Read Libros de Sangre Vol. 1 Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 1 (4 page)

El «por favor» había desaparecido. Ahora no decía nada; se limitaba a apretar los dientes y entrecerrar los ojos ante la autopista, a dar patadas hacia delante para encontrar la realidad de las escaleras que ella sabía seguían allí. Tropezó al tocarlas y un aullido surgió de la multitud. No sabía si se reían de su torpeza o si gritaban una advertencia al ver que había llegado tan lejos.

Primer escalón. Segundo escalón. Tercer escalón.

Aunque tiraban de ella por todas partes, estaba ganándole la partida a la multitud. Un poco más adelante podía ver la puerta de la habitación donde su pequeño mentiroso estaba tirado en el suelo, rodeado por sus agresores. Tenía los calzoncillos en los tobillos; la escena parecía una especie de violación. Ya no gritaba, pero el terror y el dolor podían leerse en sus ojos. Al menos seguía vivo. La resistencia natural de su joven mente había aceptado a medias el espectáculo que se abría frente a él.

De repente, el chico volvió la cabeza de golpe y miró a través de la puerta, directamente hacia ella. En aquel momento extremo había descubierto un talento real, una habilidad que solo llegaba a ser una pequeña fracción de la de Mary, pero que bastaba para contactar con ella. Sus miradas se encontraron. En un mar de oscuridad azul, rodeados de una civilización que no conocían ni comprendían, sus corazones vivos se encontraron y se unieron.

—Lo siento —dijo él en silencio. Era inmensamente conmovedor—. Lo siento. Lo siento. —Simon apartó la vista y arrancó su mirada de la de Mary.

Ella sabía que estaba casi al final de las escaleras; por lo que sus ojos le decían, los pies todavía pisaban aire, las caras de los viajeros estaban por encima, por debajo, por todas partes. Pero podía ver, muy débilmente, la silueta de la puerta y las tablas y vigas de la habitación donde yacía Simon. El chico era ya una masa de sangre, de la cabeza a los pies. Podía ver las marcas, los jeroglíficos de agonía en cada centímetro de su torso, de su cara, de sus extremidades. A veces podía enfocar el cuerpo de Simon y verlo en la habitación vacía, con los rayos de sol atravesando la ventana y la jarra rota junto a él. Después le fallaba la concentración y en vez de eso veía el mundo invisible hecho visible y a Simon flotando en el aire mientras escribían sobre él, arrancándole el pelo de la cabeza y del cuerpo para limpiar la página, escribiendo sobre sus axilas, escribiendo sobre sus párpados, escribiendo sobre sus genitales, en la hendidura de sus nalgas, en las plantas de sus pies.

Solo las heridas aparecían en ambas visiones. Ya lo viera acosado por autores o solo en la habitación, no dejaba de sangrar.

En aquel momento alcanzó la puerta. Con una mano temblorosa intentó tocar la realidad sólida del pomo, pero ni con toda la concentración que pudo reunir conseguía verlo con claridad. Había poco más que una imagen fantasmal en la que centrarse, pero al final fue suficiente. Cogió el pomo, le dio la vuelta y abrió la puerta de la habitación de escritura de par en par.

Él estaba allí, frente a ella. No los separaban más que dos o tres metros de aire poseído. Sus ojos volvieron a encontrarse y una mirada elocuente, compartida tanto por el mundo de los muertos como por el de los vivos, pasó entre ellos. Había compasión en aquella mirada, y amor. Las ficciones se derrumbaron, las mentiras se convirtieron en polvo. En lugar de las sonrisas manipuladoras del chico había una verdadera dulzura… reflejada en la cara de Mary.

Y los muertos, temerosos de aquella mirada, volvieron la cabeza. Las caras se apretaron como si la piel se estirara sobre el hueso, la carne se oscureció hasta marchitarse y las voces se tornaron melancólicas ante la perspectiva de la derrota. Ella alargó la mano para tocarlo, libre por fin de las hordas de los muertos; soltaban a su presa, como moscas muertas que cayeran de una ventana.

Ella le tocó suavemente la cara. El toque fue una bendición. Los ojos de Simon se llenaron de lágrimas y estas cayeron por la escarificada mejilla para mezclarse con la sangre.

Los muertos ya no tenían voz, ni siquiera boca. Estaban perdidos en la autopista, su maldad condenada.

Plano a plano, la habitación comenzó a restablecerse. Las tablas del suelo se hicieron de nuevo visibles bajo el cuerpo sollozante de Simon, cada puntilla, cada tablón manchado. Las ventanas se veían con claridad… y, en el exterior, la calle en el ocaso se llenaba con los juegos de los niños. La autopista había desaparecido por completo de la vista humana. Sus viajeros habían vuelto a mirar hacia la oscuridad para desaparecer en el olvido, dejando únicamente sus señales y talismanes en el mundo concreto.

En el rellano intermedio del número 65 de Tollington Place, los pies de los viajeros pisoteaban descuidadamente el cuerpo humeante y cubierto de ampollas de Reg Fuller al pasar por la intersección. Al final, la propia alma de Fuller apareció entre la multitud y observó la carne que una vez había ocupado, antes de que la muchedumbre lo empujara hacia su juicio.

