—Salga de mi oficina…
—¿Verdad, Lyndon?
—¡Eres una puta! Las putas no saben nada: son ignorantes, animales enfermos —le escupió—. De acuerdo, eres astuta, eso te lo concedo. Pero tanto como cualquier mujerzuela que se busca la vida.
Se levantó. Él esperaba una réplica. No obtuvo ninguna o, por lo menos, no fue verbal. Pero sintió que la cara se le ponía rígida, como si alguien la estuviera presionando.
—¿Qué… estás… haciendo?
Le estaba reduciendo los ojos a rajas como las de un chico que imitara a un monstruoso oriental, le estiraba la boca por las dos esquinas, estrechándola y confiriéndole una sonrisa resplandeciente. Le costaba trabajo pronunciar las palabras…
—Para…
Ella negó con la cabeza.
—Puta… —repitió, desafiándola una vez más.
Ella no hizo más que mirarlo. Su cara empezaba a sacudirse y contraerse bajo la presión, los músculos se agitaban espasmódicamente.
—La policía… —intentó decir—. Si me pones un dedo encima…
—No te lo pondré —dijo ella sin necesidad de mentir.
Sintió la misma presión en el cuerpo, por debajo de sus vestidos, estirándole la piel, aprisionándolo cada vez más. Comprendió que algo iba a ceder. Tendría alguna parte débil que se desgarraría ante aquel ataque despiadado. Y si empezaba a resquebrajarse nada le impedirla a Jacqueline rajarlo. Se le ocurrió todo esto fríamente, mientras el cuerpo se le contraía y le lanzaba maldiciones con su sonrisa forzada.
—¡Zorra! —la insultó—. ¡Zorra sifilítica! No parecía estar asustado, pensó.
In extremis
, dio rienda suelta a todo el odio que sentía hacia Jacqueline, de forma que perdió por completo el miedo. Ahora la volvía a llamar puta, aunque tenía la cara tan distorsionada que era casi imposible reconocerlo.
Y entonces empezó a rasgarse.
La raja empezó en el puente de su nariz y fue hacia arriba, cruzándole la frente, y hacia abajo, seccionando los labios, la barbilla y luego el cuello y el pecho. En cuestión de segundos tenía la camisa teñida de rojo, el traje oscuro se había vuelto todavía más oscuro, y chorreaba sangre por los puños y los pantalones. La piel le salió volando de las manos como los guantes de un cirujano, y dos círculos de tejido escarlata le quedaron colgando a ambos lados de la cara como las orejas de un elefante.
Había dejado de insultarla.
Llevaba diez minutos muerto a causa de la conmoción, pero ella seguía trabajando vengativamente con su cuerpo, despellejándolo y repartiendo los pedazos por la habitación. Por último, lo puso de pie, con el traje, la camisa y los brillantes zapatos rojos. Satisfecha por el espectáculo, lo liberó. Lyndon cayó suavemente sobre un charco de sangre y se durmió.
«¡Dios mío —pensó al encarar con tranquilidad las escaleras traseras— esto es un asesinato en primer grado!»
No encontró mención alguna de la muerte de Lyndon en los periódicos ni en los boletines informativos. Por lo visto murió igual que vivió, al margen del conocimiento público.
Pero ella sabía que habrían empezado a girar ruedas tan grandes que los individuos insignificantes como ella no podían ver sus ejes. Apenas si lograba imaginar lo que harían, qué modificaciones iban a introducir en su vida. Y es que el asesinato de Lyndon no había estado motivado sólo por el dolor, aunque éste se hubiera llevado su parte. No; había pretendido movilizar al mismo tiempo a los enemigos que tenía en el mundo, y hacer que la persiguieran, obligarlos a enseñar las garras: que mostraran su desprecio, su terror. Era como si se hubiera pasado la vida buscando un indicio que le permitiera comprenderse; sólo era capaz de determinar su naturaleza en función de la mirada de los ojos ajenos. Pero ahora iba a acabar con aquello. Era hora de enfrentarse a sus perseguidores.
Seguramente todos los que la habían visto —Pettifer el primero y luego Vassi— se lanzarían en su busca, y Jacqueline les cerraría los ojos para siempre: así la olvidarían. Sólo podría liberarse mediante la destrucción de los testigos.
Pettifer no acudió en persona, naturalmente. Le resultaba más sencillo encontrar agentes, hombres sin escrúpulos ni compasión, pero con un olfato para la persecución que haría sonrojarse a un sabueso.
Le estaban tendiendo una trampa, aunque todavía no pudiera verle las fauces. Todo eran presagios. Un vuelo de pájaros detrás de una pared, una luz peculiar en una ventana alejada, ruidos de pasos, silbidos, hombres con trajes oscuros leyendo periódicos a prudente distancia. Con el paso de las semanas no se le fueron acercando, pero tampoco se marcharon. Aguardaban como gatos subidos a un árbol, con la cola erizada y los ojos perezosos.
