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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 1 (14 page)

La cerda era hermosa, desde su respingón hocico al delicado rizo de su cola; una belleza con pezuñas.

Sus ojos miraban a Redman como a un igual; él no tenía duda alguna sobre ello. Le admiraba bastante menos de lo que él la admiraba a ella.

Se sentía segura en su piel, él en la suya. Dos iguales bajo un cielo resplandeciente.

De cerca, su cuerpo olía a limpio. Alguien había estado allí, aquella mañana, lavándola y dándole de comer. Su plato, Redman se daba cuenta ahora de ello, estaba lleno de judías, los restos de la comida del día anterior. No lo había tocado; no era glotona.

Una vez que lo hubo estudiado detenidamente, gruñendo, se dio la vuelta y regresó al fresco del interior. La audiencia había acabado.

Esa noche fue a ver a Lacey. El muchacho había sido trasladado del Centro Sanitario e instalado en una sucia habitación individual. Aparentemente, era objeto de intimidaciones también en el dormitorio, por lo que la única alternativa había sido este confinamiento solitario. Redman lo encontró sentado sobre una alfombra de viejos tebeos mirando la pared. Las oscuras cubiertas de aquéllos hacían que su cara pareciera más blanca que nunca. La venda de la nariz había desaparecido y los moretones que tenía bajo los ojos estaban tomando un color amarillento.

Estrechó la mano de Lacey, y el muchacho le dirigió la mirada. Había un cambio brusco desde su último encuentro. Lacey estaba tranquilo, dócil incluso. El apretón de manos, un ritual que Redman solía practicar cuando se encontraba con los chicos fuera de clase, fue leve.

—¿Estás bien?

El muchacho asintió.

—¿Te gusta estar solo?

—Sí, señor.

—Tendrás que regresar al dormitorio algún día.

Lacey sacudió la cabeza.

—No puedes permanecer aquí para siempre.

—Lo sé, señor.

—Tendrás que regresar.

Lacey asintió. De alguna manera parecía que la lógica no tenía nada que ver con el muchacho. Cogió un tebeo de Superman, y se quedó mirando la primera página sin abrirlo.

—Escúchame, Lacey. Quiero que tú y yo nos comprendamos. ¿De acuerdo?

—Sí, señor.

—Yo no puedo ayudarte si tú me mientes. ¿O sí?

—No.

—¿Por qué mencionaste el nombre de Kevin Henessey la semana pasada? Sé que él ya no está aquí. Se escapó, ¿verdad?

Lacey permaneció mirando al héroe tricolor.

—¿Verdad? —repitió Redman.

—Él está aquí —dijo Lacey con mucha tranquilidad. El niño adquirió repentinamente un aspecto sombrío. Su voz se volvió grave, y sus rasgos se contrajeron.

—Si se escapó, ¿por qué iba a regresar? No tiene demasiado sentido para mí. ¿Para ti sí?

Lacey sacudió la cabeza. Comenzó a moquear, y el agüilla enturbió algo sus palabras, pero éstas fueron lo bastante claras.

—Nunca se marchó.

—¿Qué? ¿Quieres decir que nunca escapó?

—Es inteligente, señor. Usted no conoce a Kevin. Es inteligente.

Cerró el tebeo, miró a Redman.

—¿Inteligente, en qué sentido?

—Lo planeó todo, señor. Todo.

—Tienes que ser más claro.

—Usted no me cree. Esto es el final, porque usted no me va a creer. Él le escucha. Está en todas partes. No le molestan los muros. Los muertos no se preocupan por cosas como ésas.

Muerto. Una palabra tan corta que le cortó el aliento.

—Puede ir y venir tantas veces como quiera —dijo Lacey.

—¿Estás diciendo que Henessey está muerto? Ten cuidado, Lacey.

El muchacho dudó. Se daba cuenta de que estaba andando por la cuerda floja, a punto de perder a su protector.

—Usted lo prometió —dijo, frío como el hielo.

—Te prometí que nadie te haría daño y nadie te lo hará. Pero eso no quiere decir que me puedas mentir, Lacey.

—¿Mentir, señor?

—Henessey no está muerto.

—Lo está señor. Todo el mundo lo sabe. Se ahorcó. Con los cerdos.

Redman había oído mentiras muchas veces, y creía conocer bien todos los trucos de los que las empleaban habitualmente, todos los indicios de la mentira. Pero el muchacho no mostraba ninguno de ellos. Estaba diciendo la verdad. Redman lo sentía en sus huesos.

La verdad; toda la verdad; nada más que la verdad.

Esto no significaba que el muchacho estuviera diciendo la verdad. Estaba simplemente contando su verdad. Él
creía
que Henessey estaba muerto. Eso no probaba nada.

—Si Henessey estuviera muerto…

—Lo
está
, señor.

—Si lo estuviera, ¿cómo podría estar aquí?

El muchacho miró a Redman, sin el menor rastro de mofa en su rostro.

—¿Usted no cree en fantasmas, señor?

Una conclusión lógica que confundió a Redman. Henessey estaba muerto y estaba allí. Luego, Henessey era un fantasma.

