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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (87 page)

No tenía nada más, no tenía más que ese suelo rojizo, esa tierra que ella se había mostrado dispuesta a dejar atrás como un pañuelo roto, unos minutos antes. Ahora era otra vez algo muy amado para ella, y se maravillaba vagamente de que, en un momento de locura, hubiese podido estimarla tan poco. Si Ashley hubiese accedido, tal vez ella se habría marchado con él, habría abandonado familia y amigos sin mirar atrás ni una sola vez, pero, aun en su vacío moral, comprendía que su corazón se habría desgarrado al dejar aquellos rojizos cerros y aquellos altos y negros pinos. Sus pensamientos habrían vuelto ávidamente hacia ellos durante todo el resto de su vida. Ni el mismo Ashley hubiera podido llenar el hueco que quedaría en su corazón al arrancar de él las raíces de Tara. ¡Qué acertado estuvo Ashley y qué bien la conocía! No tuvo más que apretar en su mano la tierra húmeda para lograr que ella volviese en sí.

Se hallaba en el pasillo disponiéndose a cerrar la puerta cuando oyó un ruido de cascos de caballos, y se volvió para mirar el sendero de entrada. Recibir visitas en estos momentos era en verdad demasiado. Correría a su cuarto y fingiría tener jaqueca.

Pero, cuando se acercó el vehículo, Scarlett se detuvo, asombrada. Era un coche nuevo, de reluciente barniz, y las guarniciones eran nuevas también, con ornamentos de brillante latón aquí y allá. Forasteros, indudablemente. Ninguna de las personas que ella conocía poseía tal carruaje.

Se quedó en el umbral mirando mientras la fría corriente de aire le enrollaba las faldas alrededor de sus húmedos tobillos. El coche se detuvo a la puerta de la casa, y de él se apeó Jonnas Wilkerson. Scarlett se quedó tan sorprendida a la vista de su antiguo capataz guiando un equipo tan soberbio y vestido con un abrigo de tanto lujo que por un momento creyó que la engañaban sus ojos. Will le había dicho que Jonnas parecía andar muy próspero desde que tenía el nuevo empleo en la oficina de esclavos emancipados. Había hecho fortuna, según Will, estafando a los negros o al Gobierno, o confiscando el algodón de los particulares y jurando que era algodón que pertenecía al Gobierno confederado. Ciertamente era imposible que ganase tanto dinero honradamente en tiempos difíciles como aquéllos.

Pero ahí le tenía ahora, descendiendo de un elegante carruaje y ayudando a apearse a una mujer vestida con tanto exceso de lujo como gusto dudoso. Scarlett vio a la primera ojeada que el vestido era de color llamativo y vulgar, pero aun así sus ojos lo contemplaron con ansia. ¡Hacía tanto tiempo que no había visto vestidos nuevos y algo a la moda! ¡En fin! Observó que los miriñaques no se llevaban tan anchos aquel año al fijarse en el vestido a cuadros rojos. ¡Y qué cortas se llevaban las chaquetas! ¡Y qué sombrero más gracioso! Las cofias debían estar pasadas de moda, porque ese sombrero era sólo una cosa absurda y plana de terciopelo rojo colocada sobre la coronilla de la mujer, como si fuese una especie de torta dura. Las cintas colgantes no iban atadas por debajo de la barbilla, como en las cofias, sino detrás, debajo de un grupo de espesos bucles que caían bajo el sombrero, bucles que, según Scarlett no pudo por menos de notar, no casaban bien ni en color ni en textura con los cabellos de aquella mujer.

Cuando la mujer se apeó y miró hacia la casa, Scarlett vio algo que le pareció familiar en aquella cara conejuda, tan cubierta de polvos blancos.

—¡Cómo! ¡Si es Emmie Slattery! —exclamó, tan sorprendida que la exclamación se le escapó en voz alta.

—Sí, soy yo —dijo Emmie, moviendo la cabeza con una sonrisa que pretendía ser amable y avanzando hacia los peldaños.

