Lo que el viento se llevó (85 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Este muro de piedra ya era demasiado, y se sentía repentinamente tan cansada que le dolían hasta los huesos. ¿De qué le servía trabajar y luchar y agotarse? Al final de cada combate parecía que acechaba la derrota para burlarse de ella.

—No sé —dijo ella—. Pero que no se entere mi padre. Se preocuparía mucho.

—No se lo diré.

—¿Se lo ha dicho usted a alguien?

—No. He venido a usted directamente.

Sí, pensó ella, todos iban a ella directamente con las malas noticias; ya estaba harta...

—¿Dónde está el señor Wilkes? Acaso él pueda sugerir algo.

Will dirigió hacia ella su plácida mirada, y ella comprendió, lo mismo que el primer día de la llegada de Ashley, que Will lo sabía ya todo.

—Está en la huerta partiendo troncos de árbol. Oí los hachazos cuando metí el caballo en el establo. Pero no creo que él tenga más dinero que nosotros.

—Si deseo hablar con él sobre el particular puedo hacerlo, ¿verdad? —preguntó ella, poniéndose en pie y dando un puntapié al retazo de colchón que le cubría los pies.

Will no se molestó por el tono desabrido de la pregunta, y continuó frotándose las manos frente a la lumbre.

—Vale más que se ponga usted el mantón, señora Scarlett. En el exterior hace frío.

Pero ella salió sin el mantón, porque lo tenía arriba y su necesidad de ver a Ashley y contarle sus cuitas era demasiado urgente para permitir retrasos.

¡Qué suerte para ella si pudiese encontrarlo solo! Ni una sola vez había podido hablar con él a solas desde su regreso. Siempre se arracimaba toda la familia en derredor suyo; siempre encontraba a Melanie a su lado, tocándole el brazo de cuando en cuando como para asegurarse de que realmente estaba allí. El espectáculo de tales gestos posesivos había despertado en Scarlett toda la celosa animosidad que se había aletargado durante los meses en que creyó probable que Ashley hubiese muerto. Ahora estaba resuelta a verlo. Esta vez nadie le impediría hablar a solas con él.

Atravesó el huerto, y los retoños desnudos y las húmedas hierbas mojaron sus pies. Podía oír cómo el hacha de Ashley resonaba al partir los troncos traídos del pantano. La renovación de las cercas que habían destruido los yanquis era tarea larga y pesada. Todas las tareas eran largas y pesadas, pensó ella con fatiga, y ¡estaba ya tan cansada, tan cansada, tan aburrida, tan irritada, tan harta de todo! Si al menos Ashley fuese su marido, en vez de serlo de Melanie, ¡qué alivio sentiría ella al poder ir a él y descansar su cabeza sobre su hombro, y llorar, y dejar en sus manos todo lo que la abrumaba, para que él se encargase de arreglarlo lo mejor posible!

Rodeó un bosquecillo de granados que agitaban sus ramas al viento frío, y le vio, apoyado en el hacha, limpiándose la frente con el revés de la mano. Llevaba los restos de unos pantalones de color avellana y una camisa de Gerald, una camisa que, en días mejores, sólo servía para fiestas y días de gala, una camisa plisada que era demasiado corta para su actual portador. Había colgado la chaqueta de la rama de un árbol, porque el trabajo daba calor, y estaba tomándose un descanso cuando ella se acercó.

Al ver a Ashley vestido de harapos y con un hacha en la mano, su corazón se desgarró, henchido de amor y de furia contra el cruel destino. No podía soportar verlo a él cubierto de andrajos, haciendo trabajos manuales, a su Ashley, tan mundano e inmaculado. Sus manos no estaban hechas para trabajar, ni su cuerpo debía llevar más que fino paño y ropas de hilo. Dios lo había creado para que fuese el dueño de una gran mansión, para hablar con gentes refinadas, para tocar el piano, para escribir cosas que pareciesen bellísimas aunque careciesen de sentido.

Podía tolerar ver a su propio hijo con delantalitos hechos de tela de saco, y a sus hermanas vestidas de deslucido percal; podía soportar que Will trabajase más que cualquier peón negro; pero ver así a Ashley, no. Era un hombre superior a todo esto, un hombre al que quería con un amor infinito. Prefería partir los troncos ella misma a sufrir mientras lo hacía él.

