaba a punto de arruinar el día.
Estaba a punto de arruinar su carrera.
Estaba a punto —«¡Dios, socórreme!»— de arruinar su vida.
—Tengo que dejar de verte.
No se atrevería, pensó ella.
—No estoy seguro de lo que sé acerca de ti o, más bien, de lo que creo saber acerca de ti, pero me hace… ser precavido contigo, J. ¿Lo comprendes?
—No.
—Me temo que sospecho… que has cometido crímenes.
—¿Crímenes?
—Tienes pasado.
—¿Quién ha estado hurgando en él? —inquirió—. ¿Seguro que no fue Virginia?
—No; Virginia, no. No es nada curiosa.
—Entonces, ¿quién?
—No es asunto tuyo.
—¿Quién?
Ejerció una ligera presión sobre las sienes de Titus. Este gimió de dolor.
—¿Qué te ocurre? —preguntó ella.
—Me duele la cabeza.
—Estrés, no es más que estrés. Puedo quitártelo, Titus.
Le tocó la frente con los dedos, suavizando al mismo tiempo la presión que ejercía sobre él. Suspiró al aliviarse.
—¿Estás mejor?
—Sí.
—¿Quién ha estado fisgoneando, Titus?
—Tengo un secretario personal, Lyndon. Ya te he hablado de él. Conoció nuestras relaciones desde el principio. Claro, alquila los hoteles y prepara las historias que sirven de tapadera.
Había algo infantil en su discurso que resultaba conmovedor. Como si estuviera avergonzado de dejarla con el corazón destrozado.
—Lyndon es todo un milagrero. Ha inventado un montón de historias para hacer que las cosas entre nosotros fueran más sencillas. Así que no tiene nada en contra tuya. Sólo que vio por casualidad una de las fotografías que te hice. Se las había dado para que las tirara.
—¿Por qué?
—No debí hacerlas; fue un error. Virginia podría haber… —Se paró y volvió a empezar—. Sea como sea, te reconoció aunque no podía recordar cuándo te había visto antes.
—Pero acabó por acordarse.
—Solía trabajar como gacetillero para uno de mis periódicos. Así es como llegó a convertirse en mi ayudante personal. Te recordó por tu encarnación anterior, por decirlo de alguna forma. Jacqueline Ess, mujer de Benjamin Ess, muerta.
—Muerta.
—Me trajo otras fotos, no tan bonitas como las tuyas.
—Fotografías ¿de qué?
—De tu casa. Y del cuerpo de tu marido. Dijeron que era un cuerpo, aunque no le quedaba nada de humano.
—Desde el principio hubo poco de ser humano en él —dijo con sencillez, pensando en los fríos ojos de Ben y en sus manos aún más frías.
Sólo merecía que lo encerraran y lo olvidaran.
—¿Qué le ocurrió?
—¿A Ben? Fue asesinado.
—¿Cómo?
¿Le había temblado un poco la voz?
—De una manera muy sencilla.
Se había levantado de la cama y estaba de pie junto a la ventana. Una intensa luz de verano penetraba por las rendijas de la persiana y los contornos de su cara quedaban dibujados por franjas de luz y sombra.
—Tú lo hiciste.
—Sí. —Le había enseñado a ser franca—. Sí, fui yo.
También le había enseñado a ser parca en amenazas.
—Déjame y volveré a hacerlo.
Él negó con la cabeza.
—Nunca. No te atreverás.
Estaba de pie ante ella.
—Tenemos que comprendernos, J. Soy poderoso y puro. ¿Comprendes? Mi rostro público no puede verse afectado por el escándalo. Me podría permitir una querida, o una docena, aunque se dieran a conocer. Pero, ¿una asesina? No, eso me arruinaría la vida.
—¿Te está chantajeando ese Lyndon?
Contempló el día a través de las persianas con una mirada angustiada en el rostro. Tuvo una contracción en los nervios de la mejilla, bajo el ojo izquierdo.
—Sí, ya que lo quieres saber —reconoció con una voz apagada—. El bastardo me tiene bien cogido.
—Comprendo.
—Y si él puede sospechar, también pueden hacerlo los demás. ¿Comprendes?
—Yo soy fuerte; tú eres fuerte. Podemos hacerles dar vueltas sobre la punta de los meñiques.
—No.
—Sí. Tengo poderes, Titus.
