Los límites de la Fundación (18 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Gendibal contestó, tranquilamente y con cautelosa falta de emoción:

—Soy un sabio. Sí.

—¡Hey! Tú soy un serio. ¿No hablas tú como uno? ¿Y no puedo yo ver que tú ser uno o soy uno?

—Inclinó burlonamente la cabeza—. Siendo, como tú ser, pequeño y débil y pálido y orgulloso.

—¿Qué quieres de mí, hameniano? —preguntó Gendibal, impasible.

—Yo ser llamado Rufirant. Y Karoll ser mi primero. —Su acento se tornó perceptiblemente más hameniano. Arrastraba las erres con un sonido gutural.

Gendibal dijo:

—¿Qué quieres de mi, Karoll Rufirant?

—¿Y cómo ser tú llamado, serio?

—¿Acaso importa? Puedes continuar llamándome «sabio».

—Si yo pregunto, importa que tú contestes, pequeño serio orgulloso.

—Bueno, en ese caso, me llamo Stor Gendibal y ahora debo atender a mis asuntos.

—¿Cuáles ser tus asuntos?.

Gendibal notó que se le erizaba el vello de la nuca. Había otras mentes presentes. No necesitó volverse para saber que había otros tres hamenianos detrás de él. Algo más lejos había otros. El olor a campesino era fuerte.

—Mis asuntos, Karoll Rufirant, no son de vuestra incumbencia.

—¿Verdad? —Rufirant alzó la voz—. Compañeros, dice que sus asuntos no ser nuestros.

Hubo una carcajada a su espalda y se oyó una voz.

—Dice verdad, porque sus asuntos ser los libros y las computadoras, y eso ser malo para los verdaderos hombres.

—Cualesquiera que sean mis asuntos —dijo Gendibal con firmeza—, ahora debo marcharme.

—¿Y cómo harás eso, serio? —preguntó Rufirant.

—Pasando junto a ti.

—¿Tú lo intentarías? ¿Tú no temerías ser detenido?

—¿Por ti y todos tus compañeros? ¿O por ti solo?

—Gendibal adoptó súbitamente el dialecto hameniano—. ¿Tener miedo de luchar solo?

Estrictamente hablando, no era correcto pincharle de esa manera, pero impediría un ataque en masa y había que impedirlo, con objeto de que no provocara una indiscreción aún mayor por su parte.

Dio resultado. La expresión. de Rufirant se tornó amenazadora.

—Si hay miedo, librero, tú ser el que lo tienes.

Compañeros, atrás. Hacer sitio y dejarle pasar para que él vea si tengo miedo.

Rufirant levantó sus fornidos brazos y los agitó en el aire. Gendibal no temía la ciencia pugilística del campesino; pero siempre había la posibilidad de que un golpe bien dirigido diera en el blanco.

Gendibal se acercó cautelosamente, trabajando con delicada velocidad en la mente de Rufirant. No mucho, sólo un toque imposible de detectar, pero sí lo suficiente para adormecer sus reflejos. Después se retiró, y fue introduciéndose en las de todos los demás, que ahora ya eran bastantes. La mente del orador Gendibal siguió trabajando con virtuosismo, sin quedarse en una mente el tiempo suficiente para dejar marca, pero si el necesario para detectar algo que pudiera resultarle útil.

Se acercó al campesino con prudencia, alerta, consciente y aliviado de que nadie hiciera ademán de intervenir.

Rufirant atacó de repente, pero Gendibal lo leyó en su mente, antes de que uno solo de sus músculos empezara a tensarse, y se hizo a un lado. El golpe se perdió en el vacío, aunque casi le rozó. Pero Gendibal se mantuvo firme. Los otros exhalaron un suspiro colectivo.

Gendibal no intentó parar o devolver ningún golpe. Lo primero habría sido difícil sin paralizar su propio brazo y lo segundo habría sido inútil, pues el campesino lo resistiría sin dificultad.

Sólo podía manejar al hombre como si fuera un toro, obligándole a fallar. Eso serviría para desmoralizarle de un modo que una oposición directa no podría hacer.

Como un toro furioso, Rufirant cargó. Gendibal estaba preparado y se apartó lo suficiente para que el campesino fallara el golpe. Una nueva carga un nuevo fallo.

Gendibal notó que su propia respiración empezaba a silbar a través de su nariz. El esfuerzo físico era pequeño, pero el esfuerzo mental de intentar controlar sin excederse era enormemente difícil. No lo resistiría mucho más.

Oprimió ligeramente el mecanismo disparador del miedo de Rufirant, intentando despertar de un modo minimalista lo que sin duda era el supersticioso temor del campesino hacia los sabios, y dijo con la máxima tranquilidad posible:

—Ahora me marcho.

La cara de Rufirant enrojeció de ira, pero durante un momento no se movió. Gendibal percibió sus pensamientos. El pequeño sabio se había desvanecido como por arte de magia. Gendibal notó que el temor del otro aumentaba, y durante un momento…

Pero después la ira hameniana surgió con más fuerza y ahogó el miedo.

