El espectáculo continuaba.
Si la música es el alimento del amor, sigue tocando,
dámela en exceso; así, saciado,
el apetito puede enfermar, y morir.
Calloway no pudo ser encontrado en el entreacto; pero Ryan tenía instrucciones de Hammersmith (a través del omnipresente señor Lichfield) de que la representación comenzara, con o sin el director.
—Estará arriba, en el gallinero —dijo Lichfield—. Me parece que puedo verlo desde aquí.
—¿Está sonriendo? —preguntó Eddie.
—Sonriendo de oreja a oreja.
—Eso es que se está meando.
Los actores se rieron. Hubo una buena cantidad de risas esa noche. La obra se estaba desarrollando tranquilamente y, aunque no podían ver a la audiencia por el resplandor de las recién instaladas candilejas, percibían las oleadas de cariño y satisfacción que surgían del auditorio. Los actores salían alegres del escenario.
—Todos están sentados en el gallinero —dijo Eddie—. Pero sus amigos, señor Lichfield, hacen bueno un jamón viejo. Están tranquilos, por supuesto, pero esas enormes sonrisas en sus caras…
Acto primero, segunda escena; la primera aparición de Constancia Lichfield en el papel de Viola fue recibida con un aplauso espontáneo. ¡Qué aplauso! Como el sordo redoble de imaginarios tambores, como el quebradizo golpeo de un millar de palos sobre un millar de tensas pieles; un profuso, desenfrenado aplauso.
Y a fe que Constancia aprovechó la ocasión. Comenzó a actuar, y así continuó, poniendo todo su corazón en el personaje, sin necesidad de usar la fisiología para comunicar la profundidad de sus sentimientos; recitando la poesía con tal inteligencia y pasión, que el más leve movimiento de su mano era más expresivo que un centenar de gesticulaciones grandilocuentes. Después de esa primera escena, cada vez que entraba al escenario era recibida con el mismo aplauso de la audiencia, seguido de un silencio casi reverencial.
Detrás del escenario, una especie de ilusionada esperanza se apoderaba de todos. La compañía al completo paladeaba el éxito; un éxito que había sido rescatado milagrosamente de las fauces del desastre.
¡Otra vez! ¡Aplauso! ¡Aplauso!
En su oficina, Hammersmith percibía sombrío el frágil estruendo de la adulación entre una neblina etílica.
Se encontraba preparando su octavo vaso cuando se abrió la puerta. Levantó la cabeza un momento y se dio cuenta de que el visitante era el insolente Calloway. «Quizá viene a saborear su victoria, pensó, viene a decirme lo equivocado que estaba.»
—¿Qué quieres?
El estúpido no respondió. Por el rabillo del ojo Hammersmith tuvo la impresión de ver una orgullosa y brillante mirada en la cara de Calloway. Satisfecho de sí mismo, el imbécil, entrando allí cuando había un hombre de luto.
—¿Supongo que lo has oído?
El otro gruñó.
—Ha muerto —dijo Hammersmith, comenzando a llorar—. Ha muerto hace unas pocas horas sin recobrar la consciencia. No se lo he dicho a los actores. No valía la pena.
Calloway no respondió nada a estas noticias. ¿No le importaba al bastardo? ¿No podía ver que era el fin del mundo? La mujer estaba muerta. Había fallecido en el interior del Eliseo. Se iniciaría una investigación oficial, el seguro sería revisado, se llevaría a cabo una investigación judicial: revelaría demasiado.
Bebió profundamente de su vaso sin preocuparse de mirar a Calloway de nuevo.
—Su carrera se va a hundir después de esto, hijo. No voy a ser yo sólo. No, querido.
Calloway permanecía aún en silencio.
—¿No le importa? —preguntó Hammersmith.
Durante un momento, hubo un silencio; después Calloway respondió:
—No me importa una mierda.
—Unos presuntuosos pequeños directores de escena, eso es todo lo que sois. Eso es todo lo que
cualquiera
de vosotros, jodidos directores, sois. Una buena crítica, y ya os creéis un regalo de los dioses al arte. Bien, déjame que te lo deje claro…
Miró a Calloway. Sus ojos, inyectados en alcohol, tenían dificultad en enfocar su imagen. Finalmente lo consiguió. Calloway, esa sucia sabandija, estaba desnudo de cintura para abajo. Llevaba zapatos y calcetines, pero no pantalones o calzoncillos. Este exhibicionismo podría haber sido cómico, pero la expresión de su cara no lo era. El hombre se había vuelto loco. Sus ojos daban vueltas descontroladamente; de la boca y la nariz manaban constantemente saliva y mocos; su lengua colgaba como la de un perro cansado.
Hammersmith puso el vaso sobre el secafirmas, y vio la peor parte. Había sangre en la camisa de Calloway. Un rastro que recorría el cuello hasta el oído izquierdo, de donde sobresalía el extremo de la lima de uñas de Diane Duvall. Había sido clavada profundamente en el cerebro de Calloway. Aquel hombre seguramente estaba muerto.
