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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (84 page)

—No lo estropee —dijo él a media voz.

—¡Suélteme, imbécil! ¡Suélteme! ¡Es Ashley!

Pero él no aflojó su presión.

—Después de todo, es su marido, ¿no es cierto? —preguntó Will con calma, mirándola, mientras ella se debatía en una confusión de júbilo y de impotente furia.

Scarlett vio en las serenas profundidades de los ojos de Will comprensión y piedad.

C
UARTA
P
ARTE
31

Una fría tarde de enero de 1866, Scarlett estaba sentada en el despachito escribiendo a la tía Pitty una carta en la que le explicaba en detalle por qué ni Melanie ni Ashley podían volver a Atlanta para vivir con ella. Escribía impacientemente porque sabía que la tía Pitty no leería más que las primeras líneas, y luego le escribiría otra vez diciendo: «¡Pero es que tengo miedo de vivir sola!»

Sentía las manos heladas, y se detuvo para frotárselas y para enterrar más los pies en el retazo de colchón viejo que los cubría. Las suelas de las zapatillas estaban casi inservibles, aun reforzadas con remiendos de alfombra. Esa alfombrilla podía evitarle pisar el suelo, pero no era muy útil para conservar los pies calientes. Por la mañana, Will había llevado el caballo a Jonesboro para herrarlo. Y Scarlett pensaba sarcásticamente que las cosas habían llegado a tal extremo que a los caballos se les calzaba de nuevo y a las personas se las dejaba con los pies tan desnudos como los de un perro callejero.

Cogía la pluma para continuar escribiendo cuando sintió regresar a Will por la puerta de atrás. Oyó el golpeteo de su pata de palo en el pasillo cercano al despachito y en seguida Will se detuvo. Scarlett aguardó un momento a que entrase, y, al ver que no lo hacía, lo llamó. El entró, con las orejas enrojecidas por el frío, el rojizo pelo en desorden, y se quedó mirándola con una sonrisa vagamente humorística en los labios.

—Señora Scarlett —preguntó—, ¿cuánto tiene usted exactamente en dinero contante y sonante?

—¿Va usted a tratar de casarse conmigo por mi dinero, Will? —preguntó ella algo irritada.

—No, señora; pero quisiera saberlo.

Le miró, intrigada. Will no parecía hablar en serio, pero era un hombre que jamás parecía hablar en serio. Sin embargo, percibió que se trataba de algo anormal.

—Tengo diez dólares en oro —dijo ella. Lo que queda del dinero del yanqui.

—Bien, señora; pero no basta.

—¿No basta para qué?

—Para la contribución —contestó él, y, renqueando hacia la chimenea, se inclinó y expuso sus coloradas manos al ardor de la lumbre.

—¿La contribución? —repitió ella—. ¡Por Dios santo! La contribución está ya pagada.

—Sí, señora. Pero dicen ahora que usted no pagó lo justo. Lo he oído hoy en Jonesboro.

—Pero, Will, no acierto a comprender... ¿Qué quiere decir?

—Señora Scarlett, puede usted estar segura de que me duele molestarla con más dificultades de las que ya tiene; pero es mi obligación decírselo. Dicen que usted debería pagar una contribución mucho más alta de la que pagó. Han elevado la cuota que corresponde a Tara hasta las nubes..., más alta que ninguna otra en el condado.

—Pero ¿cómo pueden hacerme pagar más impuestos cuando los he pagado ya?

—Señora, usted va poco a Jonesboro, y me alegro de que sea así. No es lugar para una señora, hoy en día. Pero, si fuese usted por allí, sabría que hay una cuadrilla de politicastros de distintas tendencias que recientemente se han hecho los amos de todo. Son capaces de volver loco a cualquiera. Y cuando los negros empujan a los blancos fuera de la acera y...

—¿Pero qué tiene esto que ver con las contribuciones?

—A ello voy, señora Scarlett. No sé por qué razón, han subido la contribución de Tara como si fuese una plantación que rindiese mil balas de algodón. Al oírlo, he ido recorriendo las tabernas para escuchar lo que se decía por allí, y he averiguado que alguien se propone comprar Tara en subasta judicial si usted no puede pagar los impuestos. Y todos están enterados de que usted no puede pagarlos. No sé todavía quién es el que tiene el antojo de quedarse con esto; pero tengo idea de que ese tipo, Hilton, que se casó con la señorita Cathleen, está enterado, porque se rió de un modo bastante sospechoso cuando traté de sondearle.

Will se sentó en el sofá y se frotó el muñón de la pierna. Le dolía cuando hacía frío, y el aditamento de madera no estaba almohadillado ni ajustado debidamente. Scarlett lo miró, descompuesta. ¡Qué indiferente parecía su actitud mientras tañía las campanas funerarias por Tara! ¿Tara vendida en subasta judicial? ¡Y en otras manos! ¿Adonde irían todos? ¡No, eso no se podía ni pensar!