Rufirant gritó:

—¡Compañeros! El serio ser bailarín. Salta sobre mis pies ágiles y desprecia las reglas del honesto golpe por golpe hameniano. Agarradlo. Sujetadlo. Ahora cambiaremos golpe por golpe. Él puede ser el primero en golpear, ventaja que le doy, y yo… yo seré el último.

Gendibal observó los huecos que quedaban entre aquellos que ahora lo rodeaban. Su única oportunidad era mantener una abertura el tiempo suficiente para pasar, y después echar a correr, confiando en su propia agilidad y en su capacidad para embotar la voluntad de los campesinos.

Hizo un regate tras otro, con la mente dolorida por el esfuerzo.

No daría resultado. Había demasiados y la necesidad de ajustarse a las reglas de la conducta trantoriana era demasiado constrictiva.

Notó unas manos sobre sus brazos. Lo sujetaron.

Tendría que introducirse al menos en unas cuantas de aquellas mentes. Sería inaceptable y su carrera quedaría destruida. Pero su vida, su propia vida estaba en peligro.

¿Cómo había sucedido una cosa así?

24

La reunión de la Mesa no estaba completa. No era costumbre esperar si algún orador llegaba tarde. Además, pensó Shandess, la Mesa tampoco estaba en disposición de esperar. Stor Gendibal era el más joven y no parecía consciente de este hecho. Actuaba como si la juventud fuese una virtud en si misma y la edad una cuestión de negligencia por parte de aquellos que deberían ser más sabios. Gendibal no gozaba del aprecio de los demás oradores. Pero éste no era el asunto que ahora se debatía.

Delora Delarmi interrumpió su ensoñación. Estaba mirándolo con sus grandes ojos azules, y su redonda cara, con su acostumbrado aire de inocencia y cordialidad, encubría una mente aguda (para todos excepto para los miembros de la Segunda Fundación de su propio rango) y ferocidad de concentración. Con una sonrisa, dijo:

—Primer orador, ¿seguimos esperando? —la reunión aún no había sido declarada oficialmente abierta de modo que, estrictamente hablando, podía iniciar la conversación, aunque otro habría esperado que Shandess hablara primero por respeto a su título.

Shandess la miró con benevolencia, a pesar de la leve falta de cortesía.

—Normalmente no lo haríamos, oradora Delarmi, pero ya que la Mesa se reúne precisamente para oír al orador Gendibal, es aconsejable quebrantar la costumbre.

—¿Dónde está, primer orador?

—Eso, oradora Delarmi, no lo sé.

Delarmi miró en torno al rectángulo de caras.

Estaba el primer orador y lo que debería haber sido otros once oradores. Sólo doce. A lo largo de cinco siglos, la Segunda Fundación había aumentado sus atribuciones y sus deberes, pero todos los intentos para aumentar el número de miembros de la Mesa más allá de doce habían fracasado.

Habían sido doce tras la muerte de Seldon, cuando el segundo primer orador (el propio Seldon siempre había sido considerado como el primero de ellos) lo decidió así, y seguían siendo doce.

¿Por qué doce? Este número podía dividirse fácilmente en grupos de idéntico tamaño. Era suficientemente pequeño para consultarse como un todo y suficientemente grande para trabajar en subgrupos. Mayor, habría sido difícil de manejar; menor, demasiado inflexible.

Eso decían las explicaciones. De hecho, nadie sabía por qué había sido elegido ese número, o por qué debía ser inmutable. Pero, bueno, incluso la Segunda Fundación podía ser esclava de la tradición.

Delarmi sólo requirió un fugaz momento para que su mente pasara revista a la cuestión, mientras miraba una cara tras otra, y una mente tras otra, y después, sardónicamente, el asiento vacío, el asiento del orador más nuevo.

Le satisfacía que nadie simpatizara con Gendibal. En su opinión, el joven tenía todo el encanto de un ciempiés y había que tratarlo como tal. Hasta entonces, sólo su incuestionable capacidad y talento habían impedido que alguien propusiera abiertamente un juicio de expulsión. (Sólo dos oradores habían sido residenciados, aunque no condenados, durante los cinco siglos de historia de la Segunda Fundación.)

Sin embargo, el evidente desprecio que implicaba faltar a una reunión de la Mesa era peor que muchas ofensas, y a Delarmi le satisfizo observar que la predisposición a un juicio había aumentado considerablemente.

—Primer orador, si usted ignora el paradero del Orador Gendibal, yo tendré sumo gusto en decírselo —manifestó.

—¿Sí, oradora?

—¿Quién de nosotros no sabe que ese joven no utilizó ningún tratamiento honorífico para designarle y, naturalmente, todos lo notaron —encuentra continuos pretextos para estar entre los hamenianos? No se cuales pueden ser esos pretextos, pero en este momento está con ellos y su interés por ellos es suficientemente importante para tener prioridad sobre esta Mesa.

—Creo —dijo otro de los oradores —que únicamente anda o corre como una forma de ejercicio físico.

Delarmi volvió a sonreír. Le gustaba sonreír, No le costaba nada.

