«Cállate», volvió a pensar.
Las dos legiones perfectas de dientes se enterraron una dentro de otra, rasgándose y abriéndose en canal; los nervios, el calcio y la saliva dejaron caer una espuma rosada sobre su barbilla a medida que la boca se le resbalaba hacia delante.
«Cállate», seguía pensando, mientras sus ojos azules y asustados de bebé volvían a entrar en su cráneo y la nariz se deslizaba en dirección al cerebro.
Ya no era Ben; era un hombre con la cabeza de un lagarto rojo, que se aplastaba, se encerraba en sí misma y, gracias a Dios, ya nunca más podría pronunciar discursos.
Ahora que le había cogido el tranquillo, empezó a demorarse en los cambios que deseaba provocar en su marido.
Lo tiró al suelo de un papirotazo y empezó a comprimir sus piernas y brazos, encastrando la carne y el resistente hueso en un espacio cada vez más reducido. Los vestidos se le doblaron hacia adentro, y el tejido de su estómago fue arrancado de sus entrañas bien empaquetadas y estirado alrededor de su cuerpo para envolverlo. Los dedos le sobresalían de las aristas de los hombros, y los pies, que aún pataleaban furiosos, se le hundieron en el intestino. Le dio una última vuelta para aplastar su espina dorsal y convertirla en una columna de porquería de treinta centímetros de altura, y dio por finalizada la sesión.
Cuando salió de su éxtasis vio a Ben sentado en el suelo, encerrado en un espacio del tamaño aproximado de una de sus bonitas maletas de cuero, mientras la sangre, la bilis y el líquido linfático manaban débilmente de su cuerpo mudo.
«¡Dios mío —pensó—, ése no puede ser mi marido! Nunca ha sido así de pequeño.»
Esta vez no esperó que la ayudasen. Comprendió la gravedad de lo que había hecho (supuso, incluso, cómo lo había hecho) y asumió el crimen porque era de justicia que actuara así. Hizo las maletas y se fue de casa.
«Estoy viva —pensó—. Por primera vez en toda mi miserable vida me siento viva.»
Testimonio de Vassi (primera parte)
Dedico esta historia a quienes sueñan con mujeres dulces y fuertes. Es una promesa tanto como una confesión, así como las últimas palabras de un hombre perdido que sólo quería amar y ser amado. Aquí estoy sentado, temblando, esperando que caiga la noche, aguardando a que el chulo quejica de Koos llame otra vez a mi puerta y se lleve todo lo que tengo a cambio de la llave de su habitación.
No soy un hombre valiente y nunca lo he sido, de forma que me asusta lo que me pueda ocurrir esta noche. Pero no puedo pasarme la vida soñando a todas horas, viviendo en la oscuridad y entreviendo el sol de vez en cuando. Tarde o temprano, uno tiene que disponerse a la lucha (bonita expresión), levantarse y participar en ella. Aunque eso signifique dar la vida a cambio.
Probablemente no estoy diciendo más que tonterías. Quiénes se tropezaron con este testimonio estarán pensando, se estarán preguntando quién fue ese imbécil.
Mi nombre es Oliver Vassi. Tengo treinta y ocho años. Fui abogado hasta hace un año o más; hasta que emprendí la búsqueda que finaliza esta noche con un chulo, una llave y la reina de las reinas.
Pero la historia empieza hace más de un año. Hace muchos que Jacqueline vino a verme por primera vez.
Llegó como llovida del cielo a mi despacho, diciendo ser la viuda de un amigo mío de la Facultad de Derecho, Benjamin Ess, y cuando hice memoria recordé su cara. Un amigo común que asistió a la boda me mostró una fotografía de Ben y de su deslumbrante novia. Y allí la tenía, con una belleza tan inaprehensible como prometía la foto.
Recuerdo que me sentí muy azarado durante ese primer encuentro. Llegó en un momento delicado, y yo estaba hasta el cuello de trabajo. Pero me cautivó tanto que fui olvidándome de todas las citas del día, y cuando entró mi secretaria me dirigió una de sus miradas de acero, como si quisiera echarme un cubo de agua fría encima. Supongo que me enamoré desde el principio, y ella se dio cuenta de la atmósfera eléctrica que reinaba en mi despacho. Yo hice ver que trataba con cortesía a la viuda de un antiguo amigo. Me negaba a pensar en pasiones: no formaba parte de mi naturaleza, o eso creía. ¡Qué poco sabemos —quiero decir, sabemos
realmente
— de nuestras aptitudes!
La primera vez que nos vimos, Jacqueline me contó bastantes mentiras. Que Ben había muerto de cáncer, que cuánto le había hablado de mí y con cuánto cariño. Supongo que me podría haber dicho directamente la verdad, y yo no la habría tenido en cuenta. Creo que estuve completamente sometido a ella desde el principio.
Pero es difícil recordar exactamente cómo o cuándo el interés por otro ser humano se convierte en algo más comprometido, más apasionado. Puede que me invente la impresión que me causó en este primer encuentro, que recree la historia simplemente para justificar mis excesos posteriores. No estoy seguro. De cualquier forma, ocurriera cuando y donde ocurriera, despacio o de prisa, sucumbí ante sus encantos y me embarqué en esta aventura.
