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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (82 page)

—Hablo de lo que dice la gente viendo que la señora Pitty tiene que vivir sola. La gente suele criticar mucho a las damas solteras que viven solas —continuó Peter. Era evidente que, para él, Pittypat seguía siendo una joven regordeta y encantadora, de dieciséis años, a la que había que preservar de las malas lenguas—. Y yo no quiero que la gente pueda hablar mal de ella. No, no señor... Y no es cosa de que alquile habitaciones en su casa para tener compañía. Ya se lo he dicho. No, mientras tenga personas de su propia carne y de su propia sangre que deban estar con ella. Pero, si las personas de su propia sangre la dejan abandonada... La señora Pitty no es más que una niña...

Al oír esto, Scarlett y Melly lanzaron verdaderos alaridos de risa y se dejaron caer sobre los peldaños de la escalinata. Finalmente, Melly tuvo que enjugarse las lágrimas que las carcajadas hacían brotar de sus ojos.

—¡Pobre tío Peter! Perdona que me ría. Lo siento, perdóname... Ni la señora Scarlett ni yo podemos ir ahora a vuestra casa. Puede ser que yo vaya en septiembre, cuando ya esté recogido el algodón. ¿Te envió la tía sólo para que cargases con todas nosotras a lomos de ese saco de huesos?

A esta pregunta, las mandíbulas de Peter se abrieron repentinamente y la consternación inundó su rostro negro y arrugado. Su saliente labio inferior se encogió hasta las líneas normales con la rapidez de una tortuga que encoge el cuello para meter la cabeza dentro de su concha.

—Señora Melly, me voy haciendo viejo, por lo visto, porque se me había olvidado de momento la causa de que me mandasen aquí. Tengo una carta para usted. La señora Pitty no ha querido confiarla al correo o a otros, sino que quería que la trajese yo y... —¿Una carta? ¿Para mí? ¿De quién?

—Bueno, es de... La señora Pitty me dijo: «Tú, Peter, prepara poco a poco a la señora Melly», y yo digo...

Melly se levantó del peldaño, con la mano en la garganta. —¡Ashley! ¡Ashley! ¡Ha muerto...!

—¡No, no señora! —gritó Peter con voz que se elevó hasta hacerse un estridente grito, mientras rebuscaba en el bolsillo interior de su andrajosa chaqueta—. ¡Está vivo! ¡Esta carta es suya! ¡Va a venir...! ¡Oh, Dios Todopoderoso! ¡Cógela, Mamita! Déjame que yo... —¡No la toques, viejo idiota! —rugió Mamita, tratando de sostener el cuerpo de Melanie que, abandonado por todas sus energías, se desplomaba—. ¡Imbécil! ¡Mono negro! Conque ¿es así cómo la preparabas suavemente? ¡Tú, Pork, cógela por los pies! Señorita Carreen, ¡póngale bien la cabeza! ¡Llevémosla al sofá del salón!

Se produjo un confuso tumulto cuando todos, a excepción de Scarlett, se agruparon alrededor de la desmayada Melanie. Todo el mundo estaba alarmado y corría hacia la casa a buscar agua y almohadas; en un momento, Scarlett y Peter se encontraron solos y frente a frente al pie del pórtico. Ella se había quedado inmóvil, como si hubiese echado raíces, en la postura que había tomado al oír sus palabras, mirando azorada al aturdido negro que débilmente le tendía una carta. Su cara de negro viejo daba tanta compasión como la de un niño regañado por su madre; toda su dignidad se había derrumbado.

Por un momento, Scarlett no pudo ni hablar ni moverse, y su cerebro no cesaba de gritar: «¡No ha muerto! ¡Va a volver!» Sin embargo, esa noticia no parecía causarle ni júbilo ni excitación, sino sólo una completa inmovilidad. La voz del tío Peter llegaba hasta sus oídos como lejana, plañidera y sumisa.