¡Emmie Slattery! La sucia y asquerosa Emmie a cuyo hijo ilegítimo había bautizado Ellen, la Emmie que había contagiado su tifus a Ellen y le había causado la muerte. Y ese asqueroso ejemplar femenino de «pordiosero blanco», ordinaria, maligna y presuntuosamente vestida, quería subir los peldaños de Tara sonriendo y haciendo monerías como si fuese íntima de la casa. Scarlett pensó en Ellen, y la pasión, como una tormenta, llenó todo el vacío de su mente con una furia tan rabiosa y tan viva que recorrió su cuerpo como un ataque de fiebre.

—¡Fuera de aquí, sinvergüenza! —le gritó—. ¡Salga de esta casa! ¡Fuera!

La boca de Emmie se abrió repentinamente y sus ojos se volvieron a Jonnas, que se acercó con las cejas fruncidas. A pesar de su cólera, intentó tomar una actitud digna.

—No puede usted hablar así a mi esposa —dijo.

—¿Esposa? —prorrumpió Scarlett, soltando una carcajada de punzante desprecio—. ¡Hora sería de que fuese su esposa! ¿Quién bautizó a sus otros crios después que mató a mi madre?

Emmie dijo «¡Oh!», y bajó apresuradamente los peldaños, pero Jonnas la detuvo antes de que se aproximase al carruaje, asiéndola por el brazo con rudeza.

—Veníamos a hacer una visita..., una visita de amistad —dijo incisivamente—. Y a hablar algo de negocios con los antiguos amigos...

—¿Amigos...? —La voz de Scarlett era como un gran trallazo—. ¿Cuándo fuimos nosotros amigos de gente como ustedes? Los Slattery vivían de nuestra caridad, y la pagaron matando a mi madre..., y usted... usted... Mi padre le despidió por lo del niño de Emmie, y usted lo sabe bien. ¡Amigos! Salgan de aquí antes de que llame al señor Benteen y al señor Wilkes.

Al oír estas palabras, Emmie se desasió de su marido y huyó hacia el coche, en una confusión de botas de charol con borlas de color rojo vivo.

Ahora agitaba a Jonnas una furia igual a la de Scarlett, y su terrosa fisonomía estaban tan colorada como la cresta de un pavo encolerizado.

—Conque todavía presumiendo de grandeza y de señorío, ¿eh? Pero estoy bien enterado. Sé que no tiene usted ni zapatos que ponerse. Sé que su padre está idiotizado...

—¡Salgan de aquí inmediatamente!

—¡Oh, no gritará usted así por mucho tiempo! Ya sé que están arruinados. Sé que no pueden pagar siquiera la contribución. Y vine aquí para ofrecerle comprarle la finca..., para hacerle una excelente proposición. A Emmie le haría ilusión vivir aquí. Pero ¡le juro que ahora no le voy a pagar ni un centavo! Ya sabrán ustedes, irlandeses pobres y presumidos, quién es el amo aquí cuando se venda la finca para pagar los impuestos. Y seré yo quien la compre, íntegra..., con muebles y todo..., y viviré en ella.

Era, pues, Jonnas Wilkerson el que quería quedarse con Tara, y Emmie la que, por tortuosidades de su cerebro, quería vengar pasados menosprecios yendo a habitar la casa en donde habían sido desdeñados. Todos los nervios de Scarlett vibraban de odio, como habían vibrado el día en que acercó el cañón de su pistola a la barbuda cara del yanqui y disparó. Hubiera deseado tener ahora esa pistola en las manos.

—Derribaría esta casa piedra por piedra y la quemaría, y sembraría de sal todo el terreno antes que permitir que ni uno ni otro pusieseis el pie sobre el umbral. ¡Fuera, os he dicho! ¡Fuera!

Jonnas la miró lleno de furor. Iba a decir algo más, pero se contuvo y echó a andar hacia el coche. Subió a él junto a su quejumbrosa compañera e hizo dar la vuelta al caballo. Cuando el animal comenzó a trotar, Scarlett sintió el impulso de escupir. Y escupió. Comprendía que aquél era un gesto pueril y de mal gusto, pero se encontró aliviada al hacerlo. Lástima no haberlo hecho cuando ellos lo hubiesen visto.