Pero la persecución tenía la impronta de Pettifer. Había aprendido lo suficiente de él como para reconocer su circunspección y su astucia. Acabarían yendo a por ella, no cuando ella los esperara, sino cuando ellos quisieran. A lo mejor ni siquiera cuando quisieran ellos, sino él. Y aunque no le vio jamás la cara, era como si tuviera a Titus en persona pisándole los talones.
«¡Dios mío —pensó—, mi vida está en peligro y a mí no me importa!»
Sin un plan que les diera sentido, sus poderes sobre la carne no servían para nada. Ella los había utilizado por razones mezquinas, para satisfacer un placer nervioso y una cólera absoluta. Pero esas demostraciones no la habían acercado a los demás: al contrario, la habían convertido en un monstruo.
A veces pensaba en Vassi, y se preguntaba por su paradero, por lo que hacía. No era un hombre fuerte, pero guardaba un poco de pasión en el alma. Más que Ben, más que Pettifer, y ciertamente más que Lyndon. Y recordó con cariño que era el único hombre que la llamara Jacqueline. Todos los demás le habían deformado sin gracia el nombre: Jackie, J. o, en los momentos más irritantes de Ben, Ju-ju. Sólo Vassi la había llamado Jacqueline, lisa y llanamente, aceptándola, a su manera formal, en su totalidad. Y cuando pensaba en él y trataba de imaginarse cómo podría volver a su lado, sentía miedo por Vassi.
Testimonio de Vassi (segunda parte)
Claro que la busqué. Sólo cuando has perdido a alguien te das cuenta de lo absurdo de la frase «el mundo es un pañuelo». No lo es. Es un ámbito inmenso, devorador, especialmente si uno está solo.
Cuando era abogado y frecuentaba siempre a las mismas personas, solía ver idénticas caras uno y otro día. Con unos intercambiaba palabras, con otros sonrisas, con otros asentimientos. Pertenecíamos, aunque pudiéramos ser enemigos ante el tribunal, al mismo circulo satisfecho. Comíamos a la misma mesa, bebíamos codo con codo. Hasta compartíamos a las queridas, aunque por entonces no siempre lo supiéramos. En circunstancias semejantes, resulta sencillo pensar que el mundo no te quiere mal. Cierto que uno crece, pero los demás hacen lo mismo. Incluso crees, de puro satisfecho que estás contigo, que el paso de los años te hace un poco más inteligente. La vida es llevadera: hasta los sudores de las tres de la mañana, cuando se inclina la balanza de la justicia, se vuelven menos frecuentes.
Pero creer que el mundo no es malvado equivale a engañarse a uno mismo, como creer en las llamadas certezas, que de hecho no son más que ilusiones compartidas.
Cuando ella se fue, se desmoronaron todas las ilusiones, y todas las mentiras a cuyo amparo había vivido siempre adquirieron una claridad cegadora.
El mundo no es un pañuelo cuando en él no hay más que una cara cuya contemplación puedas soportar, y esa cara está perdida en alguna parte del torbellino. El mundo no es un pañuelo cuando los pocos recuerdos vitales del objeto de tu cariño corren el peligro de ser pisoteados por los miles de depresiones que te asaltan cada día como niños tirándote de la solapa, exigiendo tu atención exclusiva.
Era un hombre deshecho.
Me encontraba a mí mismo (y nunca mejor dicho) durmiendo en pequeñas habitaciones de hoteles desolados, bebiendo más a menudo de lo que comía y escribiendo su nombre, como el típico obsesivo, una y otra vez. En las paredes, en la almohada, en la palma de mi mano. Me rasgué la piel de la palma con el bolígrafo y la tinta la infectó. Aún tengo la marca, la estoy mirando. «Jacqueline —dice—, Jacqueline.»
Y entonces, un día, la vi por casualidad. Suena melodramático, pero en ese momento creí que iba a morir. Llevaba tanto tiempo imaginándomela, torturándome para volver a verla, que cuando lo conseguí me empezaron a flaquear los miembros, y vomité en medio de la calle. No fue un encuentro clásico. El amante, al ver a su amada, se vomita en la camisa. Pero es que nada de lo que ocurrió entre Jacqueline y yo fue jamás normal del todo. O natural.
La seguí, aunque me resultó difícil. Había aglomeraciones y ella andaba de prisa. No sabía si gritar su nombre o no. Decidí que no. De todas formas, ¿qué habría hecho ella al ver a un lunático sin afeitar, acercársele arrastrando los pies y llamándola por su nombre? Probablemente habría echado a correr. O, peor aún, se habría metido en mi pecho, agarrándome el corazón con su voluntad, y habría acabado con mis miserias antes de que pudiera decirle al mundo quién era.
Así que permanecí en silencio y me limité a seguirla resignadamente a lo que, supuse, sería su apartamento. Y allí me quedé, o en las proximidades, los dos días y medio siguientes, sin saber bien qué hacer. Era un dilema ridículo. Después de tanto tiempo de persecución, ahora que la tenía al alcance de la voz, del tacto, no me atrevía a acercarme.