—El doctor Willie Burr, de Macón, que es pariente nuestro, se la llevó a la señora Pitty. El señor Willie estaba en la misma prisión que el señor Ashley. Pero el señor Willie tenía caballo y llegó más pronto. Y el señor Ashley viene a pie y...

Scarlett arrancó el sobre de sus manos. Estaba dirigido a Melly con letra de la tía Pitty, pero esto no la hizo dudar ni un momento. Desgarró el sobre, y la nota que incluía la tía Pitty cayó al suelo. Dentro del sobre había un trozo de papel doblado, ennegrecido por el roce con el sucio bolsillo del que la había traído, arrugado y roto por los bordes. La dirección estaba escrita de puño y letra de Ashley: «Señora de George Ashley Wilkes. Suplicada a la señora Sarah Jane Hamilton, Atlanta, o en Doce Robles, Jonesboro, Estado de Georgia.» La abrió con temblorosos dedos y leyó: «Amada mía: Vuelvo a casa y a ti...»

Las lágrimas comenzaron a correr abundantemente por sus mejillas hasta el punto de no poder seguir leyendo, y su corazón pareció hincharse como si fuese incapaz de contener tanto júbilo. Asiendo fuertemente la carta, corrió escalinata arriba, pasó a lo largo del pasillo, sin entrar en el salón en donde todos se estorbaban unos a otros al tratar de reanimar a la desmayada Melanie, y se metió en el despachito de Ellen. Cerró la puerta de un golpe, echó la llave y se dejó caer sobre el hundido y baqueteado sofá, llorando, riendo, besando la carta.

—«Amada mía» —repitió ella en un murmullo—. «Vuelvo a casa y a ti.» El sentido común les decía que, a menos que le brotasen alas a Ashley, pasarían semanas, y acaso meses, antes de que pudiera cubrir el trayecto entre Illinois y Georgia, pero aun así sus corazones latían con furia cada vez que un hombre uniformado desembocaba por la avenida de acceso a Tara. Cualquier espantapájaros con barbas podía ser Ashley. Y, si no era el mismo Ashley, podía ser un soldado que trajese noticias suyas o una carta de tía Pitty hablando de él. Tanto negros como blancos, todos corrían al pórtico de la fachada en cuanto oían pasos. Ver un uniforme bastaba para que todos corriesen desde el rincón de la leña, desde el prado o desde la parcela dedicada al algodón. Durante un mes después de recibir aquella carta, el trabajo estuvo casi paralizado. No se hacía nada. Todo el mundo quería estar, allí cuando él llegase, Scarlett más que nadie. Y no podía exigir que los demás atendiesen a sus labores cuando ella misma descuidaba las suyas.

Pero, cuando se deslizaron las semanas, una tras otra, sin que llegase Ashley ni se tuviesen noticias suyas, Tara fue retornando a su acostumbrada rutina. Los corazones más ansiosos sólo pueden soportar la ansiedad hasta cierto límite. Y en la mente de Scarlett fue penetrando el temor de que le hubiese ocurrido algo durante el trayecto de regreso. Rock Island estaba muy lejos, y acaso él estuviese enfermo o muy débil cuando fue puesto en libertad. No poseía dinero alguno, y viajaba por regiones en donde se odiaba a los confederados. Si ella supiese dónde se hallaba, le enviaría dinero, le enviaría hasta el último centavo que tenían, aunque la familia pereciese de hambre, para que él pudiese llegar antes en el tren.

«Amada mía: Vuelvo a casa y a ti...»

En el primer impulso de alegría, cuando sus ojos leyeron estas palabras, significaron tan sólo que Ashley volvía a ella. Ahora, razonando fríamente, comprendía que era a Melanie a quien volvía. A Melanie, que ahora paseaba por la casa cantando muy gozosa. A veces, Scarlett lamentaba con rabia que Melanie no hubiese muerto de parto en Atlanta. Eso lo habría arreglado todo. Entonces, después de un intervalo decente, ella se hubiese podido casar con Ashley y ser una buena madrastra para Beau. Cuando se le ocurrían tales pensamientos, no se precipitaba a rezar para que Dios la perdonase, fingiendo que no deseaba tal cosa. Ni el mismo Dios la asustaba ya.