¡Esos malditos amigos de los negros que osaban venir a la finca para insultar su pobreza! Esa mala bestia jamás tuvo intenciones de comprar Tara. Lo utilizaba como pretexto para poder venir con Emmie a jactarse ante ella. ¡Esos cochinos advenedizos, esos piojosos pordioseros blancos, que se jactaban de que iban a residir en Tara!

Pero, poco a poco, se vio asaltada por un miedo repentino, y su furia se disipó. ¡Por lo clavos de Cristo! ¡Iban a venir a vivir a su casa! Nada podía hacer ella para impedirles que comprasen Tara, nada para impedirles que embargasen espejos, mesas y camas, y el cuarto de Ellen, de caoba y palo de rosa, todo tan precioso para ella, a pesar de los desperfectos que habían causado los invasores yanquis. Y también la plata de los Robillard. «No permitiré que lo hagan —pensó Scarlett con vehemencia—. ¡No y no, aunque tenga que pegar fuego a todo! ¡Emmie Slattery no pondrá jamás el pie sobre un palmo del suelo que pisaba mamá!»

Cerró la puerta, apoyándose después contra ella, muy asustada. Más asustada que el día en que el ejército de Sherman se metió en su casa. Ese día, lo más grave que podía temer era que quemasen Tara sobre su propia cabeza. Pero lo de ahora era peor. Aquellas viles criaturas habitando su casa, vanagloriándose ante sus groseros amigos de cómo habían arrojado de allí a los orgullosos O'Hara. Acaso metiesen allí negros, a comer y a dormir. Will le había dicho que Jonnas alardeaba de igualdad con los negros, comía con ellos, los visitaba en sus casas, los paseaba en coche, ponía familiarmente el brazo sobre sus hombros.

Al pensar en la posibilidad de este supremo insulto a Tara, su corazón latió con tanta fuerza que apenas podía respirar. Trataba de concentrarse en el problema, de buscarle una salida, pero cada vez que quería llevar sus pensamientos a tal propósito nuevas rachas de rabia y de miedo sacudían todo su ser. Debía existir alguna solución, debía existir alguien que tuviese dinero para prestárselo. El dinero no podía desvanecerse así como así y echar a volar. Alguien habría que tuviese dinero. De pronto, recordó las sarcásticas palabras de Ashley.

—Sólo hay una persona, Rhett Butler..., que tenga dinero.

Rhett Butler. Entró en el salón y cerró la puerta tras sí. La penumbra de las cerradas persianas y del crepúsculo vespertino la envolvió. A nadie se le ocurriría ir a buscarla allí, y necesitaba tiempo para pensar sin que nadie la estorbara. La idea que se le ocurrió era tan sencilla que se admiró de no haber pensado en ello más pronto.

—Será Rhett quien me dé el dinero. Le venderé los pendientes de brillantes. O le pediré prestado el dinero dejándole en depósito los pendientes hasta que pueda devolvérselo.

Por un momento, su alivio fue tan grande que incluso sintió una debilidad repentina. Pagaría los impuestos y se reiría abiertamente de Jonnas Wilkerson. Pero tras esa feliz idea vino en seguida un pensamiento más inexorable.

«Necesito dinero, no sólo para las contribuciones de este año, sino también para las del año próximo. Para el año próximo y para todo el resto de mi vida. Si pago este año, me aumentarán la cuota el año que viene hasta conseguir echarme. Si consigo una buena cosecha de algodón, la tasarán de forma que yo no saque nada, o acaso la confisquen inmediatamente diciendo que es algodón confederado. Los yanquis y esos canallas que están con ellos me tienen acorralada contra una pared. Toda mi vida, mientras viva, estaré asustada y tendré que andar buscando dinero. Y temeré siempre que se salgan con la suya, y ello para ver que mi trabajo no me sirve de nada y que me roban el algodón... Conseguir ahora trescientos dólares en préstamo sólo servirá para tapar momentáneamente una grieta. Lo que yo quiero es salir de esta situación de una vez y para siempre..., poder acostarme por la noche sin temor a lo que pueda ocurrirme al día siguiente, y al mes siguiente, y al año siguiente.»