Había estado tan ocupada tratando de sacarle provecho a Tara que no había prestado mucha atención al mundo exterior. Ahora que estaban allí Will y Ashley para encargarse de cuantos asuntos tuviera ella que atender en Jonesboro y Fayetteville, rara vez abandonaba la plantación. Y, al igual que en los días anteriores a la guerra había tomado a risa las disertaciones bélicas de su padre, no hacía ahora mucho caso de las discusiones de sobremesa entre Will y Ashley sobre los comienzos de la Reconstrucción.

¡Oh, por supuesto que sabía algo de los llamados
scallawags,
hombres del Sur que se habían vuelto republicanos en provecho de sus intereses, y acerca de los
carpetbaggers,
yanquis que habían venido al Sur como cuervos después de la rendición, con todos sus bienes en una maleta!
[18]
Y ya había tenido desagradables experiencias con la oficina de esclavos emancipados. Se había enterado también de que algunos de los negros ahora libres se habían vuelto más que insolentes. Le costaba trabajo creer esto último, porque en toda su vida había visto un negro insolente.

Pero ocurrían muchas cosas que Will y Ashley, de común acuerdo, le venían ocultando. Al azote de la guerra había seguido el azote peor de la reconstrucción; pero ambos habían convenido en dejarla ignorar los detalles más alarmantes al discutir la situación en casa. Y, cuando Scarlett se tomaba la molestia de escucharlos, la mayor parte de lo que decían le entraba por un oído y le salía por el otro.

Había oído a Ashley decir que el Sur estaba recibiendo un trato de país conquistado y que la venganza parecía ser la política imperante de los conquistadores. Pero era ésta una manifestación que no tenía el menor valor para Scarlett. La política era cosa de hombres. Había oído decir a Will que le parecía que el Norte no tenía el menor interés en que el Sur se repusiese. Bueno, pensó Scarlett, los hombres siempre hallaban algo absurdo de que preocuparse. Por lo que a ella se refería, los yanquis no la habían vencido jamás y no iban a hacerlo ahora. Lo único que había que hacer era trabajar como un diablo y no preocuparse más del Gobierno yanqui. Después de todo, la guerra estaba terminada.

Scarlett no se hacía cargo de que habían cambiado todas las reglas de juego y que el trabajo honrado no recibía ya su justa recompensa. Georgia se hallaba ahora virtualmente bajo la ley marcial. Los soldados yanquis quedaban de guarnición en todo el sector de Georgia y la oficina de esclavos emancipados era la dueña de todo y promulgaba ordenanzas a su gusto.

Esta oficina, organizada por el Gobierno federal para cuidarse de los ociosos y excitados ex esclavos, iba atrayéndolos a millares desde las plantaciones a pueblos y ciudades. La oficina les daba de comer mientras ellos haraganeaban y se exaltaban más y más contra sus antiguos amos. El antiguo capataz de Gerald, Jonnas Wilkerson, estaba ahora encargado de la oficina local, y su ayudante era Hilton, el marido de Cathleen Calvert. Ambos conspiraban para propagar insidiosamente el rumor de que las gentes del Sur y los demócratas estaban aguardando la oportunidad de volver a sumir en la esclavitud a los negros, y que la única esperanza que los negros tenían de escapar a tal suerte era acogerse a la protección de la oficina y el partido republicano.

Wilkerson e Hilton dijeron también a los negros que valían tanto como los blancos en todos los sentidos y que se permitirían los matrimonio entre blancos y negros. Asimismo les aseguraron que muy pronto las fincas de sus antiguos amos quedarían divididas y cada negro poseería dieciséis hectáreas de terreno y una mula. Mantenían en tensión a los negros con relatos de crueldades perpetradas por los blancos, y así, precisamente en una región que era conocida por las afectuosas relaciones entre esclavos y propietarios de esclavos, comenzaron a nacer el odio y las sospechas.

Dicha oficina estaba respaldada por los militares, quienes habían promulgado muchas y contradictorias órdenes relativas al comportamiento de los conquistados. Era muy fácil verse detenido, aunque sólo fuera por no respetar suficientemente a los empleados de aquella oficina. Se habían promulgado órdenes militares concernientes a las escuelas, a la sanidad, hasta a la clase de botones que uno podía llevar en el traje, acerca de la venta de géneros, acerca de todo. Wilkerson e Hilton gozaban de poderes para inmiscuirse en cualquier trato que Scarlett pudiese hacer y para fijar los precios de cualquier cosa que vendiese o trocase.

Afortunadamente, Scarlett había entrado poco en contacto con esos dos individuos, porque Will la había persuadido de que le dejase a él ocuparse de las transacciones mientras ella dirigía la plantación. A su manera plácida, Will había resuelto algunas dificultades de tal género, sin decirle nada. Will sabía entenderse bien con los forasteros yanquis si era necesario. Pero surgía ahora un problema que era demasiado importante para él. Esa cuestión del aumento de contribución y el peligro de perder Tara eran cosas de las que había que informar a Scarlett, y en seguida.

Ella le miró con ojos llameantes.