No soy un hombre particularmente inquisitivo en lo que concierne a mis amigos o compañeras de cama. Como abogado me paso la vida examinando la porquería de las vidas ajenas y, francamente, ocho horas al día de un trabajo parecido me resultan más que suficientes. Cuando salgo del despacho me gusta dejar en paz al prójimo. No curioseo ni profundizo en él; sólo le considero desde el punto de vista de su aspecto exterior.
Jacqueline no fue una excepción a esta regla. Era una mujer que me alegraba tener en mi vida, fuera cual fuera su pasado. Tenía una sangre fría maravillosa, era inteligente, obscena y fina. Nunca había conocido a una mujer más encantadora. No era asunto mío cómo había vivido con Ben, cómo había ido el matrimonio, etc… Ésa era su historia. A mí me bastaba con vivir en el presente y dejar que el pasado muriera por sí solo. Creo que llegué a jactarme de que por mucho que hubiera sufrido podría ayudarla a que lo olvidara.
Cierto que sus historias eran incoherentes. Como abogado estaba entrenado para tener vista de águila en lo referente a las invenciones, y por mucho que intentara no conceder crédito a lo que me decía la intuición, notaba que no era franca conmigo. Pero sabía que todo el mundo tiene sus secretos. «Permitamos que ella también tenga los suyos», pense.
Sólo una vez le discutí un detalle sobre la pretendida historia de su vida. Al hablar de la muerte de Ben, se le escapó decir que había recibido lo que merecía. Le pregunté qué significaba eso. Ella se sonrió con aquella sonrisa suya de Gioconda y me dijo que pensaba que había que restablecer el equilibrio entre hombres y mujeres. Hice caso omiso de la observación. A fin de cuentas, por entonces ya me tenía obsesionado al margen de toda esperanza de salvación; me hacía feliz poder asentir ante cualquier argumento suyo.
Era tan hermosa… No en toda la extensión de la palabra: no era joven, ni inocente, ni tenía esa simetría prístina que goza del favor de los publicitarios y los fotógrafos. Su cara era la de una mujer de cuarenta y pocos años: estaba acostumbrada a reír y a llorar, y la costumbre deja huellas. Pero tenía la capacidad de transformarse de la manera más sutil, haciendo que su cara fuera tan mudable como el cielo. Al principio creí que se trataba de un truco de maquillaje. Pero cuando empezamos a dormir juntos con más frecuencia y la observé por las mañanas con los ojos soñolientos, y por las noches, caídos de cansancio, pronto me di cuenta de que sobre el esqueleto no tenía más que carne y sangre. Lo que la transformaba era interno: era efecto de su voluntad.
Y ¿saben ustedes? Eso me hizo quererla aún más.
Fue entonces cuando me desperté una noche con ella al lado. A menudo dormíamos en el suelo, que ella prefería a la cama. Las camas, decía, le recordaban el matrimonio. Sea como sea, aquella noche estaba tumbada bajo un edredón sobre la alfombra de mi habitación, y yo, por mera adoración, contemplaba su cara mientras dormía.
Si uno se ha entregado por completo, observar dormir a la persona amada puede convertirse en una experiencia horrible. A lo mejor algunos de ustedes han conocido esa parálisis que se produce al estudiar unos rasgos impenetrables. Se llega entonces a la conclusión de que algo permanece siempre escondido en algún lugar inaccesible de la mente ajena. Como digo, para quienes nos hemos entregado, eso es un horror. En esos momentos uno se da cuenta de que sólo existe en relación con esa cara, esa personalidad. Por lo tanto, cuando esa cara está cerrada y la personalidad queda oculta en su propio mundo inaccesible, uno se siente completamente inútil. Como un planeta sin sol girando en la oscuridad.
Así me sentí aquella noche al observar sus extraordinarios rasgos, y mientras meditaba sobre la pérdida de mi alma, su cara empezó a alterarse. Era evidente que soñaba, pero ¡menudos sueños debía de tener! Toda su constitución estaba movilizada: sus músculos, su pelo, la parte inferior de las mejillas se movían bajo los dictados de algún acontecimiento interno. Los labios se le despegaban del hueso y se convertían, hirviendo, en una torre de piel babosa; tenía el pelo revuelto alrededor de la cabeza como si estuviera tumbada sobre el agua; la sustancia de sus mejillas formaba estrías y ondulaciones semejantes a las escarificaciones rituales de un guerrero; trozos de tejido inflamados y palpitantes se le hinchaban. El conjunto volvía a cambiar en cuanto se formaba una nueva careta. Aquella fluctuación me aterrorizaba, y debí de hacer algo de ruido. No se despertó, pero se acercó un poco a la superficie del sueño, abandonando las aguas profundas de donde procedían aquellas energías. Las caretas desaparecieron instantáneamente, y su rostro volvió a ser el de una mujer que duerme apaciblemente.
Ésa fue, como se comprenderá, una experiencia decisiva, aunque me pasé los días siguientes tratando de convencerme de que no la había visto.