Pero estaba de pie, hablaba, caminaba.
Otra clamorosa ovación apagada por la distancia se oyó proveniente del teatro. De algún modo no era un sonido real. Venía de otro mundo, de un lugar donde las emociones mandaban. Un mundo del que Hammersmith siempre se había sentido excluido. Nunca había valido gran cosa como actor, aunque Dios sabe que lo había intentado, y las dos obras que él había escrito eran, y él lo sabía, abominables. Su fuerte era la contabilidad, y la había usado para permanecer tan cerca del escenario como podía, odiando su propia carencia de arte tanto como odiaba esa capacidad en otros.
La ovación se desvaneció como si hubiera recibido una indicación de un invisible apuntador. Calloway se acercó a él. La máscara que llevaba no era cómica, tampoco trágica; era sangre y risa juntas. Encogido de miedo, Hammersmith estaba acorralado tras su escritorio. Calloway saltó sobre la mesa (parecía tan ridículo con los faldones de la camisa mientras sus genitales se movían de un lado a otro) y agarró a Hammersmith de la corbata.
—Filisteo —dijo Calloway, incapaz de comprender el corazón de Hammersmith; le rompió el cuello (se oyó un chasquido) mientras, abajo, se iniciaba una nueva ovación.
No me abraces hasta que cada circunstancia
de lugar, tiempo y fortuna coincidan, y se regocijen
para que pueda ser Viola de nuevo.
Los versos que surgían de la boca de Constancia eran una revelación. Casi parecía que la
Decimosegunda noche
fuera una obra nueva, y hubiera sido escrita sólo para Constancia Lichfield. Los actores que compartían el escenario con ella, sentían cómo sus egos se arrugaban en presencia de semejante talento.
El último acto se acercaba a su agridulce desenlace, mientras la audiencia escuchaba embelesada, conteniendo el aliento.
El duque habló:
Dame tu mano;
muéstrate ante mí, en luto de mujer.
En el ensayo, la invitación del verso había sido ignorada. Nadie podía tocar a aquella Viola, y mucho menos cogerla de la mano. Pero en el calor de la actuación, semejantes tabúes fueron olvidados. Poseídos por la pasión del momento, el actor se acercó a Constancia. Ella, olvidando también la prohibición, se acercó para responder a su contacto.
Entre bastidores, Lichfield susurró un «no», pero la orden no fue oída, el duque tomó la mano de Viola en la suya; la vida y la muerte unidas, juntas bajo un cielo pintado.
Era una mano fría, sin sangre en las venas, sin color en la piel.
Pero aquí era tan buena como una viva.
Eran iguales, vivo y muerto, y nadie podría encontrar una causa justa para separarlos.
Entre bastidores, Lichfield suspiró y se permitió una pequeña sonrisa. Había temido aquel contacto, había temido que hubiera roto el hechizo. Pero Dionisio estaba con ellos esa noche. Todo iría bien; lo sentía en sus huesos.
El acto se acercaba a su conclusión; y Malvolio, pregonando aún sus amenazas, incluso en la derrota, era sacado de escena. Uno a uno, la compañía fue abandonando el escenario, dejando que el arlequín pusiera broche final a la obra.
Ha mucho tiempo que el mundo comenzó,
con, hey, ho, el viento y la lluvia
pero son todos uno, nuestra obra ha acabado
y nos esforzaremos en complacerles día tras día.
Las luces del escenario se apagaron, y el telón descendió. Desde el gallinero, estalló una entusiasta ovación; el mismo, desenfrenado, sordo aplauso. La compañía, con sus caras resplandecientes por el éxito del ensayo general, formó tras el telón haciendo una reverencia. Se levantó el telón: el aplauso se hizo mayor.
Entre bastidores, Calloway se unió a Lichfield. Estaba vestido y se había limpiado la sangre del cuello.
—Bien, hemos tenido un brillante éxito —dijo la calavera—. Es una pena que la compañía tenga que disolverse tan pronto.
—Lo es —dijo el cadáver.
Los actores estaban gritando entre bastidores, pidiendo a Calloway que se uniera a ellos. Lo estaban aplaudiendo, animándole a que saliera a escena.
Puso una mano sobre la espalda de Lichfield.
—Iremos juntos, señor —dijo.
—No, no, no podría.
—Debe salir. Es tanto su triunfo como el mío. —Lichfield asintió, y salieron juntos a saludar con el resto de la compañía.
Tallulah estaba trabajando entre bastidores. Se sentía restablecida después de su sueño en aquel lugar. Ya no sufriría durante más tiempo aquellos dolores en la cadera, ni la progresiva neuralgia en el cuero cabelludo. Ya no habría necesidad de respirar a través de unos conductos incrustados durante setenta años de suciedad, de frotarse el dorso de la mano para hacer que su circulación funcionara; ni siquiera necesitaba parpadear. Se encontraba preparando el fuego con una nueva fuerza, haciendo útiles los restos de pasadas producciones: viejos telones, accesorios, vestuario. Cuando hubo amontonado suficiente combustible, encendió una cerilla y prendió fuego. El Eliseo comenzó a arder.