—¡Oh, malditos sean los yanquis! —exclamó—. ¿No es bastante que nos hayan dejado en la miseria para que ahora nos echen encima a esos canallas explotadores? La guerra había terminado, se había proclamado la paz; pero los yanquis podían todavía robarle, podían matarla de hambre, podían arrojarla de su casa. ¡Qué tonta había sido pensando, durante todo esos interminables meses, que si podía aguantar hasta la primavera todo se arreglaría! Esta aplastante noticia que traía Will, llegando después de un año de agotadora labor y de esperanzas aplazadas, era la última gota.

—¡Oh, Will! ¡Yo que esperaba que al acabarse la guerra terminarían nuestros sinsabores!

Will alzó su cara de aldeano, de barbilla casi cuadrada, y le dirigió una larga y profunda mirada.

—No, señora; nuestros disgustos empiezan ahora. —¿Cuánta contribución de más quieren que paguemos? —Trescientos dólares.

Por un momento, el asombro la dejó paralizada. ¡Trescientos dólares! Era como si le hubiesen dicho tres millones de dólares.

—¿Cómo? —balbuceó—. ¿Cómo? Entonces, ¿tenemos que buscar trescientos dólares?

—Sí, señora..., y además un arco iris y un par de lunas. —¡Oh, Will! Pero no se atreverán a vender Tara... Los pálidos ojos del joven mostraban más odio y amargura de lo que ella les creía capaces.

—¿No se atreverán? Pueden hacerlo y lo harán, ¡y gozarán haciéndolo! Señora Scarlett, el país se ha ido al mismo infierno, si me perdona la expresión. Esos yanquis y sus amigos pueden votar, y la mayor parte de nosotros, los demócratas, no podemos. No nos dejan votar si pagábamos una contribución de más de dos mil dólares en el año sesenta y cinco. Esto elimina a personas como su padre y los Tarleton, y los McRaes y los Fontaine. Tampoco puede votar nadie que haya tenido un rango igual o superior al de coronel durante la guerra, y apuesto, señora Scarlett, a que nuestro Estado tiene más coroneles que ningún otro Estado en la Confederación. Y tampoco puede votar nadie que haya ocupado cargos oficiales bajo el Gobierno confederado, y esto elimina a los notarios, jueces y demás, y de éstos andamos más que sobrados. Tal y como los yanquis han redactado la amnistía, nadie que haya votado antes de la guerra puede votar ahora. Ni las gentes que eran algo, ni los ricos. Claro que yo podría votar si quisiese prestar el maldito juramento que exigen. No tenía dinero en el año sesenta y cinco, y ciertamente no era ni coronel ni nada que valiese la pena. Pero no voy a jurar lo que quieren. Es bien seguro. Si los yanquis se hubiesen portado decentemente, yo me habría sometido a ellos; pero ahora no. Me pueden hacer volver a estar en la Unión, pero no me pueden integrar en ella. No voy a jurar lo que exigen aunque no vuelva a votar en mi vida... Pero gentuza como Hilton, y los canallas como Jonnas Wilkerson, y los blancos tan pobres como los Slattery, y los que no sirven para nada, como los Macintosh, ésos sí pueden votar. Y son ahora los amos del cotarro. Y, si les da la gana fastidiarla a usted con contribuciones extraordinarias, lo harán. Lo mismo que ahora un negro puede matar a un blanco y no lo cuelgan, y hasta...

Marcó una pausa embarazosa, porque en la memoria de ambos estaba lo sucedido a una mujer blanca que se hallaba sola en una granja aislada cerca de Lovejoy.

—Estos negros pueden hacer todo lo que se les antoje contra nosotros, y la oficina de esclavos emancipados y los soldados los protegerán con fusiles, y nosotros no podemos remediarlo ni votar.

—¡Votar! —exclamó ella—. ¿Qué tiene que ver el voto con todo esto, Will? De lo que hablamos es de los impuestos... Will, todo el mundo sabe qué buena plantación es Tara. Podríamos hipotecarla por una suma suficiente para pagar los impuestos, si fuese necesario.

—Señora Scarlett, usted no tiene nada de tonta; pero a veces habla como sí lo fuese. ¿Quién tiene hoy dinero para prestarle sobre la finca? ¿Quién, excepto esos mismos yanquis recién llegados del Norte que son los que quieren quitarle a usted Tara? Tierras, las tienen aquí todos. Pero la tierra no basta.

—Tengo esos pendientes de brillantes que llevaba el yanqui encima. Podríamos venderlos.

—Señora Scarlett, ¿quién hay hoy por aquí que tenga dinero para comprar pendientes? Las gentes no tienen dinero para comprar chuletas tan siquiera, de modo que no pueden pensar en alhajas de esa clase. Si usted es dueña de diez dólares en oro, juraría que tiene usted más que la inmensa mayoría de la gente.

Quedaron en silencio otra vez, y a Scarlett le parecía como si estuviese dando cabezazos contra un muro de piedra. ¡Y habían sido tantos los muros de piedra contra los que se había estrellado su cabeza durante el último año!

—¿Qué vamos a hacer, señora Scarlett?

—No lo sé —dijo ella con apagada voz y como si ya no le importase.

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