—¿No lo vimos? —le inquirió.
—Estábamos demasiado lejos para culpar a alguien. Creo. Pero no quiero volver a ver esta clase de intimidaciones. ¿Me habéis comprendido?
Si ella había visto a Lacey, y le había reconocido desde aquella distancia, ¿cómo no reconoció al agresor? Redman se culpó a sí mismo por no haberse fijado; sin nombres y personalidades que acompañaran las caras, era difícil distinguir entre ellos. El riesgo de hacer una acusación equivocada era alto, incluso a pesar de que estaba casi seguro de la culpabilidad del muchacho de la mirada gélida. Pero no era momento de cometer errores, esta vez no podía resolver el caso.
Leverthal parecía imperturbable por todo lo ocurrido.
—Lacey —dijo tranquilamente—, siempre es Lacey.
—Él se lo busca —dijo uno de los muchachos que llevaban la camilla, mientras apartaba un mechón de pelo rubio de los ojos—; no sabe hacer nada mejor.
Ignorando la observación, Leverthal supervisó el traslado de Lacey a la camilla, y empezó a caminar hacia el edificio principal, con Redman tras ella. Era todo tan casual.
—Lacey no es un chico sano —dijo crípticamente a modo de explicación; y eso fue todo. Cuánta compasión.
Redman miró hacia atrás, mientras el rígido cuerpo de Lacey era envuelto en la sábana roja. Entonces, dos cosas sucedieron casi simultáneamente.
La primera: alguien del grupo dijo:
—Ése es el cerdo.
La segunda: los ojos de Lacey se abrieron y miraron directamente a Redman; una mirada sincera, clara y abierta.
Redman empleó gran parte del día siguiente ordenando su aula. Muchas de las herramientas se habían roto o se encontraban inservibles debido al uso de manos inexpertas: sierras sin dientes, cinceles astillados y sin punta, piezas rotas. Necesitaría dinero para reponer las herramientas necesarias, pero aún no era el momento de empezar a pedir. Mejor esperar hasta que vieran que trabajaba bien. Estaba acostumbrado a la política de las instituciones; la policía había sido una buena escuela.
Serían las cuatro y media cuando un timbre comenzó a sonar. Parecía encontrarse lejos de donde él estaba. Él lo ignoró, pero sus instintos acabaron por imponerse. Los timbres eran alarmas, y las alarmas sonaban para alertar a la gente. Dejó de ordenar las herramientas, cerró el aula, y se dejó guiar por su oído.
El timbre estaba sonando en lo que, con sorna, llamaban el Centro Sanitario; dos o tres habitaciones independientes del edificio principal, adornadas con algunos cuadros y cortinas en las ventanas. No había indicios de humo, por lo que evidentemente no era el fuego la causa de la alarma. Se oyó un grito; más que un grito, un aullido.
Aligeró el paso avanzando por interminables pasillos; mientras doblaba una esquina para dirigirse al Centro, una pequeña figura chocó contra él. El impacto aturdió a ambos, pero Redman sujetó al muchacho del brazo antes de que éste pudiera escaparse. El prisionero fue rápido en reaccionar, y golpeó con su pie descalzo la espinilla de Redman. Pero éste lo tenía bien sujeto.
—Déjame, cabrón.
—¡Calma!, ¡calma!
Sus perseguidores casi le habían dado alcance.
—¡Cogedle!
—¡Cabrón!, ¡cabrón!, ¡cabrón!, ¡cabrón!
—¡Cogedle!
Era como luchar contra un cocodrilo: el chico tenía toda la fuerza que infunde el miedo. Pero ésta se estaba acabando. Las lágrimas empezaron a inundar sus ojos mientras escupía a la cara de Redman. Era Lacey el que se encontraba en sus brazos, el enfermizo Lacey.
—Ya lo tenemos.
Redman retrocedió cuando el guardián cogió al muchacho, de una manera tan brutal, que parecía querer romperle el brazo. Dos o tres personas más aparecieron por la otra esquina. Dos chicos y una enfermera, una criatura poco adorable.