A lo mejor temía la muerte. Pero aquí estoy, en esta apestosa habitación de Amsterdam, prestando testimonio y esperando que Koos me traiga su llave, y ahora ya no le tengo miedo a la muerte. Probablemente fue la proximidad lo que me impidió acercarme a ella. No quería que me viera destrozado y desolado; quería llegar limpio ante ella, como su amante soñado.
Mientras la esperaba, se presentaron a buscarla.
No sé quiénes eran. Dos hombres, vestidos de manera corriente. No creo que fueran policías; eran demasiado educados. Cultos incluso. Y ella no se resistió. Se fue sonriente, como si se dirigiera a la ópera.
En cuanto pude, volví al edificio un poco mejor vestido, localicé su apartamento con ayuda del portero e irrumpí en él. Había vivido de una manera sencilla. En una esquina del cuarto había colocado una mesa y se había puesto a escribir sus memorias. Me senté a leerlas y acabé por llevarme las hojas. No había pasado de los siete primeros años de su vida. Me pregunté, por vanidad, si me citaría en el libro. Probablemente no.
También me llevé algunos de sus vestidos; sólo los que llevó mientras la conocí. Y nada intimo: no soy un fetichista. No me iba a ir a casa a enterrar la cabeza entre el olor de su ropa interior. Pero quería algo que me la recordara y me permitiera imaginármela. Aunque, después de reflexionar, he llegado a la conclusión de que no sé de otro ser humano mejor preparado para vestir exclusivamente su piel.
Así que la perdí por segunda vez, más por culpa de mi propia cobardía que por las circunstancias.
Pettifer pasó cuatro semanas sin acercarse por la casa en que custodiaban a la señora Ess. Le concedían más o menos todo lo que pedía, salvo la libertad, aunque ella quería una cosa abstracta. No le interesaba escaparse, cosa que le habría resultado fácil. A veces se preguntaba si Titus les habría dicho a los dos hombres y a la mujer que la tenían prisionera en aquella casa de qué era capaz exactamente. Supuso que no. La trataban como si fuera simplemente una mujer en quien se había fijado Titus y a quien deseaba. Le habían proporcionado una señora con quien acostarse, así de sencillo.
Con una habitación propia y todo el papel que quisiera, volvió a empezar sus memorias desde el principio.
El verano estaba avanzado y las noches empezaban a refrescar. A veces se tumbaba en el suelo (les habla pedido que se llevaran la cama) para calentarse y deseaba que su cuerpo ondulara como la superficie de un lago. Su cuerpo, sin sexo, se convirtió de nuevo en un misterio para ella. Se dio cuenta por primera vez de que el amor físico había sido una forma de explorar la región más íntima pero también más ignorada de su ser: la carne. Se había comprendido mejor abrazando a otra persona: sólo había visto claramente su sustancia cuando otros labios, adoradores y gentiles, se posaban sobre ella. Volvió a pensar en Vassi y, al hacerlo, el lago se encrespó como en plena tormenta. Sus pechos se alzaron como montes erizados, su estómago fue recorrido por extraordinarias mareas, su cara parpadeante la atravesaban en todos los sentidos corrientes que le restallaban en los labios y dejaban su huella como las olas sobre la arena. Y se hizo tan líquida como lo era en el recuerdo de Vassi.
Pensó en las pocas ocasiones en que se habla encontrado a gusto, y el amor físico, descargándola de la ambición y la vanidad, siempre había precedido a esos instantes. Era posible que hubiera otros caminos; pero tenía poca experiencia. Su madre siempre decía que las mujeres, por estar más de acuerdo consigo mismas que los hombres, necesitaban evadirse menos de sus conflictos. Pero la experiencia le había demostrado lo contrario. Su vida estaba llena de heridas, pero desprovista de medios para evitarlas.
Dejó de escribir sus memorias cuando llegó a los nueve años. No quiso seguir contando su historia a partir del primer aviso de la inminente pubertad. Quemó los papeles en una hoguera que prendió en su cuarto el día en que llegó Pettifer.
«¡Dios mío —pensó—, esto no puede ser el poder!»
Pettifer parecía enfermo; estaba tan cambiado físicamente como un amigo que se le murió a Jacqueline de cáncer. Hacía un mes parecía sano, y un mes después estaba chupado, como si se hubiera devorado a si mismo. Parecía el cascarón de un hombre; tenía la piel gris y moteada. Sólo brillaban sus ojos, pero como los de un perro loco.
Iba vestido inmaculadamente, como para una boda.
—J.
—Titus.
La miró de arriba abajo.
—¿Estás bien?
—Sí, gracias.
—¿Te dan todo lo que pides?
—Son unos anfitriones perfectos.
—No te has resistido.
—¿Resistido?
—A estar aquí. Encerrada. Después de lo de Lyndon esperaba otra matanza de inocentes.
—Lyndon no era inocente, Titus. Estas personas sí lo son. No les has dicho nada.
—No lo consideré necesario.
Él era su captor, pero acudía como un emisario al territorio de una potencia más poderosa. Le gustaba su manera de comportarse con ella: estaba acobardado pero contento. Cerró la puerta y echó el pestillo.