—¿No cree, señor?

El muchacho no estaba haciendo una pregunta retórica. Él quería, aun más, exigía una respuesta razonable a su razonable pregunta.

—No, muchacho —dijo Redman—. No creo.

Lacey permaneció tranquilo ante la respuesta.

—Ya lo verá, señor, ya lo verá —dijo simplemente.

En la pocilga, en los límites de la hacienda, la inmensa cerda sin nombre se encontraba hambrienta.

Seguía el ritmo de los días y, con su paso, su deseo crecía. Sabía que los tiempos de las judías en el plato habían pasado. Otros apetitos habían ocupado el lugar de aquellos viejos placeres.

Tenía un paladar hecho, desde aquella primera vez, a una comida con cierta textura, cierta resonancia. No era un tipo de comida que exigiera todo el tiempo, tan sólo cuando la necesidad se apoderaba de ella. No era una gran demanda: sólo de vez en cuando devorar la mano que le daba de comer.

Permaneció al lado de la puerta de su prisión, pacientemente, atenta; esperando y esperando. Mordisqueaba, olía, su impaciencia se volvía un hambre angustiosa. En el patio de al lado, sus castrados hijos, sintiendo su angustia, se agitaban. Conocían su naturaleza, y era peligrosa. Después de todo, ella se había comido vivos a dos de sus hermanos, frescos y húmedos todavía de su propia placenta.

Se oyeron ruidos a través del velo azul del crepúsculo, un suave sonido de pasos arrastrándose por las ortigas acompañado por un murmullo de voces.

Dos muchachos estaban aproximándose a la pocilga con respeto y precaución en cada uno de sus pasos. Ella les ponía nerviosos, y era comprensible. Se contaban infinidad de historias sobre los trucos que empleaba.

¿No hablaba, cuando estaba furiosa, con esa voz de posesa, distorsionando su enorme boca para expresarse en un idioma que no era el suyo? ¿No se levantaría sobre sus cuartos traseros, como había hecho otras veces, arrogante e imperial, y exigiría que le enviasen al más pequeño de los muchachos para amamantarlo en su regazo, desnudo como un lechón? ¿No golpeaba la tierra con sus pezuñas hasta que la comida que le traían era troceada en
petits
[2]
pedazos y se la ofrecían unos trémulos dedos? Hacía todo eso.

Y cosas peores.

Los chicos sabían que esa noche no habían traído lo que ella quería. El tipo de carne que llevaban en el plato no era lo que ella deseaba. No se trataba de la dulce carne blanca que había pedido con su otra voz y que, si quería, podía tomar por la fuerza. Esa noche la comida no era más que bacon robado de la cocina. El manjar que a ella realmente le apetecía era la carne que había perseguido y aterrado para engordar sus músculos, que masticaba con deleite, y que ahora estaba bajo una protección especial. Llevaría tiempo que estuviera lista para la matanza.

Mientras tanto, esperaban que aceptara sus excusas y sus lágrimas, y que no los devorara en un arrebato de ira.

Antes de llegar al muro de la pocilga, uno de los muchachos se había cagado en los pantalones, y la cerda lo olió. Disfrutando del olor acre de su miedo, su voz adquirió un timbre diferente. En lugar del gruñido grave, su boca emitió un sonido más alto y más agudo. Dijo:

—Ya sé, ya sé. Venid y sed juzgados. Ya lo sé, ya lo sé.

Los observó a través de las verjas del portalón con ojos resplandecientes como joyas en la noche oscura, más brillantes que la noche porque estaban vivos, más puros que la noche porque estaban llenos de deseo.

Los muchachos se arrodillaron ante la puerta, inclinando sus cabezas a modo de súplica. El plato que sostenían ambos suavemente estaba cubierto por un mantelillo manchado.

—¿Bien? —dijo ella. La voz era inconfundible. Una voz masculina que surgía de la boca de la cerda.

El chico mayor, un niño negro con el paladar partido, habló tranquilamente a aquellos brillantes ojos, intentando ocultar su terror:

—No es lo que quería. Lo sentimos.

El otro muchacho, incómodo en los pantalones manchados, se excusó también con un leve balbuceo.

—Se lo conseguiremos. Seguro. Se lo traeremos muy pronto, tan pronto como podamos.

—¿Por qué no esta noche? —dijo la cerda.

—Lo están protegiendo.

—Un profesor nuevo. El señor Redman.

La cerda parecía saberlo todo. Recordó su enfrentamiento a través de la valla, el modo en que él la miraba como si fuera un espécimen zoológico. Así que era ése su enemigo, ese pobre viejo.

—Acabaré con él. Oh, sí.

Los muchachos oyeron su promesa de venganza y se alegraron de que el asunto hubiera escapado a su responsabilidad.

—Dale la carne —dijo el muchacho negro.

El otro se puso en pie mientras apartaba el mantelillo. El bacon olía mal; la cerda, no obstante, hizo ruidos de entusiasmo. Quizá les había perdonado.

—Vamos, rápido.