Su mente trabajó febrilmente. De modo frío y lógico, una idea se abrió paso en su cerebro. Pensó en Rhett: una hilera de blancos dientes destacándose en un rostro curtido y moreno, con sardónicos ojos negros que la miraban siempre acariciadores.

Recordó aquella calurosa noche en Atlanta, casi al finalizar el sitio de la ciudad, cuando Rhett estaba sentado en el pórtico de la tía Pitty, medio oculto en las tinieblas veraniegas, y sintió nuevamente el calor de su mano contra el brazo de ella mientras le decía: «La deseo más de lo que he deseado jamás a ninguna mujer... y he aguardado más tiempo por usted que por ninguna otra mujer.» «Me casaré con él —resolvió fríamente—. Y así estaré segura de no tener que preocuparme más por cuestiones de dinero.»

¡Oh, qué bendición sería, más dulce que las esperanzas de ganar el Cielo, no tener que inquietarse ya por cosas de dinero, saber que Tara estaba salvada, que la familia se hallaba bien alimentada y vestida, que ya no tendría que darse de cabezazos contra un muro!

Se sentía muy vieja. Los acontecimientos de la tarde la habían dejado vacía de toda emoción. Primero, la inesperada noticia acerca de los impuestos, luego Ashley, y, por último, su furiosa reacción contra Jonnas Wilkerson. No, no quedaba en ella ni una sola emoción. Si no hubiese agotado toda capacidad de sentir, algo en ella hubiera protestado contra el proyecto que tomaba forma en su mente, porque odiaba a Rhett como no odiaba a nadie en el mundo. Pero era incapaz ya de sentir. Sólo podía pensar, y sus pensamientos eran muy prácticos.

«Le dije unas cosas terribles cuando nos abandonó en la carretera, pero puedo hacer que las olvide —pensó con desdén, segura todavía de sus encantos—. Fingiré cuanto sea preciso cuando esté junto a él. Le haré creer que siempre le he querido, pero que aquella noche estaba trastornada y asustada. ¡Oh, los hombres son tan vanidosos que creen todo lo que lisonjea su amor propio...! No debo dejar que se entere de las circunstancias en que nos hallamos, hasta que le tenga seguro. ¡Oh, no debe saberlo! Si se entera de nuestra pobreza, comprenderá que es su dinero, y no su persona, lo que me atrae. Después de todo, no es de esperar que lo sepa, porque aún la tía Pitty no conoce lo peor. Y, después que me haya casado con él, tendrá que ayudarnos... No puede dejar morir de hambre a la familia de su mujer.»

¡Su mujer! ¡La esposa de Rhett Butler! Cierta repugnancia, sepultada muy en el fondo de su frío razonamiento, se agitó débilmente para aquietarse luego. Recordaba los embarazosos y repulsivos episodios de su luna de miel con Charles, sus manos ávidas, su torpeza, sus incomprensibles emociones... Y Wade Hampton.

«No quiero pensarlo ahora. Ya me preocuparé de ello después de casarme con él...»

¡Después de casarse con él...! Un recuerdo asaltó su memoria. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Recordó nuevamente aquella noche en el pórtico de la tía Pitty, recordó haberle preguntado si aquello era una proposición matrimonial, recordó la odiosa carcajada que soltó Rhett cuando dijo: «Querida, yo no soy de esos hombres que se casan.»

«Supongamos que él siguiese pensando lo mismo. Supongamos que, a pesar de encantos y artificios, él rehusase casarse. Supongamos, ¡oh, qué suposición más terrible!, supongamos que ya se hubiese olvidado de mí y anduviese tras otra mujer cualquiera...»

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