Libros de Sangre Vol. 1 (35 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Claro que sabía por qué razón le habían asaetado de esa forma mientras estaba tirado sobre el asfalto caliente. Había vuelto la vista atrás. Eso era lo que les había atraído. Había vuelto…

—Y después de la sensacional caída de Loyer, la carrera aún está por decidirse. Frank
Rayo
McCloud es quien marca la pauta en este momento, y se está alejando sustancialmente de Voight, el nuevo campeón. Joel Jones está aún más atrasado, no parece mantenerse entre los líderes. ¿Qué opinas, Jim?

—Bueno, o bien ya está hundido o confía en que se cansen. Recuerda que esta distancia es nueva para él…

—Sí, Jim.

—Y eso podría hacer que se descuidara. Ciertamente va a tener que trabajar mucho para mejorar su tercer puesto actual.

Joel estaba mareado. Por un momento, al ver a Loyer perder el control de la carrera, le había oído rezar en voz alta. Rogar a Dios que lo salvara. Había sido el único en oír sus palabras…

Sí, aunque atraviese

las sombras del Valle de la Muerte

no temeré mal alguno, pues Tú estás

conmigo, con tu vara y tu báculo…

Ahora el sol calentaba más, y Joel empezaba a oír las quejas familiares de los miembros al cansarse. Correr sobre asfalto era duro para los pies y para las articulaciones, pero no tanto como para obligar a rezar a un hombre. Trató de olvidar la desesperación de Loyer y de concentrarse en lo que hacía.

Aún quedaba mucha carrera por delante; no habían cubierto ni la mitad del recorrido. Tenía tiempo de sobra para alcanzar a los héroes: de sobra.

Mientras corría, repasaba perezosamente las oraciones que su madre le había enseñado por si las necesitaba, pero los años las habían ido erosionando y casi las había olvidado por completo.

—Mi nombre —dijo el hombre del abrigo de cabra— es Gregory Burgess. Miembro del Parlamento. No debería conocerme. Intento pasa inadvertido.

—¿Miembro del Parlamento? —se extrañó Cameron.

—Sí. Independiente.
Muy
independiente.

—¿Es ése el hermano de Voight?

Burgess echó un vistazo a la otra encarnación de Voight. Aquel frío tan intenso no le hacía temblar siquiera, a pesar de que sólo llevaba una camiseta fina y unos pantalones cortos.

—¿Hermano? —dijo Burgess—. No, no. Es mi… ¿cómo se dice? Familiar.

La palabra le sonaba a algo, pero Cameron no había leído demasiado. ¿Qué era un familiar?

—Enséñaselo —concedió magnánimamente Burgess.

La cara de Voight se agitó, su piel pareció encogerse, los labios se enrollaron sobre los dientes, los dientes se deshicieron en una cera blanca que cayó en un esófago que a su vez se estaba transformando en una columna de plata brillante. Aquella cara ya no era humana; ni siquiera la de un mamífero. Se había convertido en un abanico de cuchillos cuyas láminas resplandecían a la luz de las velas que había tras la puerta. En cuanto se formó ese espantajo, empezó a cambiar de nuevo; los cuchillos se deshacían y oscurecían, volvía a brotar piel, reaparecían los ojos y se hinchaban como globos. De esta nueva cabeza surgieron antenas, la masa en transfiguración expulsó sus mandíbulas, y una cabeza de abeja, grande y perfectamente compleja, quedó asentada sobre el cuello de Voight.

A Burgess la demostración le encantó y aplaudió con las manos enguantadas.

—Los dos son familiares —dijo, señalando al chófer, que se había quitado la gorra, dejando que un remolino de pelo castaño le cayera sobre los hombros.

Era arrebatadoramente hermosa, una cara por la que merecía la pena morir. Pero, como el otro, tan sólo una ilusión. Capaz sin duda de encarnar infinidad de personas.

—Los dos son míos, por supuesto —aclaró Burgess con orgullo.

—¿Qué? —fue todo lo que pudo responder Cameron, y esperó que eso resumiera todas las preguntas que tenía en la cabeza.

—Sirvo al infierno, señor Cameron. Y el infierno a su vez me sirve a mí.

—¿Infierno?

—Detrás de usted se encuentra una de las entradas al Noveno Círculo. Conoce a Dante, supongo.

¡Aquí Dis! Éste es el lugar

en que debes armar tu corazón con poder.

—¿Por qué está aquí?

—Para ganar esta carrera. Mejor dicho, mi tercer familiar ya está participando en ella. Esta vez no le vencerán. Esta vez se trata de un espectáculo infernal, señor Cameron, y no nos arrebatarán el premio.

—Infierno… —repitió Cameron.

—¿Cree en Dios, no es verdad? Es un buen practicante. Todavía reza antes de comer, como cualquier alma temerosa de Dios. Tiene miedo de que se le atragante la cena.

—¿Cómo sabe que rezo?

—Me lo dijo su mujer. Sí, su mujer me dio mucha información acerca de usted, señor Cameron; se abrió realmente a mí. Era muy acomodaticia. Y una analista consumada gracias a mis consejos. Me dio tanta… información… Es un buen socialista, ¿no? Como su padre.