El muchacho cogió la primera loncha de bacon entre sus dedos, y se la ofreció. La cerda acercó la boca y la comió, mostrando sus dientes amarillentos. Acabó rápidamente. Lo mismo hizo con las siguientes.

El sexto y último trozo lo cogió agarrando también los dedos del muchacho; lo hizo con tal velocidad y elegancia, que éste sólo pudo chillar cuando ella ya masticaba sus delgados dígitos y se los tragaba. Sacó rápidamente la mano de la cochiquera y observó su mutilación. El daño había sido pequeño, considerándolo. La cabeza del pulgar y la mitad del índice habían desaparecido. Las heridas sangraban abundantemente, salpicándole la camisa y los zapatos. Ella gruñó y resopló. Parecía satisfecha.

El muchacho gritó y salió corriendo.

—Mañana —dijo la cerda al chico que permanecía suplicante—. No esta vieja carne de cerdo. Debe ser blanca. Blanca y… con lacitos
[3]
—Pensó que era un buen chiste.

—Sí —dijo el muchacho—, sí, por supuesto.

—Sin falta —ordenó.

—Sí.

—O iré a por él yo misma, ¿me oyes?

—Sí.

—Iré a por él yo misma, donde quiera que se esconda. Lo comeré en su cama, si lo deseo, mientras duerme, comeré primero sus pies, después sus piernas, sus genitales, después sus caderas…

—Sí, sí.

—Le
quiero
—dijo la cerda rascando con las pezuñas entre la paja—. Es mío.

—¿Henessey muerto? —dijo Leverthal, con la cabeza aún inclinada, mientras escribía uno de aquellos interminables informes—. Es otra invención. Antes el chico decía que estaba en el Centro, ahora que está muerto. El muchacho no puede siquiera mantener su historia sin contradecirse.

Era difícil argumentar con tales contradicciones, a menos que se aceptara la idea de Lacey sobre fantasmas. No había manera alguna de intentar discutir ese punto con aquella mujer. No tenía sentido. Los fantasmas eran bobadas; tan sólo miedo hecho realidad. Pero la posibilidad del suicidio de Henessey tenía más sentido para Redman. Intentó seguir por ese lado.

—Entonces, ¿de dónde ha sacado Lacey esa historia sobre la muerte de Henessey? Es una invención curiosa.

Ella se dignó levantar la cabeza, su cara estaba concentrada en sí misma, como un caracol en su concha.

—Este Centro está repleto de imaginaciones desbordantes. Si usted oyese alguna de las historias que tengo grabadas: el exotismo de alguna de ellas le dejaría alucinado.

—¿Ha habido algún suicidio aquí?

—¿Desde que yo estoy? —Pensó un momento, mientras jugaba con su lápiz—. Dos intentos. Ninguno serio. Sólo para llamar la atención.

—¿Fue Henessey uno de ellos?

La doctora se permitió una sonrisa burlona, mientras sacudía la cabeza.

—Henessey era inestable en un sentido completamente diferente. Pensaba que iba a vivir para siempre. Ése era su sueño: Henessey, el superhombre de Nietzsche. Sentía algo parecido al desprecio por el rebaño. Era de una raza aparte. Se encontraba tan lejos de nosotros, meros mortales, como lo estaba de esos desgraciados…

Redman supo que iba a decir «cerdos», pero se paró justo antes de mencionar el nombre.

—…esos desgraciados animales de la granja —dijo, mientras bajaba la cabeza para mirar de nuevo sus informes.

—¿Pasaba Henessey mucho tiempo en la granja?

—No más que cualquier otro chico. —Estaba mintiendo—. A ninguno le gusta el trabajo de la granja, pero es parte de los turnos de trabajo. Limpiar excrementos no es una tarea agradable. Se lo puedo asegurar.

Esta mentira —que sabía le había contado— hizo que Redman encajara el detalle final de la historia de Lacey: la muerte de Henessey había tenido lugar en la pocilga. Se encogió de hombros y tomó un enfoque completamente diferente.

—¿Está Lacey bajo medicación?

—Algunos sedantes.

—¿Se administran sedantes a los chicos siempre que participan en alguna pelea?

—Sólo si intentan escapar. No tenemos suficiente personal para supervisar las preferencias de Lacey. No entiendo por qué esta usted tan preocupado.

—Quiero que él confíe en mí. Se lo prometí. No quiero defraudarle.

—Francamente, esto suena sospechosamente a preferencia personal. Un chico entre muchos, sin problemas especiales, y sin demasiadas esperanzas de redención.

—¿Redención? —Era una extraña palabra.

—Rehabilitación, o como quiera usted llamarlo. Mire, Redman, le voy a ser sincera. Existe la sensación general de que usted no está tocando bola aquí.

—¿Qué?

—Todos pensamos, incluyendo el director, que debería dejarnos manejar nuestros asuntos a nuestra manera. Apréndase las reglas del juego antes de empezar a jugar.

—Intromisión.

Ella asintió:

—Es una palabra tan buena como cualquier otra. Se está creando enemigos.

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