Lo más extraño (39 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Los Inseparables de Fisher

En el puerto de Dar Es Salaam, un muchacho le ofreció una pareja de pájaros de vivos colores. Él preguntó cómo se llamaban, pero el chaval se limitó a extender la mano libre, como si estuviese cansado de dar explicaciones que terminaban en fracaso. Con la otra, sujetaba la pequeña jaula, hecha de cáñamos y atada con lazos de junco. Por un momento, la jaula le pareció una prolongación de los dedos y las extremidades del niño, largos y delgados huesos anudados con la piel. Los pájaros permanecían acurrucados, tranquilos. Los intensos ojos negros, resaltados por un borde blanco. Azabache, recordó, engarzado en plata. Pero lo que le decidió fue la manera lánguida en que uno de los pájaros apoyaba la cabeza en el otro.

Había estado seis meses trabajando en un atunero, entre Madagascar y las islas Seychelles, y ahora volvía a casa. Un fatigoso viaje en avión, con escala en París. Seguro que con aquella pobre jaula artesanal, no pasaría los controles. Agujereó una caja de zapatos y metió dentro los pájaros. Notó que le temblaba la mano al contacto con las plumas. El marinero no estaba acostumbrado a pesos tan ligeros. Las aves desprendían el calor de una bombilla pobre. Llevó la caja en la bolsa de mano. En el aeropuerto de Orly, levantó la tapa de la caja y respiró aliviado cuando los vio vivos y acariñados.

Ya en el destino, en Galicia, la primera parada fue para comprar una jaula grande y comida apropiada. El dueño de la tienda de animales le explicó que se trataba de una pareja de Inseparables. Los Inseparables de Fisher, así se llamaban. ¡Carajo con el nombre!, dijo el marinero. Como si desconfiara de su capacidad para valorar aquella posesión exótica, el hombre de la tienda le fue guiando por el colorido del paisaje. El cuerpo verde oliva. El pico rojo. La caperuza naranja. El obispillo azul. ¿El obispillo? Fíjese ahí, en la rabadilla, le señaló el pajarero. Hay un detalle muy importante, añadió luego, mirándole de frente con un cierto recelo. Tenga mucho cuidado al abrir la jaula. Si uno de ellos desaparece, el otro cantará hasta morirse.

Un atardecer, el marinero no encontró a su mujer en casa pero oyó su voz. Se acercó a la ventana de la terraza y allí estaba ella, en el tejado, sujetándose con una mano a la antena de televisión mientras sostenía con la otra la jaula con la portezuela abierta. Llamaba a uno de los Inseparables de Fisher, posado en una de las ramas de aluminio de la antena. Sintió vértigo, miedo por ella. Durante una hora, el tiempo, más o menos, que tardó el pájaro en volver, él no dijo nada. Sólo murmuró algo (Alfa Mike Oscar Romeo) en el código internacional de señales del mar.

El puente de Marley

Tenía en la pared de la habitación un póster de Bob Marley y la abuela, que sólo veía lo que quería, y así estaba como una rosa, le dijo: «Muy bien, nena, ¡un Sagrado Corazón!». Y era verdad que se parecían. Marley, Jesucristo y el muchacho del puente. Lo veía pasar desde la playa fluvial, con su pelo de rasta y el andar desgarbado, pero rítmico, como si caminara sobre una cuerda floja o la línea del horizonte. Un día se cruzaron y él le sonrió. Ella amplió la sonrisa hasta que ocupó su mente. Se enamoró de aquella sonrisa. Pero nunca más vio al muchacho del puente. En aquel pueblo, la gente humilde nacía con una maleta debajo del brazo.

Cuando de verdad se casó, ya no tenía el póster de Marley ni de ningún otro. Sólo una pequeña reproducción de
Pájaros de la noche,
de Edward Hopper. La abuela, sí. Conservaba su Sagrado Corazón de Jesús, cada vez más desvaído. Era un cuadro este que la deprimía. La exposición de la víscera rosácea, con sus llagas y la corona de espinas, le parecía un icono de crueldad en la habitación de una enferma. La pintura de una cultura caníbal, que idolatraba a su víctima. Cristo, el último cristiano. La abuela mentía. Decía que sólo veía un resplandor.