—Ahora política…

—Oh, la política es el eje de todo, señor Cameron. Sin política estaríamos expuestos a la barbarie, ¿no es cierto? Hasta el infierno necesita orden. Nueve grandes círculos: una ordenación implacable de los castigos. Mire hacia abajo: véalo usted mismo.

Cameron podía sentir el agujero detrás: no necesitaba mirar.

—Defendemos el orden, ¿sabe? No el caos. Eso es mera propaganda celestial. ¿Y sabe qué vamos a ganar?

—Es una carrera benéfica.

—La caridad es lo de menos. No participamos en esta carrera para salvar al mundo del cáncer. Corremos por el gobierno.

Cameron captó a medias la idea.

—Gobierno —dijo.

—Una vez por siglo se celebra esta carrera entre San Pablo y el palacio de Westminster. Antes se corría sin pancartas y sin aplausos. Hoy se hace a pleno sol, con miles de espectadores. Pero sean cuales sean sus circunstancias, siempre se trata de la misma carrera. Sus atletas contra uno de los nuestros. Si ganan ustedes, cien años más de democracia. Si ganamos nosotros…, como ocurrirá…, el fin del mundo tal como lo conocen.

Cameron Sintió una vibración a su espalda. La expresión del rostro de Burgess cambió bruscamente; desapareció su seguridad, y aquel aire de suficiencia se convirtió en pura excitación nerviosa.

—Bueno, bueno —dijo, agitando las manos como si de pájaros se tratara—. Parece que tenemos visita de los poderes superiores. Cuánto honor…

Cameron se dio la vuelta y se asomó al borde del agujero. Su curiosidad ya no podía empeorar las cosas. Lo tenían en sus manos; así que mejor ver todo lo que había por ver.

De ese circulo sin sol ascendió una ráfaga de aire gélido, a través de la cual pudo ver a una figura asomarse por entre la oscuridad del pozo. Avanzaba con pie firme, y tenía la cabeza inclinada hacia atrás para ver mejor el mundo.

Cameron lo oyó respirar, le vio abrir y cerrar los rasgos magullados, y vio cómo sus huesos aceitosos boqueaban como un cangrejo en el lóbrego agujero.

Burgess estaba arrodillado, flanqueado por los familiares, que yacían en el suelo, con las caras pegadas como lapas al pavimento.

Cameron comprendió que era su última oportunidad. Se levantó tambaleando y avanzó a ciegas hacia Burgess, cuyos ojos estaban cerrados en una súplica reverente. Al pasar, más por accidente que con intención, su rodilla alcanzó a Burgess debajo de la mandíbula, y éste cayó cuan largo era. Las plantas de Cameron se deslizaron por el suelo en dirección a la salida de la caverna de hielo, hasta que entró en la cámara iluminada por el candelabro.

A su espalda el cuarto se estaba llenando de humo y de gemidos. Cameron, como la mujer de Lot cuando escapaba de la destrucción de Sodoma, echó una sola mirada atrás para contemplar la imagen prohibida.

Estaba emergiendo del pozo, tapando el agujero con su masa gris, iluminado por algún resplandor subterráneo. Sus ojos, enterrados en el hueso visible de su cabeza elefantina, se encontraron con los de Cameron. Parecieron tocarlo con la suavidad de un beso, penetrando directamente en sus pensamientos.

No lo habían convertido en sal. Desviando la mirada de aquel rostro, patinó por la antecámara y empezó a trepar las escaleras de dos en dos y de tres en tres, cayéndose y volviendo a subir una y otra vez. La puerta aún estaba entornada. Detrás de ella se encontraba la luz del día, el mundo.

Abrió la puerta de golpe y cayó en el pasillo, sintiendo que el calor empezaba a despertar sus nervios congelados. En los escalones que había dejado detrás no se oía ningún ruido: estaban manifiestamente demasiado aterrados por la visita de aquel ser incorpóreo como para lanzarse en su persecución. Se arrastró a lo largo de la pared del pasillo con el cuerpo sacudido de temblores y castañeteos.

Todavía no lo seguía nadie.

Afuera el día tenía un brillo cegador, y se dejó contagiar por la hilaridad posterior a la fuga. Era la primera vez que sentía algo parecido. Haber estado tan cerca… y sobrevivir, sin embargo. Dios había estado con él, después de todo.

Se tambaleó por la calle en dirección a su bicicleta, determinado a detener la carrera, a contarle al mundo…

Nadie le había tocado la bici, que tenía el manillar cálido como los brazos de su mujer.

Al pasarle la pierna por encima, sus ojos, que habían intercambiado una mirada con el infierno, se incendiaron. El cuerpo, ignorante de que su cerebro ardía, siguió funcionando un rato. Colocó los pies sobre los pedales y empezó a alejarse.

Cameron sintió que se le incendiaba la cabeza y comprendió que estaba muerto.

Por haber vuelto la vista atrás, por una sola ojeada.

La mujer de Lot.

