Los Bufones de Dios (33 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

—Antes que se vaya… dígame como anda de dinero.

—Bastante bien, gracias. Tengo un patrimonio que actualmente administra mi hermano, banquero en París.

—¿Dónde piensa quedarse esta noche?

—En Santa Cecilia hay un hostal para peregrinos. La primera vez que vine a Roma me alojé ahí.

—¿Por qué no se queda aquí conmigo? Tengo un cuarto desocupado.

—Gracias, Antón, pero no. He dejado de pertenecer a este lugar y debo aclimatarme al ambiente del mundo. Deseo sentarme hasta tarde en un banco de la piazza y hablar con los trasnochadores solitarios que se encuentren allí —agregó con un curioso y triste humor—. Tal vez es posible que en la última y helada hora que precede al día, El quiera hablarme… Le ruego que me Comprenda y que ruegue por mí.

—Desearía poder ir con usted, Jean.

—Usted merece y está hecho para una compañía mejor que la mía, viejo amigo. Mi estrella es una estrella caída. Me parece, por otra parte, como si estuviera regresando al hogar. —Hizo un gesto hacia las luces que señalaban los apartamentos papales. —No abandone a nuestro amigo allá arriba. Lleva el nombre de un león, pero no es sino un gatito doméstico muy bien entrenado. Cuando lleguen los tiempos malos necesitará a su lado a un hombre fuerte…

Un apretón de manos, una breve despedida, y se había ido, esmirriada y frágil figura tragada velozmente por las sombras de la escalera. Antón Drexel se sirvió un último trago de vino y consideró con humor el aforismo de otro Iluminista. Louis Claude de Saint Martin: "Todos los místicos hablan el mismo lenguaje porque habitan el mismo país".

El viaje a Tübingen sirvió para demostrar su total inadecuación al mundo. Por primera vez en cuarenta años vistió ropas laicas y le tomó media hora anudar su corbata sobre su camisa de verano. En el monasterio se había introducido e instalado cómodamente dentro de una rutina familiar. Mientras vivió en el Vaticano, cada uno de sus gestos había sido prevenido y atendido. Ahora, en cambio, carecía de todo privilegio. Tuvo que gritar para conseguir un taxi que lo condujera al aeropuerto y discutir con el agitado romano que clamaba precedencia en el llamado. Carecía de moneda suelta para pagar y el chofer lo despidió con desprecio. No había nadie para indicarle dónde se encontraba el mostrador que expendía los boletos para Stuttgart. Llevaba solamente billetes grandes, la muchacha que atendía no tenía cambio y jamás en toda su vida de clérigo, había llevado ni poseído ninguna tarjeta de crédito.

En el Vaticano, las funciones del cuerpo del papa siempre se habían llevado a cabo en una sagrada intimidad. Aquí, en el retrete del aeropuerto debió hacer cola, mientras el borracho que lo precedía mojaba sus zapatos y sus pantalones. En el bar fue empujado y su manga salpicada con café, e, indignidad final, el avión estaba lleno y tuvo que discutir para conseguir un asiento.

Una vez a bordo se vio enfrentado al problema de su identidad. Su vecina resultó ser una anciana mujer de la región del Rhin, nerviosa y voluble, que, una vez que hubo constatado que él hablaba alemán, lo inundó en el torrente de su charla. Finalmente le preguntó en qué trabajaba y fue solamente después de diez segundos de vacilación que él logró coordinar la obvia respuesta.

—Soy jubilado, mi querida señora.

—Mi marido también está jubilado y desde entonces se ha vuelto imposible. ¿Qué dice su mujer al verlo dando vueltas por la casa todo el día?

—Soy soltero.

—Qué raro que un hombre tan bien parecido cómo usted no se haya casado.

—Bueno, me temo que he estado casado con mi profesión.

-¿Y que era? ¿Doctor? ¿Abogado?

—Ambas cosas —le aseguró solemnemente Jean Marie mientras tranquilizaba su conciencia con lógica casuística. Porque él había sido en verdad un doctor de almas y en el Vaticano había leyes en cantidad suficiente como para emular a Justiniano.

Al llegar a Stuttgart lo esperaba Johann Mendelius ansioso por darle la bienvenida pero mostrando en toda su persona visibles huellas del cansancio y de las tensiones experimentadas, como si fuera un joven oficial que regresara de su primera batalla. Se dirigió a Jean Marie llamándolo señor y evitando cuidadosamente los títulos eclesiásticos. Manejó con gran prudencia por los ondulantes caminos de las colinas eligiendo la ruta más larga hacia Tübingen, porque, según explicó, había muchas cosas que aclarar antes que llegaran a destino.