—Dicen que Abraham Lincoln comenzó cortando troncos —dijo Ashley al verla acercarse—. ¡Imagínate hasta dónde puedo llegar yo!

Ella frunció el ceño. Ashley hacía siempre comentarios frivolos acerca de sus cuitas. Para ella, estas cosas eran muy serias, y a veces sus observaciones jocosas casi la exasperaban.

Le contó inmediatamente las noticias traídas por Will, de manera concisa, sintiéndose aliviada al hablar. Seguramente a él habría de ocurrírsele algún remedio. Pero Ashley guardaba silencio; pasado un momento, al verla estremecerse, cogió la chaqueta y se la puso sobre los hombros.

—Bueno —dijo ella finalmente—, ¿no opinas que hemos de encontrar ese dinero de algún modo? —Sí —contestó él—; pero ¿dónde? —Es a ti a quien lo pregunto —replicó Scarlett enojada. Había desaparecido en ella el sentimiento de alivio por desprenderse de su carga. Si no podía él ayudarla, ¿por qué no decía algo consolador aunque no fuese más que «¡Cuánto lo siento!»? Él sonrió.

—En todos estos meses que llevo en casa, sólo tengo noticias de una persona que tenga dinero ahora: Rhett Butler.

La tía Pittypat había escrito la semana anterior contando que Rhett estaba de regreso en Atlanta con coche y dos magníficos caballos y con los bolsillos llenos de billetes verdes. Daba a entender, no obstante, que no había ganado esto muy honradamente. La tía Pitty tenía la teoría, muy compartida por otras personas de Atlanta, de que Rhett había logrado escapar con los míticos millones del Tesoro confederado.

—No hablemos de él —dijo Scarlett escuetamente—. Es un mal bicho. ¿Qué va a ser de todos nosotros?

Ashley dejó caer el hacha y miró hacia la lejanía. Sus ojos parecieron trasladarse a un país remoto, al que ella no podía seguirle.

—No sé —contestó él—. No sé lo que va a ser de todos nosotros, no sólo de los de Tara, sino de todo el mundo en el Sur.

Ella tenía ganas de saltar y decir: «¡Que se vayan a paseo todos los demás del Sur! ¡Lo que importa somos nosotros!»; pero mantuvo la boca cerrada, porque la sensación de cansancio volvía a dominarla más fuertemente que nunca. Estaba segura de que Ashley no iba a ayudarla en nada.

—Al fin y a la postre, sucederá lo que siempre ha sucedido cuando una civilización se derrumba. Las gentes con valor y con cerebro sobreviven y los que carecen de esto quedan eliminados. Por lo menos, aunque no haya sido muy agradable, ha sido interesante asistir a un
Götterdämmerung.

—¿Un qué?

—Un ocaso de los dioses. Desgraciadamente, nosotros, los del Sur, creíamos ser dioses.

—¡Por amor de Dios, Ashley Wilkes! No me digas más sandeces cuando somos concretamente nosotros los que estamos a dos dedos de la ruina.

Algo de su exasperado agotamiento pareció penetrar en el cerebro de Ashley, haciéndole regresar de sus lejanas peregrinaciones mentales, porque cogió y levantó las manos de ella tiernamente y, poniendo las palmas hacia arriba, contempló las callosidades que mostraban.

—Estas son las manos más bellas que he visto en mi vida —dijo, besando ligeramente ambas palmas—. Son bellas porque son fuertes, y cada callosidad es una medalla. Están estropeadas por causa nuestra, de tu padre, de las chicas, de Melanie, del niño, de los negros y de mí mismo. Ya sé lo que piensas, querida. Piensas: «He aquí un imbécil que no sirve para nada, diciendo majaderías acerca de dioses muertos cuando son los vivos los que están en peligro.» ¿No es así?

Ella asintió con la cabeza, deseando que él le tuviese las manos cogidas por toda una eternidad; pero Ashley las soltó.