Los soldados llegaban ora solos, ora a pares o por docenas, y siempre estaban hambrientos. Scarlett, desesperada, creía que una plaga de langosta hubiera sido preferible. Maldecía nuevamente las viejas costumbres hospitalarias que habían prevalecido en las épocas de abundancia, estas costumbres que no permitían que ningún viajero, poderoso o humilde, prosiguiera su jornada sin que se le ofreciese al menos alojamiento por una noche, alimentos para él y para su cabalgadura y la mayor cortesía que se pudiera otorgar en la casa. Ella sabía que esa época había pasado para no volver, pero el resto de la casa no lo sabía, ni lo sabían tampoco los soldados, y se recibía a cada uno de ellos como si fuese un huésped a quien se esperaba con ansiedad.

Conforme iba pasando por allí la interminable fila, se iba endureciendo su corazón. Los soldados se estaban comiendo las vituallas destinadas a las bocas de Tara: las legumbres para cuya siembra y recolección ella había tenido que quebrarse el espinazo, los otros víveres que había podido comprar después de largos kilómetros de búsqueda. Era dificilísimo encontrar alimentos, y el dinero de la cartera del yanqui no iba a durar siempre. Sólo quedaban unos cuantos billetes dé reverso verde y las dos monedas de oro. ¿Por qué había ella de dar de comer a toda aquella horda de hombres hambrientos? Ya no habrían de colocarse nuevamente como barrera entre ella y el peligro. Por lo tanto, dio órdenes a Pork de que siempre que hubiese un soldado en la casa las comidas fuesen lo más parcas posible. Esta regla prevaleció hasta que observó que Melanie, que jamás había recobrado el vigor desde que naciera Beau, hacía que Pork no le pusiese casi nada en el plato, para dar su parte a los soldados.

—No lo hagas más —dijo riñéndola—. Estás todavía medio enferma y si no te alimentas lo bastante tendrás que volver a guardar cama y tendremos que cuidarte. Deja que esos hombres se queden con hambre. Ellos pueden aguantarlo. Lo han aguantado durante cuatro años y pueden muy bien aguantarlo un poco más.

Melanie se volvió hacia ella, y en su rostro se transparentó la primera expresión de verdadera emoción que Scarlett había visto en sus ojos serenos.

—¡Oh, Scarlett, no me riñas! Déjame que lo haga. No sabes cuánto me consuela hacerlo. ¡Cada vez que doy mi parte a uno de esos hombres, pienso que acaso en alguna parte del trayecto desde el Norte hay alguna mujer compasiva que cede a mi Ashley una parte de su comida y le ayuda con ello a que vuelva más pronto! «¡Mi Ashley!» «¡Vuelvo a casa y a ti!»

Scarlett la dejó. No podía ni hablar. Después de esta conversación, Melanie notó que había más de comer en la mesa cuando venían huéspedes, aunque a Scarlett le doliese cada bocado que comían.

Cuando los soldados estaban demasiado enfermos para proseguir su viaje, Scarlett los dejaba acostarse, pero no de muy buena gana. Cada enfermo significaba una boca más que alimentar. Alguien tenía que ocuparse de él, y esto significaba menos manos para la labor de reparar vallados, arrancar hierbas, manejar la azada y el arado. Un muchacho, en cuyo rostro comenzaba apenas a brotar un rubio vello, fue dejado en el pórtico delantero por un militar montado que seguía hasta Fayetteville. Lo había encontrado sin sentido junto a la carretera y lo había llevado, atravesado sobre la silla, hasta Tara, la casa más próxima. Las chicas suponían que sería uno de aquellos cadetes a quienes se hizo abandonar la Academia Militar cuando Sherman se acercaba a Milledgeville; pero no llegaron a averiguarlo jamás, ya que murió sin recobrar el conocimiento, y el registro de sus bolsillos no arrojó ninguna luz sobre su identidad.