Ella se casaba con una sonrisa que pertenecía a la vida. La víspera de la boda había llevado a su novio al puente y consiguieron balancearlo con el embate de sus cuerpos entrelazados. El otro enlace, el oficial, fue una ceremonia a lo grande, a la que se dejaron llevar sin resistencia, conscientes de que se unían dos apellidos, dos herencias, dos dinastías. Era día de Corpus y, al salir de la iglesia, caminaron como reyes sobre una alfombra de flores. Al principio, entre flashes y saludos, no se fijó en las estampas vegetales que pisaba despreocupada, y que docenas de manos habían compuesto en la noche.

Hasta que empezó a ver la alfombra como un cuadro que la incluía. El Espíritu Santo, una paloma de pétalos de dalia blanca. La Biblia con los lomos de cascas de pinos y el perfil de las hojas de fideos. Un Dios Padre con el cabello plateado de serrín de aluminio y el manto azul de hortensia. En la mano, un rayo negro, de granos de café, con resplandor de mimosas. Y, cuidando de no pisar el Sagrado Corazón, pétalos de rosa con corona de zarzas, al final de la alfombra, alzó la vista, buscando con angustia su propia sonrisa. Hacía años que el puente no existía.

Algo de comer

Mi madre lanzaba de vez en cuando miradas de reproche que no impresionaban a nadie, como balas de fogueo. Mi padre las esquivaba parapetado detrás de las cartas o encogiéndose de hombros. Y yo me había hecho invisible entre la bruma de tabaco que invadía la sala y que se acampanaba en nube densa sobre la ciénaga de la mesa. En camiseta, sudorosos, como una cuadrilla de soldados cansados pero tercos, mi padre y sus amigos encaminaban la partida de tute hacia el alba. Uno de ellos, el que llamaban Curtis, agitó el tronco seco de una botella de whisky. La inclinó y todos esperaron la última gota como una prueba de la que dependiese el orden del universo. Curtis, yo lo sabía de otras noches, era un hombre imprevisible. Lo que prestaba ahora, dijo después de chascar la lengua, era algo de comer.

Habían cenado horas antes. Los platos todavía estaban apilados en el lavabo de la cocina. ¡No hay nada que rascar!, exclamó mi madre, como si tratara con prófugos a los que era inútil ilustrar con oraciones subordinadas del tipo: A estas horas de la noche…

Algo habrá, dijo Curtis. Siempre hay algo. Y luego preguntó, señalando mi pecera: ¿Cómo se llama ese pez, chaval? Dragón Dorado, respondí con pánico. Mi padre encontró un bote de aceitunas en la alacena. La carne más rica es la de la iguana, dijo de pronto Curtis, con un resplandor verde en la mirada. Sin duda alguna. Pero lo más raro que comí fue la piraña grande, el
capaburros
. Hay que freírla en la manteca de sus propias tripas, como hacen los indios del Orinoco.

Dejaron la baraja a un lado y hablaron de comida. Sólo había dos cosas en las que ponían un alegre entusiasmo de hermandad: En el escarnio de algún ausente o en la comida. Mi madre se había puesto a fregar el suelo bajo la mesa, para echarlos. Pero eran gente demasiado bregada como para hacer caso a tan elemental indirecta. En cuanto a comer, todos habían probado cosas muy extrañas. Desde hostias a granel a guiso de caimán. El único que permanecía en silencio era Lens. Era también el único que no se había descorbatado. Siempre vestía como un dandy. ¿Y tú, Lens? ¿Qué fue lo más raro que te comiste? Era tardo en hablar. Por fin, escupió dos huesos de aceituna en la palma de la mano y los mostró como un tosco jeroglífico. Entonces, ¿es cierto eso que cuentan?, preguntó Curtis. No tuve más remedio, dijo Lens. Nos habíamos encariñado. Yo y aquella chica rumana del club. Él le cortó de un tajo un dedo del pie. La marcó como a una esclava. Y yo… Lens cerró el puño sobre el par de huesos. Esto, sentenció, que no salga de aquí.