—…El estado de mi padre sigue siendo de extrema gravedad. El explosivo contenido en la carta-bomba estaba colocado entre placas de aluminio e impregnado con diminutas cápsulas de balas. Algunas de éstas se introdujeron en la cuenca de un ojo, peligrosamente próximas al cerebro. Sabemos que ha perdido la vista de ese ojo y que tal vez pierda la del otro. No hemos visto aún su cara, pero es evidente que está muy mutilado y, por supuesto, ha perdido su mano izquierda. Hay que hacerle aún varias operaciones, pero hay que aguardar que se reponga un poco y se fortalezca. En estos momentos tiene peligrosamente infectados tanto el ojo como la mano izquierda, pero su tolerancia a los antibióticos es muy limitada… De manera que sólo nos queda esperar. Mamá, Katrin y yo nos turnamos para visitarlo… Mamá está resistiéndolo muy bien… Tiene coraje por todos nosotros; pero no se sorprenda si se emociona al verlo. No hemos hablado a nadie de esta visita suya, excepto a la Professor Meissner que es la mejor amiga que papá tiene en la facultad… Tal como están las cosas ahora en Tübingen, los chismes están a la orden del día y cada cual tiene el suyo propio. Tan pronto como mi padre se recupere —si es que logra recuperarse— nos iremos de aquí.

La ira y la amargura subyacentes en el tono de la voz de Johann no pasaron inadvertidas para Jean Marie. Dijo:

—Me he enterado de las demostraciones que se han hecho. Georg Rainer envió fotografías acerca de ellas al Vaticano. Parece que la conmoción provocada por esto ha sido enorme.

—Demasiado grande. —La respuesta fue abrupta. —Mi padre era conocido, tenía prestigio y era respetado. Pero nunca fue un hombre público. Por eso creo que estos desfiles y manifestaciones no son espontáneos: han sido sutil y cuidadosamente organizados.

—¿En tan corto tiempo? —Jean Marie parecía dudoso—, ¿Por quién? ¿Y por qué motivos?

—Como un efecto de propaganda para esconder a los verdaderos autores de este atentado contra la vida de mi padre.

—Si quisiera tener la bondad de detenerse en el próximo lugar adecuado que encontremos —dijo Jean Marie Barette firmemente—, podremos hablar antes que lleguemos a Tübingen. A diferencia de su padre, yo he sido un hombre extremadamente público y no deseo encontrarme con ninguna sorpresa.

Media milla más lejos encontraron un sitio entre un pinar y una pradera y Johann Mendelius procedió a relatar la historia del intento de asesinato.

—…Comenzaremos en Roma. Por una simple casualidad mi padre es testigo de un atentado terrorista. Grandes titulares en los periódicos, muchas advertencias: podrían producirse intentos de silenciarlo o de ejercer represalias en él o en su familia. Hasta aquí todo es claro, simple y lógico… Padre y madre regresan a Tübingen. La policía —sección del crimen— toma contacto con él y renueva las advertencias. Un dibujo con el rostro de mi padre es encontrado en el bolsillo de un hombre que resulta muerto en una riña de bar. Más avisos sobre precauciones a tomar… Entretanto el presidente de la Universidad reúne a sus profesores más antiguos y les advierte que deben esperar un llamado a las armas para los estudiantes y profesores en edad militar, y que deben aprontarse para proveer a las fuerzas armadas con los especialistas científicos requeridos y además se les pide cooperar con los servicios de seguridad para la vigilancia de los estudiantes. Mi padre se opone fuertemente a la idea de vigilancia por parte de los profesores y amenaza con renunciar si esa sugerencia se transforma en exigencia… Para coronar esto, escribe la historia de su abdicación y como consecuencia se da a conocer a través de todo el mundo. El asunto adquiere un tinte político que no pasa inadvertido para nuestros ministros alemanes. Mi padre deja de ser un simple académico: se ha transformado en una figura internacional. Y en los momentos en que los hombres que ejercen el poder se esmeran por vender la idea de una guerra a un renuente y desprevenido público, mi padre es, a todas luces, un hombre muy peligroso.

—Y como precisamente se encuentra amenazado por un grupo terrorista, la cobertura para su asesinato oficialmente sancionado, está lista.

—Exactamente dijo Johann Mendelius. Y cuando se realiza el atentado, se manipula a la ciudad y se la lanza hacia la protesta. Con una ganancia extra. Porque las manifestaciones en contra de los trabajadores foráneos apresuran la llegada del día en que podrán ser repatriados a su país o llevados a trabajos forzados con el pretexto de un estado de guerra.

—Me ha planteado sus hipótesis —dijo calmadamente Jean Marie—: ahora muéstreme sus pruebas.

—Carezco de pruebas. Sólo dispongo de bases para profundas sospechas.

—¿Por ejemplo?

—Usted me ha dicho que ha visto las fotografías de las manifestaciones estudiantiles. Yo le puedo decir que he visto a los manifestantes y que estoy seguro de que muchos de ellos jamás han pisado el interior de una sala de clases. Los diarios publicaron el diagrama de la carta-bomba, aparentemente de acuerdo a informaciones del departamento forense de la policía. Pero la bomba real es algo completamente distinto: un aparato extremadamente sofisticado y fabricado con una precisión de laboratorio.

—¿Dónde obtuvo esta información?

—Me la dio Dieter Lorenz, que era el policía a cargo de mi padre en el Kriminalant. Dos días después del atentado fue promovido y trasladado a Stuttgart, es decir, sacado del caso.

—¿Algo más?