—¿Y viniste a mí esperando que yo podría ayudarte? Pues bien, no puedo. —Su mirada era dura cuando miró el hacha y el montón de troncos—. Mi casa no existe, tampoco el dinero que yo tenía y me parecía natural tener. No estoy en disposición de hacer nada en el mundo, porque el mundo al que yo pertenecía ya no existe. No puedo ayudarte, Scarlett, excepto aprendiendo de mala manera a hacer de torpe labrador. Y no será esto lo que te permita conservar Tara. No creas que no me hago cargo de la amargura de tu situación, cuando yo vivo aquí por caridad tuya. ¡Oh, sí, Scarlett, comprendo que es por caridad tuya! Jamás podré pagarte lo que has hecho por mí y por los míos por pura bondad de tu corazón, y soy consciente de ello cada vez más. Y cada día que pasa veo con mayor claridad cuan inútil soy para ponerme al nivel de la situación en que nos hallamos todos... No hay día en que mi maldito horror a la realidad no me haga más difícil afrontar las realidades nuevas. ¿Comprendes lo que quiero decirte?

Ella asintió con la cabeza. No tenía clara idea de lo que él quería decir, pero estaba pendiente de sus palabras, reteniendo el aliento. Era ésta la primera vez que Ashley le hablaba de lo que él pensaba mientras parecía tan lejano de ella. Se sentía tan emocionada como si estuviese en vísperas de un descubrimiento.

—Es una maldición ese afán de no querer mirar las realidades escuetas. Hasta la guerra, la vida nunca fue para mí más real que una serie de sombras chinescas vistas en una pantalla. Y yo prefería que fuese así. No me gusta que los contornos de las cosas sean demasiado nítidos. Me gusta todo suavemente vago, un poco borroso.

Se interrumpió y esbozó una sonrisa, temblando ligeramente cuando el helado viento atravesó la fina camisa.

—En otras palabras, Scarlett: soy un cobarde.

Sus frases sobre sombras chinescas y contornos vagos no significaban nada para ella; pero esas últimas palabras ya las decía en un lenguaje que ella podía comprender. Sabía que eran inexactas. La cobardía no podía abrigarla él. No había línea de su esbelta figura que no revelase generaciones de hombres valientes y denodados, y Scarlett sabía de memoria su hoja de servicios en la guerra.

—¿Cómo? ¡Eso no es verdad! ¿Cómo puede ser cobarde el hombre que saltó sobre un cañón en Gettysburg para animar a sus soldados? ¿Acaso el mismo general hubiese escrito a Melanie una carta para hablar de un cobarde? Y...

—Eso no es valentía —dijo él con fatiga—. El combate es algo como el champaña. Se sube a la cabeza de los cobardes tan rápidamente como a la de los héroes. Cualquier imbécil puede ser valiente en el campo de batalla, cuando ha de serlo o morir. Yo hablo de otra cosa. Y la índole de mi cobardía es mucho peor que si yo hubiese echado a correr la primera vez que oí un cañonazo.

Emitía las palabras lentamente y como con dificultad, cual si le hiciese daño hablar, y parecía quedarse pensando luego con tristeza en lo que acababa de decir. Si fuese otro hombre el que pronunciara tales palabras, Scarlett las hubiera considerado simple modestia fingida para poder escuchar lisonjas. Pero Ashley parecía ser sincero, y había en sus ojos una mirada que escapaba a su penetración: no de temor ni de excusa, sino de empeño en arrostrar una inminente presión tan inevitable como irresistible. El húmedo viento azotó los tobillos mojados de Scarlett y ella se estremeció de nuevo; pero el estremecimiento provenía menos del viento que del temor que las palabras de Ashley habían evocado en su corazón.

—Pero, Ashley, ¿qué es lo que temes?