El alba asomaba con perfume de lejía.

El duelo final

Él tenía aquella manía de llevar siempre la contraria. Adornaba mucho sus opiniones con juramentos y blasfemias, aunque su maldición preferida era más bien inocente: «¡Mala mar te trague!». Había una que a mí me parecía terrible y que él reservaba para atemorizar al rival en momentos decisivos: «¡Me escarbo los dientes con el Palo de la Santa Cruz!». Un día, un guardia de tráfico le pidió que se identificase, después de adelantar a más de cien por hora en una curva con raya continua, y él profirió toda una filosofía: «¡Me llamo André Dosil y me cago en Copito de Nieve y en la Raíz Cuadrada de Tres!».

Pero lo que a mí me llamaba la atención era la vehemencia con que se oponía al parecer de los demás, fuera quien fuera y fuese sobre lo que fuese. Dosil luchaba contra el mundo. Tenía un anzuelo clavado en las entrañas. Yo comprendí muy bien, mejor que en la clase de Lengua en el instituto, lo que eran las oclusivas, esa implosión que contenía por ejemplo la «p», cuando Dosil se revolvió con vehemencia contra un viajante algo chinchón que había invocado como argumento decisivo en su favor la opinión de la mayoría. Se escucharon dos auténticos petardos fonéticos en aquel templo del saber que era el bar de mis padres: «¡Me cago en la opinión pública!».

La propia manera que tenía de afincarse en una esquina de la barra del Universal recordaba a esos boxeadores que se clavan en un ángulo del ring, resistiendo la andanada inicial mientras planean el fatal contragolpe. Era soltero. No tenía amores conocidos. Y trataba a las mujeres como seres invisibles. Sólo lo vi dos veces vencido. Una fue cuando murió su madre: «Ponme una copa, chaval. ¡Me cago en la pena!».

Con la televisión luchaba cuerpo a cuerpo. Sin tregua. Nada más escuchar la sintonía del noticiario, se ponía en guardia, ojo avizor, acodado en la barra, y con las mandíbulas apretadas. Defendía a Milosevich, al presidente de Corea del Norte, a Sadam Hussein, a Fujimori, e incluso, en alguna ocasión, a Fraga Iribarne. ¿Gaddafi? ¡Gaddafi es una bellísima persona! Y como ya nadie le llevaba la contraria, se enfrentaba en voz alta a la pantalla: «¡Hijos de la Coca-Cola! ¡Me cago en Todo!».

Una noche, entró Charo en el Universal. Trabajaba en el horno de una panadería cercana. Traía en la cara el dorado de la hogaza, y una melena ondulante, del color del pan de maíz. A mí me ponía nervioso la holgura libre de su mandilón blanco. Dosil, sólo atento a la tele, la había tomado con unos manifestantes. «¡Había que caparlos a todos! ¡Me cago en la inocencia!» Y Charo le espetó: «¡No digas barbaridades, André! ¡Eres un animal de bellota!». Esperamos la réplica con pavor. Pero Dosil, ruborizado, bajó la cerviz: «¡No te enfades, Chariño! Calla el cerdo cuando canta el ruiseñor».

La medida del agrimensor

«Fuimos tristes

en el dulce aire que del sol se alegra.»

DANTE

¡Le va a devorar el frutal!