—La universidad, la biblioteca, el palacio y todos los terrenos que los rodean son nuestros. Es pequeño en comparación con el planeta entero, pero hay espacio suficiente, creo yo, para el ejercicio físico…, Primer orador, ¿no deberíamos empezar?

El primer orador suspiró interiormente. Tenía plenos poderes para seguir haciendo esperar a la Mesa, o incluso para aplazar la reunión hasta un momento en que Gendibal estuviera presente. Sin embargo, ningún primer orador podía desenvolverse satisfactoriamente durante mucho tiempo sin el apoyo, al menos pasivo, de los demás oradores, y nunca era aconsejable irritarles, Incluso Preem Palver había tenido que recurrir alguna vez a los halagos para salirse con la suya. Además, la ausencia de Gendibal era irritante, aun para el primer orador. El joven orador necesitaba saber que no era tan importante como suponía.

Y ahora, como primer orador, fue el primero en hablar, diciendo:

—Empezaremos. El orador Gendibal ha expuesto algunas deducciones sorprendentes basadas en los datos del Primer Radiante. Cree que hay una organización que trabaja para mantener el Plan Seldon más eficientemente que nosotros mismos, y que lo hace en su propio beneficio. Por lo tanto, él opina que debemos averiguar algo más al respecto para poder defendernos. Todos ustedes, ya han sido informados sobre el tema, y esta reunión es para darles la oportunidad de interrogar al orador Gendibal, a fin de poder llegar a alguna conclusión sobre la política futura.

De hecho, era incluso innecesario decir tanto. Shandess mantuvo su mente abierta de modo que todos lo sabían, Hablar era una cuestión de cortesía.

Delarmi miró rápidamente a su alrededor. Los otros diez parecían dispuestos a dejarle asumir el papel de portavoz anti—Gendibal.

Sin embargo, Gendibal —volvió a omitir el tratamiento honorífico —no sabe y no puede decir qué o quién es esa otra organización. Lo formuló inequívocamente como una afirmación que rozaba la descortesía. Fue tanto como decir: Puedo analizar su mente; no necesita molestarse en explicar nada.

El primer orador percibió la descortesía y tomó una rápida decisión de hacer caso omiso de ella.

—El hecho de que el orador Gendibal —evito puntillosamente la omisión del tratamiento honorífico y ni siquiera recalcó el hecho subrayándolo— no sepa y no pueda decir qué es la otra organización, no significa que no exista. Los habitantes de la Primera Fundación, a lo largo de casi toda su historia, no sabían virtualmente nada de nosotros y, de hecho, ahora apenas saben algo más. ¿.Dudan ustedes de nuestra existencia?

—Esto no significa —dijo Delarmi —que, porque nosotros seamos desconocidos y no obstante existamos, cualquier cosa, a fin de existir, sólo necesite ser desconocida. —Y se rio alegremente.

—Muy cierto. Este es el motivo por el que la aseveración del orador Gendibal debe ser examinada cuidadosamente. Se basa en una rigurosa deducción matemática, que yo mismo he revisado y que todos ustedes deberían estudiar. No es —buscó el matiz mental que mejor expresara su opinión —antilógico.

—¿Y ese miembro de la Primera Fundación, Golan Trevize, que ronda por su mente pero que usted no menciona? —Otra descortesía y esta vez el primer orador enrojeció un poco.

—El orador Gendibal cree que ese hombre, Trevize, es el instrumento, quizás inconsciente, de esa Organización y que no debemos hacer caso omiso de él —respondió el primer orador.

—Si —dijo Delarmi, reclinándose en su asiento y echando hacia atrás su cabello gris —esa organización, sea lo que sea, existe, y si es peligrosamente poderosa por sus aptitudes mentales y tan secreta, ¿puede estar maniobrando tan abiertamente por medio de alguien tan conspicuo como un consejero exilado de la Primera Fundación?

El primer orador dijo gravemente:

—Podría pensarse que no. Sin embargo, yo he observado algo de lo más alarmante. No lo comprendo.

—De un modo casi involuntario, sepultó el pensamiento en su mente, avergonzado de que los otros pudieran verlo.

Todos los oradores advirtieron la acción mental, y, tal como estaba rigurosamente prescrito, respetaron la vergüenza. Delarmi también lo hizo, pero lo hizo con impaciencia.

—¿Podemos suplicar que nos permita conocer sus pensamientos, ya que comprendemos y perdonamos la vergüenza que usted pueda sentir? —preguntó utilizando la fórmula adecuada.

El primer orador dijo:

—Como ustedes, yo no veo por qué deberíamos suponer que el consejero Trevize es un instrumento de la otra organización, o a qué fin podría servir si lo fuera. Sin embargo, el orador Gendibal parece seguro de ello, y nadie puede desestimar el posible valor intuitivo de quien ha llegado a ser orador. Por lo tanto, intenté aplicar el Plan a Trevize.

—¿A una sola persona? —dijo uno de los oradores con sorpresa, y luego indicó su contrición por haber acompañado la pregunta con un pensamiento que equivalía claramente a: ¡Qué tonto!

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