Arriba, en la habitación en penumbra, Mary Florescu seguía arrodillada junto al chico McNeal y acariciaba su cabeza manchada de sangre. No quería dejar la casa para pedir ayuda hasta estar segura de que sus torturadores no volverían. El único sonido que quedaba era el de un avión a reacción que se abría camino por la estratosfera hacia la mañana. Hasta la respiración del chico era queda y regular. No lo rodeaba ningún nimbo de luz. Todos los sentidos estaban en su sitio. Vista. Oído. Tacto.

Tacto.

Lo tocó como nunca antes se había atrevido a hacerlo, acariciando su cuerpo con la punta de los dedos muy, muy suavemente, recorriendo la piel levantada como una mujer ciega leyendo braille. Había diminutas palabras en cada milímetro de su cuerpo escritas por una multitud de manos. Incluso a través de la sangre, Mary podía distinguir la meticulosa forma en que las palabras lo habían destrozado. Incluso podía leer, a la luz menguante, alguna frase suelta. Era una prueba que no dejaba lugar a dudas y Mary deseaba, oh, Dios, cómo lo deseaba, no haberla encontrado. Sin embargo, tras toda una vida esperando, allí estaba: la revelación de la vida después de la muerte, escrita en la misma carne.

El chico sobreviviría, eso estaba claro. La sangre ya empezaba a secarse y la miríada de heridas comenzaba a sanar. Después de todo, estaba sano y era fuerte, no habría un daño físico irreparable. Por supuesto, su belleza había desaparecido para siempre. Desde aquel momento y en el mejor de los casos, sería objeto de curiosidad; en el peor, de repugnancia y horror. Pero ella lo protegería y él aprendería, con el tiempo, cómo conocerla y confiar en ella. Sus corazones estaban unidos de modo inextricable.

Y después de un tiempo, cuando las palabras de su cuerpo se convirtieran en costras y cicatrices, ella lo leería. Trazaríacon un amor y paciencia infinitos las historias que los muertos le habían contado.

La historia de su abdomen, escrita con una letra delicada y cursiva. El testimonio de estilo exquisito y elegante que le cubría la cara y el cuero cabelludo. La historia de su espalda y la de sus espinillas y la de sus manos.

Las leería todas e informaría de todas, de cada sílaba que brillaba y rezumaba bajo sus cariñosos dedos, para que el mundo conociera las historias que contaban los muertos.

Él era el Libro de sangre y ella su único traductor.

Mientras caía la noche, Mary dejó su vigilia y lo condujo, desnudo, hacia la fragante noche.

De modo que estas son las historias escritas en el Libro de sangre. Lee, si así te place, y aprende.

Conforman el mapa de esa oscura autopista que nos lleva desde esta vida hacia destinos desconocidos. Pocos tendrán que tomarla. Casi todos marcharán en paz por calles iluminadas; plegarias y caricias los acompañarán hasta que abandonen por fin sus vidas. Pero para algunos, para unos cuantos elegidos, será distinto; los horrores saltarán sobre ellos para llevarlos a la autopista de los malditos…

Así que lee. Lee y aprende.

Después de todo, es mejor estar preparados para lo peor y es de sabios aprender a caminar antes de perder el aliento.

El tren nocturno de carne

Leon Kaufman ya no era un recién llegado a la ciudad. El Palacio de los Placeres, como la había llamado siempre, en sus días de inocencia. Pero eso fue cuando vivía en Atlanta, y Nueva York todavía era una especie de tierra prometida, donde era posible cualquier cosa, todo.

Ahora había pasado tres meses y medio en la ciudad de sus sueños, y el Palacio de los Placeres le parecía menos placentero.

¿Sólo había transcurrido realmente una estación desde que se bajó en la parada de autobuses de Port Authority y miró por la calle 42 en dirección a la intersección de Broadway? Un tiempo muy corto para perder tantas ilusiones acumuladas.

Ahora se sentía avergonzado sólo de pensar en su ingenuidad. Se le ponía mala cara al recordar cómo se había parado y había declarado en voz alta: «Nueva York, te quiero».

¿Amor? Jamás.

Había sido un enamoramiento como mucho.

Y ahora, después de sólo tres meses de vida con el objeto de su adoración, de pasar los días y noches en su presencia, éste había perdido su aureola de perfección.

Nueva York tan sólo era una ciudad.

La había visto despertarse por la mañana como una mujerzuela y sacarse hombres asesinados de entre los dientes y suicidios de la maraña de su pelo. La había visto a altas horas de la noche, con sus sucios callejones cortejando sin pudor a la depravación. La había observado en las tardes abrasadoras, perezosa y fea, indiferente a las atrocidades que se cometían cada hora en sus ahogados pasadizos.

No era ningún Palacio de los Placeres.

Alimentaba la muerte, no el placer.

Siempre que se encontraba con alguien, éste huía violentamente; eran cosas de la vida. Casi resultaba elegante haber conocido a alguien que hubiera muerto de forma violenta. Era una prueba de que se vivía en esa ciudad.