El esfuerzo fue inútil. Sabía que había algo raro en ella, y por entonces estaba convencido de que ella no sabía nada. Estaba seguro de que había algo anormal en ella, y que haría mejor en investigar su pasado antes de decirle lo que había visto.
Después de reflexionar, parece ridículamente ingenuo pensar que ignoraba poseer un poder semejante. Pero me resultaba más fácil imaginármela como una víctima de ese maleficio que como su maestra. Así hablan los hombres de las mujeres; no se trata tan sólo de Oliver Vassi hablando acerca de Jacqueline Ess. Nosotros, los hombres, no podemos concebir que el poder se encuentre a gusto en el cuerpo de la mujer, a no ser que se trate de un niño. Ella no tiene poder real. El poder debe estar en manos masculinas, como un don divino. Eso es lo que nos dicen nuestros padres, los muy idiotas.
En resumidas cuentas, investigué el pasado de Jacqueline tan subrepticiamente como pude. Tenía un contacto en Nueva York, donde vivió la pareja, y no me resultó difícil poner en marcha algunas averiguaciones. A mi contacto le costó una semana volver, porque tuvo que desenmarañar una cantidad considerable de explicaciones policiales para conseguir intuir algo de la verdad, pero trajo noticias, y eran malas.
Ben estaba muerto; en eso no había mentido. Pero no podía haber muerto de cáncer. Mi contacto sólo consiguió unas pistas muy vagas acerca del estado del cadáver de Ben, pero le permitieron llegar a la conclusión de que lo habían mutilado espectacularmente. ¿El principal sospechoso? Mi amada Jacqueline Ess. La misma mujer inocente que ocupaba mi apartamento y dormía todas las noches a mi lado.
Así que le dije que me estaba ocultando algo. No sé qué esperaba que me contestara. Lo que obtuve fue una demostración de su poder. La dio de buena gana, sin maldad, pero habría sido un estúpido si no hubiera comprendido que aquello era un aviso. Primero me contó cómo había descubierto su capacidad única de controlar por completo a los seres humanos. Cuando estaba a punto de suicidarse, desesperada, encontró en los recovecos más escondidos de su ser facultades cuya existencia jamás había sospechado. Poderes que iban emergiendo de esas zonas remotas a medida que se recuperaba, como los peces se asoman a la luz.
Luego me hizo una pequeña exhibición de esos poderes, arrancándome uno a uno los pelos de la cabeza. Sólo doce; fue suficiente como demostración de sus formidables habilidades. Noté cómo se iban. Ella se limitaba a decir: uno de detrás de la oreja, y yo sentía un hormigueo y un tirón en la piel cuando los dedos de su voluntad me quitaban un pelo. Luego otro y otro. Fue una demostración increíble: había convertido ese poder en un arte sutil; localizaba y eliminaba uno a uno los pelos de mi cráneo con la precisión de unas pinzas.
En realidad me tenía sentado, rígido de miedo, y yo sabía que se limitaba a jugar conmigo. Tarde o temprano estaba seguro de que llegaría el momento de hacerme callar para siempre.
Pero tenía dudas. Me confesó que, aunque los hubiera perfeccionado, sus poderes la asustaban. Dijo que necesitaba que alguien le enseñara a sacarles el máximo partido. Y yo no era ese alguien. Sólo era un hombre que la amaba, que la había amado antes de su revelación y la seguiría amando a pesar de todo.
De hecho, después de esa demostración, me forjé rápidamente un nuevo concepto de Jacqueline. En lugar de temerla, me sentí aún más vinculado a aquella mujer que toleraba que yo poseyera su cuerpo.
El trabajo empezó a irritarme: era una distracción que me impedía pensar en mi amada. Toda la reputación de que pude gozar alguna vez empezó a empañarse. Perdí clientes y respetabilidad. En el transcurso de dos o tres meses, mi vida profesional quedó reducida a casi nada. Mis amigos se cansaron de mí y los colegas me esquivaban.
No es que me estuviera chupando la sangre. Quiero dejar eso absolutamente claro. No era una lamia ni un súcubo. Lo que me ocurrió, mi caída en desgracia dentro de la vida ordinaria, si quieren, fue cosa mía. Ella no me embrujó; ésa es una mentira romántica para justificar la caída. Era un océano y yo tuve que nadar en su interior. ¿Tiene eso algún sentido? Me había pasado la vida en la orilla, en el mundo sólido de la ley, y estaba cansado de él. Ella era líquida, como un mar sin fronteras contenido en un solo cuerpo, un diluvio en una habitación pequeña, y yo me ahogaré contento en él, si me concede la oportunidad. Pero fue decisión mía. Quede claro. Siempre lo ha sido. He decidido ir a su habitación esta noche, y estar por última vez con ella. Lo he decidido libremente.
¿Y qué hombre no lo haría? Ella era (es) sublime.
El mes que siguió a esa demostración de poder viví en un éxtasis permanente en su presencia. Mientras estuve con ella me enseñó maneras de amar inaccesibles para cualquier otra criatura sobre la tierra. Digo inaccesible, pero es que con ella nada era inaccesible. Y cuando no estaba a mi lado se prolongaba el hechizo: parecía haber transformado mi mundo.