Por encima de los aplausos, alguien estaba gritando:
—Maravilloso, queridos, maravilloso.
Era la voz de Diane. Todos la reconocieron aunque no podían verla completamente. Avanzaba, tambaleándose, por el pasillo central hacia el escenario; se estaba poniendo en ridículo.
—Perra estúpida —dijo Eddie.
—Gritos —dijo Calloway.
Ella se encontraba al borde del escenario, increpándole.
—Ahora tienes todo lo que querías, ¿verdad? Ésta es tu nueva amada, ¿verdad?
Estaba intentando subir al escenario. Sus manos se aferraban a las calientes cubiertas de metal de las candilejas. Su piel empezó a chamuscarse. La carne se estaba quemando.
—Por amor de Dios, que alguien la detenga —dijo Eddie. Pero Diane no parecía sentir las quemaduras de sus manos; sólo se reía en su cara. El olor a carne quemada comenzó a extenderse desde las candilejas. La compañía rompió la formación, olvidando su triunfo.
Alguien dio un alarido:
—¡Apagad las luces!
Un golpe, y las luces del escenario se apagaron. Diane cayó hacia atrás con las manos humeantes. Uno de los actores se desmayó, otro se fue a vomitar entre bastidores. En algún sitio, detrás de ellos, podían oír el débil crepitar de las llamas, pero tenían su atención puesta en otro sitio.
Con las candilejas apagadas, podían ver el auditorio más claramente. El patio de butacas estaba vacío, pero el anfiteatro y el gallinero estaba lleno de ilusionados espectadores. Cada fila se encontraba repleta, y cada centímetro disponible de espacio atestado de público. Alguien, arriba, comenzó a aplaudir de nuevo, sólo durante unos instantes, antes de que la ola de aplausos empezara otra vez. Pero esta vez, pocos de la compañía se sintieron orgullosos de la ovación.
Incluso desde el escenario, incluso con los ojos cansados y deslumbrados por la luz, era obvio que ningún hombre, mujer o niño de aquella multitud llena de entusiasmo estaba vivo. Agitaban finos pañuelos de seda en honor a los actores entre puños putrefactos; algunos de ellos golpeaban rítmicamente los asientos que tenían delante, la mayoría sólo aplaudía, hueso contra hueso.
Calloway sonreía, se inclinaba reverentemente, y recibía su admiración con gratitud. Durante sus quince años de trabajo en el teatro, nunca había encontrado una audiencia tan agradecida.
Empapados del amor de sus admiradores, Constancia y Richard Lichfield unían sus manos y avanzaban hacia la parte delantera del escenario para hacer otra reverencia, mientras los actores vivos se retiraban aterrorizados.
Comenzaron a chillar y a suplicar, de sus bocas salían aullidos, mientras corrían de un lado a otro como adúlteros descubiertos en una farsa. Y como en la farsa, no había salida a la situación. Brillantes llamas acariciaban las vigas del techo, y olas de lino caían a derecha e izquierda mientras las bambalinas comenzaban a espesar el aire, era imposible ver hacia dónde se dirigía uno. Alguien llevaba una toga de lino ardiendo mientras chillaba. Otro más, empuñaba un extintor contra aquel infierno. Todo inútil: eran instrumentos viejos, mal revisados. El techo comenzó a ceder, mortíferos trozos de madera y de vigas hicieron callar a la mayoría.
En el gallinero, la audiencia se había ido casi por completo. Se marcharon lentamente de vuelta hacia sus tumbas mucho antes de que los bomberos hicieran su aparición; con los sudarios y las caras iluminadas por el resplandor del fuego mientras miraban hacia atrás para ver cómo el Eliseo perecía. Había sido un buen espectáculo, y estaban felices de volver a casa, contentos de poder charlar un rato en la oscuridad.
El fuego siguió ardiendo durante toda la noche, a pesar de los enormes esfuerzos de los bomberos por extinguirlo. Sobre las cuatro de la mañana, el incendio se dio como perdido, abandonando toda esperanza de salvación. El Eliseo ya no existía al amanecer.
Entre las ruinas se encontraron los restos de varias personas; la mayoría de ellos en estados que imposibilitaban una fácil identificación. Se recurrió a las identificaciones dentales; uno de los cuerpos resultó ser el de un tal Giles Hammersmith (administrador), otro el de Ryan Xavier (director de escena) y, el más chocante, un tercero, el de Diane Duvall. «Estrella de
El niño amoroso
, muerta en un incendio», dijeron los periódicos. En una semana se la había olvidado.
No hubo supervivientes. Varios cuerpos nunca fueron hallados.
Se encontraban de pie a un lado de la autopista, y observaban los coches circulando a toda velocidad a través de la noche.