Pero Kaufman había querido a Nueva York desde lejos durante casi veinte años. Había planeado su aventura amorosa a lo largo de casi toda su vida de adulto. No le era fácil, por lo tanto, sacarse la pasión de encima, como si nunca la hubiera sentido. Aún había ocasiones, muy temprano, antes de que empezaran a sonar las sirenas de la policía, o al atardecer, en que Manhattan era un milagro.

Por esos momentos, y en nombre de sus sueños, aún le concedía el favor de la duda, aunque se comportara peor que una dama. Ella no hacía sencilla esa indulgencia. En los pocos meses que Kaufman había pasado en Nueva York, sus calles se habían inundado con la sangre vertida.

En realidad, no tanto las propias calles como los túneles bajo esas calles.

«Matanza en el metro» era la expresión de moda del mes. Sólo en la semana anterior se había informado de tres asesinatos. Los cuerpos se descubrieron en uno de los vagones de metro de la Avenida de las Américas, acuchillados y con las entrañas vaciadas en parte, como si se hubiera interrumpido en plena labor a un eficiente empleado de un matadero. Los asesinatos eran tan absolutamente profesionales que la policía interrogaba a cualquier hombre que hubiera estado relacionado con el gremio de los carniceros. Eran vigiladas las plantas de empaquetado de carne en el puerto, y registrados los mataderos en busca de pistas. Se prometió un rápido arresto, aunque no se realizó ninguno.

Este reciente trío de cadáveres no iba a ser el único que se descubriera en ese estado; el mismo día en que llegó Kaufman había aparecido una noticia en
The Times
que era la comidilla de todas las secretarias morbosas en la oficina.

La historia contaba que un visitante alemán, perdido en la red de metros entrada la noche, se había encontrado un cuerpo en un vagón. La víctima era una mujer de treinta años, muy atractiva, de Brooklyn. La habían despojado por completo. De cada jirón de ropa, de todo artículo de joyería. Hasta de los pendientes de sus orejas.

Más extraño que el hecho de que la desnudaran era la manera ordenada y sistemática en que habían doblado la ropa y la habían colocado, en bolsas de plástico separadas, sobre el asiento que estaba detrás del cadáver.

No era obra de ningún navajero irracional. Se trataba de un cerebro muy organizado: un lunático con un gran sentido de limpieza.

Había más: más extraño aún que el cadáver hubiera sido desnudado cuidadosamente, era el ultraje que se había cometido con él. Los informes pretendían —aunque el Departamento de Policía no lo confirmó—, que lo habían afeitado minuciosamente. Le habían quitado todos los pelos: de la cabeza, de las ingles, de los sobacos; todos cortados y quemados sobre la carne. Le habían arrancado incluso las cejas y las pestañas.

Por último, habían colgado por los pies ese montón de carne absolutamente desnudo de uno de los asideros del techo del vehículo y habían colocado un cubo negro de plástico, forrado con una bolsa, también de plástico negro, para recoger la sangre que goteaba lentamente de sus heridas.

En ese estado, desnudo, afeitado, colgado y prácticamente desangrado, se había encontrado el cuerpo de Loretta Dyer.

Era repugnante, meticuloso y profundamente desconcertante.

No había habido violación, ni indicio alguno de tortura. Se había despachado rápida y eficazmente a la mujer como si fuera un trozo de carne. Y el carnicero aún andaba suelto.

Los Padres de la Ciudad
, en su sabiduría, declararon una suspensión completa de los informes de la prensa sobre la matanza. Se dijo que el hombre que había encontrado el cuerpo había sido objeto de detención preventiva en Nueva Jersey, fuera de la vista de los curiosos periodistas. Pero la ocultación fracasó. Un policía codicioso había revelado los detalles sobresalientes a un reportero de
The Times
. Todo el mundo conocía ahora en Nueva York la horrible historia de las matanzas. Era un tema de conversación en todas las cafeterías y bares; y, por supuesto, en el metro.

Pero Loretta Dyer fue sólo la primera.

Se habían encontrado otros tres cuerpos en circunstancias idénticas, aunque esta vez el trabajo había quedado claramente interrumpido. No se habían afeitado todos los cuerpos, ni les habían cortado las yugulares para desangrarlos. Había otra diferencia más significativa en el descubrimiento: no fue un turista quien los descubrió por la noche; lo decía un informe de
The New York Times
.

Kaufman examinó el informe que cubría la primera página del periódico. No tenía ningún interés morboso por el asunto, a diferencia de su compañero de mostrador en la cafetería. Sólo sentía una ligera repugnancia, que le hizo apartar su plato de huevos demasiado cocidos. Era simplemente una prueba más de la decadencia de la ciudad. No podía divertirse con su enfermedad.

Other books

Out of India by Ruth Prawer Jhabvala
Urban Renewal (Urban Elite Book 1) by Suzanne Steele, Stormy Dawn Weathers
Remember Me by Margaret Thornton
Eternal Hunger by Wright, Laura
The Pack - Shadow Games by Jessica Sorrento
Rescuing Rose by Isabel Wolff
Crackdown by Bernard Cornwell
The Faithless by Martina Cole
The Runaway's Gold by Emilie Burack