—Cantidades de detalles que sólo adquieren su pleno sentido en el contexto de esta pequeña ciudad nuestra. Y no soy el único que piensa así. La Professor Meissner está de acuerdo conmigo y le puedo asegurar que ella es una mujer extremadamente inteligente y aguda. Esta tarde, en casa, tendrá ocasión de conocerla.

—Una última pregunta. ¿Ha hablado de esto con su madre?

—No. Tiene ya bastantes preocupaciones sin agregarle ésta y la simpatía de la gente de la ciudad la ayuda mucho.

—Su padre, por supuesto, ¿No sabe nada?

—No tenemos la menor idea de lo que realmente sabe.

El muchacho hizo un gesto de cansancio. -Puede emitir algunos sonidos de reconocimiento, apretar nuestra mano para demostrar que ha entendido lo que decimos, pero eso es todo. A veces pienso que la muerte sería una merced para él.

—Pero sobrevivirá. Porque su verdadera tarea aún no ha comenzado.

—Desearía poder creer eso, señor.

—¿Cree en Dios?

—No.

—Eso hace que la vida sea mucho más difícil.

—Al contrario, yo encuentro que simplifica las cosas. Por muy brutales que sean los hechos de la realidad, no se los complica con ficciones religiosas.

—Usted me acaba de relatar una historia que, de ser cierta, sería lo más próximo a la maldad pura que fuera posible encontrar. Su padre está mutilado, es posible que muera a causa de un intento de asesinato llevado a cabo por agentes de su propio país. ¿Qué remedio propone contra los que consideran el asesinato como un expediente político natural y corriente?

—Si realmente desea que le conteste a eso señor, creo que mañana estaré en condiciones de mostrarle algo… ¿Podemos irnos ahora?

—Sí, pero antes de hacerlo, desearía pedirle un favor, Johann.

—Le ruego que lo haga.

—Usted es hijo de un amigo muy querido. Le pido que no me llame señor. Mi nombre es Jean Marie.

Por primera vez, el muchacho se relajó y sus tensas facciones se contrajeron en una sonrisa. Sacudió la cabeza.

—Me temo que eso no resultaría. Si me atreviera a llamarlo por su nombre, mi padre y mi madre me matarían.

—¿Y qué me dice de tío Jean? Economizaría una cantidad de explicaciones, especialmente cuando tenga que presentarme a sus amigos.

—Tío Jean… —Probó el término una y otra vez, hasta que finalmente sonrió e inclinó la cabeza en señal de asentimiento. —De manera, tío Jean, que ahora déjeme llevarlo a casa. Almorzaremos temprano porque mamá desea ir con usted al hospital esta tarde, a las tres.

Johann condujo el auto de nuevo hacia la carretera y se deslizó hábilmente adelante de un gran camión cargado de troncos de pinos.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse con nosotros?

—Sólo uno o dos días, pero aun así con tiempo suficiente, espero, para servir de algo a su padre y a su madre, y tal vez también, para trabar conocimiento con el demonio de mediodía que ha llegado a posesionarse de esta ciudad.

—¡El demonio de mediodía! —Johann Mendelius lo miró de soslayo con una tolerante sonrisa. —Desde los tiempos de mis clases de Biblia no había vuelto a oír esta expresión.

—¿Así, entonces, no tiene miedo de él?

—Sí, tengo miedo. —La respuesta había sido breve y sencilla—. Pero no tengo miedo de demonios y de adversarios del espíritu. Tengo miedo de nosotros mismos, mujeres y hombres, y de la terrible locura destructora que parece haberse posesionado de todos nosotros… Si yo llegara a saber con seguridad el nombre de la persona que hizo esto a mi padre, la mataría al momento y sin pensarlo dos veces.

—¿Con qué objeto?

—Justicia, con el objeto de equilibrar de nuevo la balanza y desanimar al futuro, eventual adversario.

—La víctima, en este caso, es su padre. ¿Sabe si él aprobaría su acción?

—Está equivocado, tío Jean. Mi padre no es la única víctima. ¿Qué me dice de mi madre, de Katrin, de mí, de todos los habitantes de esta ciudad que han sido infectados con toda clase de virus por este único acto? Para todos nosotros, nada, nunca, volverá a ser igual.

—Me parece —dijo Jean Marie con estudiada deliberación— que usted tiene una idea bastante clara de la naturaleza del mal y del mal como adversario. ¿Pero, qué me dice del bien? ¿Cómo percibe el bien?

—Muy sencillamente —dijo Johann con la voz súbitamente tensa y dura—: mi madre es buena. Es valiente y no es nada fácil para ella serlo. Siempre piensa en mi padre y en nosotros antes que en sí misma… Para mí, eso es bondad. Mi padre también es bueno. Cuando se lo mira al rostro, se ve en él el "
mensch
", y nunca deja de haber en él amor suficiente para acompañarlo a uno durante los tiempos malos… Y sin embargo, vea lo que le ha ocurrido a esta gente buena… Y estoy muy contento de que usted haya venido a vernos como "tío Jean", porque no creo que hubiera deseado conocerlo como papa…

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