—Dejadme… Dejadme… —chillaba Lacey. Ya no ofrecía resistencia, y unos leves pucheros se asomaron a su rostro en señal de derrota. Sus ojos de carnero degollado, grandes y marrones, miraron acusadoramente a Redman. No aparentaba tener dieciséis años, ni siquiera estar en la adolescencia. A pesar de la suave pelusilla que cubría su rostro, algunos granitos que aparecían entre las magulladuras y la venda mal colocada sobre la nariz, su cara era bastante femenina; la cara de una virgen, en una época donde todavía hubiera vírgenes. Además, aquellos ojos…
Leverthal apareció demasiado tarde para ser útil.
—¿Qué sucede?
El guardián tocó su silbato. La cacería cobró un pulso más tranquilo.
—Se encerró en los lavabos. Intentó salir a través de la ventana.
—¿Por qué?
La pregunta se la hizo al guardián, no al muchacho. Un error significativo. El guardián, confundido, se encogió de hombros.
—¿Por qué? —Redman repitió la pregunta dirigiéndose a Lacey.
El muchacho se quedó mirando como si nadie le hubiera preguntado nunca nada.
—¿Usted es el cerdo? —dijo repentinamente, mientras le moqueaba la nariz.
—¿El cerdo?
—Quiere decir policía —dijo uno de los chicos con una precisión burlona, como si le estuviera hablando a un imbécil.
—Sé lo que quiere decir, muchacho —dijo Redman mirando fijamente a Lacey—: Sé muy bien lo que quiere decir.
—¿Lo es?
—Tranquilo, Lacey —dijo Leverthal—, ya tienes suficientes problemas.
—Sí, hijo. Yo soy el cerdo.
El desafío de miradas continuó, una batalla particular entre muchacho y hombre.
—Usted no sabe nada —dijo Lacey. No fue una observación sarcástica; el muchacho estaba, sencillamente, contando su versión de la verdad. Su mirada no vaciló.
—De acuerdo, Lacey, ya es suficiente. —El guardián comenzó a arrastrarle, dejando entrever, a través del pijama, la suave y blanca piel de su estómago.
—Dejadle hablar —dijo Redman—, ¿qué es lo que no sé?
—Puede contarle su versión de la historia al director —dijo Leverthal antes que Lacey pudiera replicar—, no es asunto suyo.
Sí que lo era. Aquella mirada, tan cortante y perversa, lo convertía en asunto suyo. Aquella mirada le exigía que lo convirtiera en asunto suyo.
—Déjenle hablar —dijo Redman. La autoridad de su voz amedrentó a Leverthal. El guardián aflojó ligeramente el brazo del muchacho.
—¿Por qué intentabas escapar, Lacey?
—Porque él ha regresado.
—¿Quién ha regresado? Un nombre, Lacey. ¿De quién estás hablando?
Durante varios segundos Redman percibió cómo el muchacho luchaba contra su propio silencio. Finalmente, Lacey sacudió la cabeza rompiendo la fuerte tensión que había entre ambos. Parecía que una especie de aturdimiento le atoraba, obligándole a callar.
—Nadie te va a hacer daño.
Lacey permaneció mirando al suelo, murmurando.
—Me gustaría ir a la cama —dijo. Una súplica virginal.
—Nadie te va a hacer daño, Lacey. Te lo prometo.
La promesa no tuvo ningún efecto; Lacey permaneció mudo. Pero aquello era una promesa, y tenía la esperanza de que Lacey se hubiera dado cuenta de ello. El niño se encontraba exhausto debido a su fallido intento de fuga, a la persecución, a la tensión de las miradas. Su cara estaba pálida, sin color. Por fin permitió al guardián que se lo llevara. Pero, antes de doblar la esquina, el muchacho pareció cambiar de opinión; forcejeó para liberarse y, al no lograrlo, miró hacia atrás, a su interlocutor.