—¡Oh, cosas sin nombre! Cosas que parecen tonterías cuando uno quiere expresarlas con palabras. En su mayoría, cosas que surgen porque, repentinamente, la vida se ha hecho demasiado real, porque uno se ha puesto en contacto, en contacto demasiado personal, con algunos de los simples hechos de la vida. No es que me importe estar cortando leña aquí, en el barro; pero sí me importa mucho lo que esto implica. Me importa mucho haber perdido todo lo que había de bello en la vida de antes, para mí tan grata. Scarlett, antes de la guerra, la vida era hermosa. Poseía una brillantez, una perfección, una simetría, comparables a las del arte griego. Acaso no fuese así para todos. Ahora lo comprendo. Pero, para mí, viviendo en Doce Robles, existía verdadero encanto en la vida. Yo pertenecía a esa vida. Formaba parte de ella. Y ahora ha desaparecido, y me hallo fuera de lugar en la nueva vida, y tengo miedo. Ahora sé que, en otros tiempos, lo que yo veía no era más que un desfile de sombras. Yo eludía todo lo que no eran sombras, las gentes y las situaciones que eran demasiado reales, demasiado vitales. Me irritaba su presencia. También me esforzaba por eludirte a ti, Scarlett. Tú estabas demasiado pletórica de vida, eras demasiado real, y yo era lo bastante cobarde para preferir sombras y sueños. —Pero... pero... ¿Melly?

—Melanie es un dulce ensueño, la parte más dulce de mis sueños. Y, si no hubiese sobrevenido la guerra, yo habría vivido mi vida, encerrado voluntariamente en Doce Robles, viendo plácidamente cómo desfilaba la vida, pero sin formar yo parte de ella. Al llegar la guerra, la vida, tal y como es, se echó sobre mí. La primera vez que entré en combate, fue en Bull Run, te acordarás, vi cómo mis amigos de niñez volaban destrozados y oí los relinchos de los caballos moribundos, y sentí la horrible y repulsiva sensación de ver cómo un hombre se desplomaba escupiendo sangre al disparar yo contra él. Pero no era todo eso lo peor de la guerra, Scarlett. Lo peor de la guerra fueron los hombres con quienes yo tuve que convivir. Yo había levantado una barrera de protección contra las gentes, toda mi vida. Mis escasos amigos los había seleccionado muy cuidadosamente. Pero la guerra me enseñó que yo me había creado un mundo mío, en el que sólo habia figuras de ensueño. Me enseñó lo que realmente son las personas, pero no me enseñó a convivir con ellas. Temo que no podré aprenderlo nunca. Ahora sé que, para mantener a mi mujer y a mi hijo, tendré que abrirme camino entre un mundo de gentes con las que nada tengo en común. Tú, Scarlett, estás agarrando la vida como a un toro por los cuernos y retorciéndoselos a voluntad. Pero ¿dónde puedo yo encajar ahora en el mundo? Te digo la verdad: tengo miedo.

Mientras Ashley seguía desahogándose con aquella voz baja y resonante, impregnada de una desolación que Scarlett no podía comprender, ella trataba de aferrar palabras sueltas aquí y allá para captar su sentido. Pero esas palabras se le escapaban de la mano como si fuesen pájaros asustados. Algo le estaba atormentando con crueldad, inexorablemente; pero ella no lograba comprender qué era.

—Scarlett, no sé exactamente cuándo desperté a la trágica comprensión de que mi sesión particular de sombras chinescas había terminado. Acaso ya en los primeros cinco minutos, en Bull Run, cuando vi caer al suelo el primer muerto. Pero comprendí que mi ensoñación había terminado y que ya no podía permanecer como espectador. No, me encontré súbitamente en escena, como actor, en mala postura y haciendo fútiles gestos. Mi pequeño mundo interior se había disipado por completo, invadido por gentes que no pensaban como yo y cuyas acciones me eran tan ajenas como las de un hotentote. Habían pisoteado mi mundo con sus pies cubiertos de lodo y no quedaba ya lugar alguno en donde poder refugiarme cuando las cosas llegasen a serme absolutamente insoportables. Mientras estaba en la prisión, pensaba: «Cuando termine la guerra, podré reanudar mi vida de antes, mis sueños, y contemplaré otra vez las sombras chinescas.» Pero no se puede volver al pasado, Scarlett. Y esto es lo que tenemos que afrontar ahora, algo que es peor que la guerra y la prisión y para mí peor que la muerte... Ya ves, Scarlett; me veo castigado por tener miedo.

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