—No lo quiero saber.
—Lo sabrás —repuso ella.
Lo miró, cogiéndolo por las manos sin tocarlo. Él observaba con los ojos como platos cómo sus manos se alzaban sin quererlo para tocarle la cara, acariciarle el pelo con el más cariñoso de los gestos. Hizo que sus dedos temblones le recorrieran los pechos con más ardor del que podía reunir por iniciativa propia.
—Siempre eres demasiado indeciso, Titus —dijo, mientras le obligaba a manosearla hasta casi hacerle daño—. Así es como me gusta.
Ahora las manos de Titus se encontraban más abajo, haciendo que una expresión distinta aflorara a la cara de Jacqueline. Estaba invadida de mareas, se sentía completamente viva…
—Más adentro…
Introdujo el dedo, la acarició con el pulgar.
—Me gusta esto, Titus, ¿Por qué no me lo puedes hacer sin que te lo tenga que pedir?
Él se sonrojó. No le gustaba hablar de lo que hacían juntos. Ella le obligó a que entrara más profundamente, susurrando.
—No me voy a romper, ¿sabes? Virginia puede ser de porcelana de Dresde, pero yo no. Quiero sentimiento, quiero algo que me permita recordarte cuando no esté contigo. Nada es eterno, ¿no es cierto? Pero quiero algo que me dé calor durante la noche.
Se estaba cayendo de rodillas con las manos puestas, por decisión de Jacqueline, sobre su cuerpo y dentro de él, recorriéndola como dos cangrejos lujuriosos. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Ella pensó que era la primera vez que lo veía sudar.
—No me mates —gimoteó.
—Podría hacerte desaparecer.
«Borrar», pensó, pero se quitó la imagen de la mente antes de hacerle daño.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo él—. Me puedes matar fácilmente.
Estaba llorando. «¡Dios mío —pensó ella—, el hombre eminente está a mis pies, lloriqueando como un bebé! ¿Qué puedo aprender sobre el poder en una representación tan pueril como ésta?» Le arrancó las lágrimas de las mejillas empleando más energía de la necesaria. La piel se le enrojeció bajo la mirada de Jacqueline.
—Déjame tranquilo, J. No te puedo ayudar. No te sirvo de nada.
Era cierto. Era absolutamente inútil. Le liberó las manos despreciativamente. Se le cayeron fláccidamente a ambos costados.
—No intentes encontrarme jamás, Titus. ¿Comprendido? No mandes jamás a tus secuaces en mi busca para salvaguardar tu reputación, porque seré más despiadada de lo que tú hayas sido jamás.
Él no dijo nada; se quedó de rodillas de cara a la ventana, mientras ella se lavaba la cara, bebía el café que habían pedido y se marchaba.
A Lyndon le sorprendió encontrar la puerta de su oficina abierta de par en par. Sólo eran las siete y treinta y seis. Ninguna de las secretarias llegaría antes de una hora. Una de las mujeres de la limpieza se debía haber descuidado y dejó la puerta sin cerrar. Descubriría quién fue y la despediría.
Empujó la puerta abierta.
Jacqueline estaba sentada de espaldas a ella. Reconoció su cabeza por atrás, la cascada de pelo castaño. Se estaba exhibiendo como una mujerzuela; era demasiado obscena, demasiado salvaje. Lyndon tenía su oficina, adyacente a la del señor Pettifer, meticulosamente ordenada. Le echó una ojeada: todo parecía en su sitio.
—¿Qué hace aquí?
Tomó un poco de aliento, preparándose.
Aquélla era la primera vez que lo hacía premeditadamente. Hasta entonces siempre se había tratado de decisiones impremeditadas.
Él se acercó al despacho, dejó su maleta y su ejemplar bien doblado del
Financial Times
.
—No tiene derecho a entrar sin mi permiso.
Ella se dio la vuelta lentamente sobre el eje de la silla, tal como solía hacer él cuando tenía gente a quien castigar.
—Lyndon.
—Nada de lo que diga o haga modificará los hechos, señora Ess —dijo, ahorrándole la dificultad de introducir el tema—. Es usted una asesina a sangre fría. No me quedó más remedio que informar de ello al señor Pettifer.
—¿Lo hizo por el bien de Titus?
—Por supuesto.
—Y el chantaje también es por el bien de Titus, ¿verdad?