—Henessey —dijo al encontrarse con los ojos de Redman una vez más. Eso fue todo. Antes de que pudiera decir algo más había desaparecido de su vista.
—¿Henessey? —dijo Redman, sintiéndose repentinamente como un extraño—. ¿Quién es Henessey?
Leverthal encendió un cigarrillo. Sus manos, como de costumbre, temblaban ligeramente. El día anterior Redman no se había dado cuenta de ello, pero no le sorprendió. Todavía no había encontrado a ningún lavacerebros que no tuviera sus propios problemas.
—El chico está mintiendo. Henessey ya no está con nosotros —dijo ella.
Se hizo un silencio. Redman no contestó, eso la habría hecho feliz.
—Lacey es inteligente —continuó, mientras ponía el cigarrillo entre sus descoloridos labios—. Conoce nuestro punto débil.
—¿Cómo?
—Usted es nuevo aquí, y quiere darle la impresión de conocer un gran misterio.
—¿No es un misterio, entonces?
—¿Henessey? —bufó—. Oh no, por Dios. Escapó a primeros de mayo. Él y Lacey… —dudó sin quererlo—, él y Lacey tenían algo entre ellos. Drogas quizá, nunca lo averiguamos. Puede que esnifaran pegamento juntos, masturbación recíproca, Dios sabe qué.
Estaba claro que Leverthal encontraba todo el asunto desagradable. Cada rasgo de su cara reflejaba el disgusto que le producía hablar de aquel hecho.
—¿Cómo escapó Henessey?
—Aún no lo sabemos —dijo—; sencillamente, al pasar lista, no apareció una mañana. Se le buscó por todo el lugar de arriba a bajo. Pero se había ido.
—¿Es posible que haya vuelto? —dijo Redman.
La doctora se rió sinceramente.
—No, por Dios. Odiaba este lugar. Además, ¿cómo podría haber entrado?
—Si salió…
Leverthal asintió con un murmullo.
—No era especialmente brillante, pero era listo. No me sorprendí demasiado cuando desapareció. Pocas semanas antes de su huida se volvió muy introvertido. No pude sonsacarle nada y eso que, hasta entonces, había sido siempre bastante comunicativo.
—¿Y Lacey?
—Siempre bajo su influencia. Sucede a menudo. Un chico más joven idolatra a otro mayor, con más experiencia. Lacey tenía un pasado familiar muy poco estable.
Muy claro, pensó Redman. Tan claro que no creyó ni una sola palabra. Las mentes no eran cuadros de exposición, todos numerados y colgados en orden según sus influencias, uno «listo», otro «impresionable». No era tan fácil. Existían garabatos, pequeños indicios inacabados, impredecibles, variables. ¿Y el nombre del pequeño Lacey? Estaba escrito sobre agua.
Al día siguiente, las clases comenzaron bajo un calor tan opresivo que, a las once, el aula parecía un horno. No obstante, los chicos respondieron rápidamente al recto comportamiento que Redman tuvo con ellos. Reconocieron en él a un hombre al que, aun sin gustarles, podían respetar. No esperaban favores, y no recibieron ninguno. Era un pacto estable.
Redman encontró a la totalidad de sus colegas del centro menos comunicativos que a los chicos. Un extraño entre extraños. Decidió mantenerse al margen de cualquier disputa. La rutina de Tetherdowne, sus rituales de clasificación, de humillación, parecía haberles convertido en un solo monolito de piedra. Paulatinamente, fue evitando toda conversación con sus compañeros de trabajo. Su aula se convirtió en su santuario, su hogar. Un santuario con olor a madera recién cortada y a cuerpos jóvenes.
No se enteró hasta el siguiente lunes —cuando uno de los chicos lo mencionó— de que existía una granja.
Nadie le había hablado de la existencia de una granja en los campos del Centro. La idea le pareció absurda.