Un guapo chico, evidentemente de buena familia... En algún lugar del Sur habría alguna mujer que escudriñaría los caminos preguntándose por dónde andaría él y si volvería o no, lo mismo que ella y Melanie miraban ansiosamente a toda figura barbuda que se acercaba por el sendero de ingreso. Enterraron al cadete en el pequeño cementerio de la familia, junto a los tres niñitos O'Hara, y Melanie lloró a lágrima viva mientras Pork llenaba la fosa; se preguntaba, angustiada, si gentes extrañas estarían haciendo lo mismo con el vigoroso cuerpo de Ashley.

Will Benteen fue otro soldado que, igual que el anónimo jovencito, llegó sin conocimiento, atravesado sobre la montura de un camarada. Will estaba gravemente atacado de pulmonía y, cuando las chicas le metieron en cama, temieron que pronto iría a reunirse con el jovencito en el pequeño cementerio.

Tenía la pálida tez de los labradores de la Georgia meridional, cabellos de un rubio rosado y apagados ojos azules que, aun en su delirio, parecían dulces y pacientes. Una de las piernas estaba cortada por la rodilla, y bajo el muñón se había ajustado una pierna de madera mal cepillada.

Era seguramente un labrador, como el muchacho recientemente sepultado era sin duda hijo de algún plantador. Las chicas sabían esto, aunque no hubieran podido decir por qué. Ciertamente, Will no estaba más sucio, ni era más velludo, ni tenía más piojos encima que muchos verdaderos caballeros que pasaban por Tara. Ciertamente, el lenguaje que empleaba en su delirio no era menos correcto que el de los gemelos Tarleton. Pero ellas sabían intuitivamente, igual que distinguían un caballo de raza de uno de anónimos y mezclados ascendientes, que aquél no era un hombre de su clase. Ello no les impidió hacer todo lo posible para salvarlo.

Demacrado por un año pasado en una prisión yanqui, agotado por su larga caminata con la mal ajustada pierna de palo, tenía pocas energías para combatir la pulmonía, y durante varios días yació sobre la cama quejándose, tratando de incorporarse, disputando otra vez pasadas batallas. Ni una sola vez llamó a una madre, esposa, hermana o novia, y esta omisión preocupaba a Carreen.

«Todo hombre debe tener algún pariente o amigo íntimo —decía—. Pero parece que este hombre no conozca a nadie en el mundo entero.»

A pesar de su extremada delgadez, poseía un organismo resistente, y los buenos cuidados lo salvaron. Llegó finalmente el día en que sus ojos azul claro, ya conscientes de lo que les rodeaban, se detuvieron en Carreen, sentada cerca de él rezando el rosario, y con el sol de la mañana brillando sobre sus cabellos.

—Así que no era usted una cosa de sueño —dijo con su voz igual y sin matices—. Espero no haberla molestado demasiado, señorita.

La convalecencia fue larga; él yacía tranquilamente mirando los magnolios desde la ventana y dando poco que hacer. A Carreen le agradaba por sus plácidos silencios, sin asomo de embarazo. Se quedaba sentada cerca de él durante las largas y calurosas tardes, abanicándole sin decir nada.

Carreen tenía poco que decir aquellos días mientras se movía, delicada y etérea como una aparición, para ocuparse de las escasas tareas que le permitían sus fuerzas. Rezaba mucho; cuando Scarlett entraba en su habitación sin llamar, siempre la encontraba arrodillada junto a la cama. Tal espectáculo jamás dejaba de irritarla, porque Scarlett consideraba que el tiempo de rezar había pasado. Si Dios había creído necesario castigarles así, entonces Dios podía pasarse muy bien sin rezos. Para Scarlett, la religión siempre había sido una especie de transacción. Ella prometía a Dios ser buena a cambio de favores. Si Dios había quebrantado el convenio una y otra vez, según ella pensaba, le parecía que nada absolutamente le debía ahora a Dios. Y siempre que encontraba a Carreen de rodillas, cuando debería estar echando la siesta o remendando, le parecía que eludía compartir las cargas de los demás.

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