El tallo de la hiedra abrazaba el tronco del manzano como una boa. Tenía el color de la piedra lavada y una pelambre crespa, de estera, que se alisaba como un músculo tenso a medida que ascendía. Allí donde había una rama, brotaba de la hiedra una lengua bífida, codiciosa, que al besar hincaba con raíces y se ceñía con ventosas en un posesivo beso. Entre los trinos de los pájaros, se oía crecer y reptar como el sonido de un contrabajo cuando el músico deja de tocar las cuerdas.

Las hojas del manzano eran de un verde manso, que dependía del humor de la luz. Un verde que tenía edad, como las piezas de un tendal humano. En la infancia, al germinar, un verde lavanda, tierno, casi transparente. Y después estaba aquel verde alegre de la juventud, de guirnalda en domingo festivo, de paño de chaleco de gaitero en alborada. Un verde de traje de faena, un verde mandil, en días laborables, mientras se lograba el fruto. Tembloroso más tarde como el ánima de un verderón en el cielo oxidado. En el otoño, hay un día en que las nubes adquieren sonido, como el día aquel en que por vez primera Pedro Madruga incorporó la pólvora a los campos de batalla de Galicia. El verde viejo del manzano se tiñe entonces de pigmentos. Esos colores interesantes no son señales de muerte, como acostumbramos a pensar, sino estrategias para ahorrar luz y prolongar la vida.

Pero, como es sabido, las hojas caen.

En esa época, las ramas desnudas del manzano quedaban sin el porqué, en un coma profundo, mientras se sentía respirar guerrera a la siempreverde, el jadeo de su taimado avance por aquellos senderos suspendidos en el sueño.

¡Le va a devorar el frutal! Al principio, la amistosa advertencia de los vecinos tenía un deje de ironía. Quizás ese hombre no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo en su huerta. Quizás no sabía distinguir entre el verdugo y la víctima. El árbol descansa, pero esa hiedra no. El árbol duerme, pero la hiedra es insomne. Lo va a consumir. Lo va a ahogar. Tiene estudios, pero él no debe de saber. Dicen que es un perito con carrera, pero una cosa es medir la tierra y otra conocerla. Lo que pasa dentro de la tierra no es broma. Se muere y se mata. ¿Por qué mira los avances de la siempreverde con esa indiferencia?

A mí me gustan así, confesó él ante la insistencia, sabiendo que esa respuesta sería comentada como una rareza. Pero ésa era la verdad. Lo hechizaba la hiedra, aquella lujuria oscura, incansable en el robo de la luz, sorbiendo todo para su disfrute.

Me gusta por la sombra. Es por la sombra, añadió para no parecer inconsciente.

Aquí la sombra nos la da Dios de balde, le respondieron.

Y era cierto que el país era sombrío la mayor parte del año. Vicioso de toda la gama de nieblas y la escala de lluvias. Hasta la luz de las lámparas eléctricas parecía sentir escalofríos, intimidada por unas tinieblas corpóreas que tenía que doblegar en cada anochecida. Y fuera, también en la noche, allí estaba la hiedra, ceñida al ser lisiado. Exuberante. Loba.

Quien más se preocupaba por la suerte del manzano era una mujer, Dora. Un día, en el verano siguiente, se detuvo al lado de la cerca, posó el gran cesto que llevaba en la cabeza, almohadillada con un paño, y le hizo un elogio tan sentido de aquellas manzanas que sorprendió al hombre: Si todavía fuese joven, sería capaz de robarlas. Así mismo se lo decía. Dar, ya daba muy pocas. Él había probado una y le parecía amarga y dura de más. ¡No estaría madura, hombre, que son muy sabrosas! Dora, en el encomio, con la corona del paño en la cabeza, imitó la degustación con la naturalidad de una gran actriz. Cerró los ojos, suspiró de gozo, como si saboreara un mosto, y sonrió al final, de una forma que ruborizó al hombre. En todas las hectáreas del mundo habitado, ¿cuántas escenas se seguirían dando en las que aparece una mujer, un hombre y una manzana? Ella misma se ofrecía para podar la hiedra si él quisiera. El hombre dijo: Lo haré yo, no se preocupe.

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