Como la estúpida mujer de Lot…

Un rayo más certero que el pensamiento le estalló entre las orejas.

Su cráneo se rajó, y el rayo candente salió disparado del horno que era su cerebro. Los ojos se le quedaron en las órbitas como si fueran nueces secas. Su boca y su nariz despedían luz. La combustión lo redujo a una columna de carne negra en cuestión de segundos, sin una sola llama o voluta de humo.

El cuerpo de Cameron estaba incinerado por completo cuando la bicicleta se salió de la calzada y se estrelló contra el escaparate de una sastrería, donde quedó tirada como una marioneta volcada entre los trajes polvorientos. Él también había vuelto la vista atrás.

La muchedumbre apiñada en la plaza Trafalgar era una masa vibrante de entusiasmo. Aclamaciones, lágrimas y banderas. Era como si esa carrera se hubiera convertido en algo especial para toda aquella gente: un ritual cuyo significado no podían conocer. Y, sin embargo, sentían de una manera confusa que el día estaba cargado de azufre, presentían que sus vidas pendían de un hilo. Especialmente los niños. Corrían a lo largo de la pista chillando plegarias incoherentes, con la cara tensa de miedo. Algunos pronunciaban su nombre.

—¡Joel! ¡Joel!

¿O se lo estaba imaginando? ¿Había imaginado también que Loyer rezaba oraciones? ¿Los presagios grabados en las caras radiantes de los bebés, izados para que contemplaran a los corredores, también eran imaginarios?

Al entrar en Whitehall, Frank McCloud echó una mirada confiada por encima del hombro, y el infierno se apoderó de él.

Fue sencillo, instantáneo.

Se tambaleó: una mano gélida le aplastó el cuello y le arrebató la vida. Joel aminoró el paso al acercarse a su enemigo. Tenía la cara púrpura y los labios llenos de espuma.

—McCloud —dijo, parándose para ver el rostro de su gran rival.

McCloud levantó la vista y lo miró a través de un velo de humo que había vuelto ocres sus ojos grises. Joel se agachó para ayudarlo.

—No me toques —refunfuñó McCloud.

Las venas y filamentos de sus ojos estaban hinchados y sangraban.

—¿Calambre? —preguntó Joel—. ¿Es un calambre?

—Corre, bastardo, corre —le decía McCloud, mientras aquellas manos le arrancaban la vida de las entrañas. De los poros de la cara le empezó a rezumar sangre; lloraba lágrimas rojas—. Corre y no mires atrás. Por el amor de Dios,
no vuelvas la vista atrás
.

—¿Qué ocurre?

—¡Corre, por tu vida!

No se lo pedía, se lo ordenaba.

Corre.

Ni por el oro ni por la gloria. Sólo por la vida.

Joel echó un vistazo arriba. Se acababa de dar cuenta de que tenía una inmensa cabeza detrás echándole un aliento frío en el cuello.

Levantó los talones y
corrió
.

—Bueno, las cosas no les van demasiado bien a los corredores, Jim. Después de la caída tan sensacional de Loyer, acaba de tropezar Frank McCloud. Nunca había visto algo semejante. Pero parece que ha intercambiado unas palabras con Joel Jones cuando éste pasaba a su lado. Así que debe estar bien.

McCloud ya estaba muerto cuando lo metieron en la ambulancia, y putrefacto a la mañana siguiente.

Joel corrió. ¡Cristo, cómo corrió! El sol le golpeaba ferozmente la cara, emborronando la mancha de color que eran las masas excitadas, las caras, las banderas. Todo le parecía una cortina de ruidos desprovista de cualquier rasgo humano.

Conocía la sensación que se estaba apoderando de él, esa sensación de tener el cuerpo dislocado que acompaña el exceso de oxígeno y el cansancio. Estaba corriendo metido en la burbuja que su propia conciencia creaba, pensando, sudando, sufriendo por sí mismo, para sí mismo, en nombre de sí mismo.

Y esa soledad no era tan terrible. La cabeza se le empezó a llenar de canciones: retazos de himnos, dulces frases de canciones de amor, rimas obscenas. Su personalidad consciente se relajó, y el inconsciente, innominado y temerario, salió a la superficie.

Delante de él, difuminado por la luz blanquecina, entreveía a Voight. Ése era el enemigo, el hombre que había que batir. Voight, con su reluciente crucifijo meciéndose al sol. Lo podía conseguir siempre que no volviera, que no volviera…

La vista atrás…

Burgess abrió la portezuela del Mercedes y montó en él. Habían perdido un tiempo precioso. Ya debería estar en el Parlamento, en la línea de meta, preparado para dar la bienvenida a los corredores. Tenía que representar una pantomima en la que se pondría la máscara dulce y sonriente de la democracia. ¿Y mañana? Ya no sería tan dulce.

Le sudaban las manos de emoción, y su traje a rayas olía a la piel de cabra que estaba obligado a llevar en el cuarto. Con todo, nadie se daría cuenta de ello; y aunque así fuera, ¿qué ciudadano inglés iba a incurrir en la descortesía de mencionar que olía a cabras?

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