—Nadie va demasiado por allí —dijo Creeley, uno de los peores carpinteros que había sobre la tierra—; apesta.
Hubo una carcajada.
—De acuerdo, muchachos, tranquilos.
La risa fue apagándose, tan sólo se oyó algún murmullo jocoso.
—¿Dónde está la granja, Creeley?
—No es ni siquiera una granja, señor —dijo Creeley mordiéndose la lengua (un gesto habitual en él)—. Tan sólo son unas cuantas casuchas. Apestan, señor, especialmente ahora.
Señaló hacia la ventana, más allá del campo de juegos. Desde que el primer día había visto el páramo con Leverthal, éste se hallaba más poblado de malas hierbas que entonces. Creeley señaló un muro de ladrillos escondido tras un pequeño grupo de arbustos.
—¿Lo ve, señor?
—Sí, lo veo,
—Ésa es la pocilga, señor.
Otra carcajada.
—¿Qué es tan divertido? —preguntó a la clase. Una docena de cabezas se inclinaron atentas sobre su trabajo.
—Yo no iría allí, señor. Está tan alto como una jodida cometa.
Creeley no estaba exagerando. Incluso con el relativo frescor del atardecer, el olor que provenía de la granja revolvía el estómago. Redman tan sólo tuvo que guiarse por su olfato. Las cabañas que había visto desde la ventana de su aula fueron saliendo poco a poco de su escondido refugio. Unas cuantas casuchas de hierro oxidado y madera podrida, un gallinero, y una pocilga de ladrillo era todo lo que la granja ofrecía. Como Creeley había dicho, no era ni siquiera una granja. Parecía un pequeño Dachau domesticado; sucio y abandonado. Evidentemente, alguien daba de comer a los pocos prisioneros: algunas gallinas, media docena de gansos, los cerdos, pero nadie parecía haberse preocupado de limpiarlos. Había un insoportable olor a podrido. Los cerdos, en particular, vivían sobre un lecho de sus propios excrementos, innumerables islas de estiércol cocidas al sol y pobladas por miles de moscas.
La pocilga estaba dividida en dos compartimentos diferentes, separados por un alto muro de ladrillo. En el patio de uno de ellos había un pequeño cerdo moteado tumbado sobre los excrementos, con el lomo repleto de garrapatas y chinches. En el interior, se podía ver, a pesar de la oscuridad, otro cerdo más pequeño tumbado sobre la paja espesada por los excrementos.
Ninguno mostró el más mínimo interés en Redman.
El otro compartimento parecía vacío.
No había excrementos en el patio y apenas había moscas entre la paja. No obstante, el asfixiante olor a excrementos no era menor. Redman estaba a punto de volverse, cuando oyó un ruido que provenía del interior. Una forma inmensa se movió. El ex policía se apoyó en el portalón de madera y, aguantando la respiración, se asomó por encima de la puerta de la pocilga.
El cerdo salió a mirarlo. Tenía tres veces el tamaño de sus compañeros. Era una cerda inmensa que muy bien podría haber sido la madre de los inquilinos que habitaban el compartimento adyacente. Pero, mientras sus lechones tenían un aspecto sucio y lamentable, la cerda estaba inmaculada. El color rosa de su piel irradiaba buena salud. Su inmenso tamaño impresionó a Redman. Debía pesar el doble que él, supuso; una formidable criatura. Un animal fascinante en un inmenso volumen. Unas delicadas pestañas rubias y una suave curva sobre el brillante hocico adornaban una cabeza, afeada tan sólo por unas toscas cerdas que despuntaban sobre las orejas caídas, una aceitosa y escrutante mirada brillaba en sus oscuros ojos marrones.
Redman, un hombre de ciudad, había tenido pocas ocasiones de haber visto la realidad antes de tenerla en el plato. Esta magnífica criatura fue una revelación. El mal concepto que siempre había tenido de los cerdos, sinónimo de suciedad, aparecía, ahora, como una completa falsedad ante sus ojos.