Los límites de la Fundación (19 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

—A una sola persona —dijo el primer orador—, y tiene usted razón. ¡Qué tonto soy! Sé muy bien que el Plan no puede aplicarse a una sola persona, ni siquiera a pequeños grupos de personas. No obstante, tenía curiosidad. Extrapolé las intersecciones interpersonales más allá de los límites razonables, pero lo hice de dieciséis modos distintos y escogí una región más que un punto. Después utilicé todos los detalles que sabemos acerca de Trevize, un consejero de la Primera Fundación nunca pasa completamente desapercibido, y de la alcaldesa de la Fundación. Entones lo mezclé todo, sin orden ni concierto, me temo. —Hizo Una pausa.

—¿Y bien? —dijo Delarmi—. Deduzco que… ¿Fueron sorprendentes los resultados?.

—Como todos ustedes ya habrán supuesto, no hubo resultados de ninguna clase —dijo el primer orador—. No se puede hacer nada con una sola persona, y sin embargo…, y sin embargo…

—¿Y sin embargo?

—He pasado cuarenta años analizando resultados y estoy acostumbrado a tener una clara sensación de cuáles serán los resultados antes de analizarlos; y me he equivocado pocas veces. En este caso, a pesar de que no hubo resultados, tuve la firme sensación de que Gendibal estaba en lo cierto y Trevize debía ser vigilado.

—¿Por qué, primer orador? —preguntó Delarmi, claramente desconcertada por la firme sensación en la mente del primer orador.

—Me siento avergonzado —dijo el primer orador —por haber cedido a la tentación de usar el Plan para un fin que no le corresponde. Me siento mucho más avergonzado ahora por dejarme influir por algo que es puramente intuitivo. Sin embargo, debo hacerlo, pues la sensación es muy fuerte. Si el orador Gendibal está en lo cierto, si nos amenaza un peligro desconocido, tengo la sensación de que cuando llegue el momento de la crisis, será Trevize quien tenga y juegue la carta decisiva.

—¿En qué se basa para sentir así? —dijo Delarmi, escandalizada.

El primer orador Shandess miró en torno a, la mesa con expresión desconsolada.

—No tengo ninguna base. Las matemáticas psicohistóricas no revelan nada, pero cuando observé la interacción de relaciones, me pareció que Trevize era la clave de todo. Hay que prestar atención a ese joven.

25

Gendibal comprendió que no regresaría a tiempo para incorporarse a la reunión de la Mesa. Incluso era posible que no regresara nunca.

Lo sujetaban con firmeza y sondeó desesperadamente a su alrededor para descubrir cómo podía obligarles a soltarlo.

Rufirant se encontraba ahora frente a él exultante.

—¿Estar preparado ahora, serio? Golpe por golpe, porrazo por porrazo, al estilo hameniano. Vamos, tú ser el más pequeño; golpea el primero.

—Entonces, ¿te sujetará alguien a ti, igual que a mí? —preguntó Gendibal.

Rufirant dijo:

—Soltadle. Nah, nah. Sólo los brazos. Dejad libre los brazos, pero sujetad fuerte las piernas. No queremos bailes.

Gendibal se sintió clavado al suelo. Sus brazos estaban libres.

—Golpea, serio —dijo Rufirant—. Danos un golpe.

Y entonces la inquisidora mente de Gendibal encontró algo que respondió: indignación, un sentimiento de injusticia y pena. No tenía alternativa; debería correr el riesgo de un fortalecimiento total y después improvisar sobre la base de…

¡No hubo necesidad! No había tocado esta nueva mente, pero reaccionó como él habría deseado Exactamente.

De pronto se dio cuenta de que una pequeña figura, robusta, con el cabello negro, largo y enmarañado, y los brazos extendidos entró rápidamente en su campo de visión y empujó con brusquedad al campesino hameniano.

La figura pertenecía a una mujer. Gendibal pensó con severidad que era una consecuencia de su gran tensión y preocupación no haber reparado en ello hasta que sus ojos así se lo dijeron.

—¡Karoll Rufirant! —chilló al campesino—. ¡Tú ser bruto y cobarde! ¿Golpe por golpe, al estilo hameniano? Tú ser dos veces el tamaño del serio. Estarás en más peligro atacándome a mí. ¿Hay fama en empellar a un pobre escuálido? Hay vergüenza, estoy pensando. Serán un buen montón de dedos señalando y todos dirán: «Ese ser Rufirant, famoso pega-bebés.» Será risa, estoy pensando, y ningún hameniano decente beberá contigo… y ninguna hameniana decente andará contigo.

Rufirant intentaba contener el torrente, parando los golpes que ella le dirigía, respondiendo débilmente con un apaciguador: «Vamos, Sura. Vamos, Sura.»

Gendibal fue consciente de que las manos ya no lo sujetaban, de que Rufirant ya no lo miraba, de que las mentes de todos ellos ya no le prestaban atención.

Sura tampoco se la prestaba; su furia estaba concentrada únicamente en Rufirant. Gendibal, ya recobrado, tomó medidas para mantener esa furia y consolidar la inquietante vergüenza que llenaba la mente de Rufirant, y para hacer ambas cosas tan ligera y hábilmente que no dejaran marca. Tampoco ahora hubo necesidad.

La mujer dijo:

—Todos vosotros un paso atrás. Escuchad bien. Si no ser suficiente que este Karoll, basura ser como gigante para este famélico, tiene que haber cinco o seis más de vosotros aliados, amigos para compartir su vergüenza y volver a la granja con gloriosa historia de arrojo en pegar bebés. «Yo sujeté el brazo del escuálido», dirás tú, «y gigantesco Rufirant-tarugo le dio en la cara cuando él no estaba para devolver golpe.» Y tú dirás: «Pero yo sujeté su pie, así que dadme también gloria.» Y Rufirant-zoquete dirá: «Yo no podía tenerle en su sitio, así que mis compañeros de arado lo cogieron y, con la ayuda de los seis, le gané.»

—Pero, Sura —objetó Rufirant, casi gimoteando—, dije a serio que podía dar primer golpe.

—Y temeroso estabas de los fuertes golpes de sus delgados brazos, ¿no ser así, Rufirant-cabeza dura? Vamos. Déjale ir adonde va, y el resto de vosotros a vuestras casas derechos, si ser que estas casas aún quieren hacer un recibimiento para vosotros. Todos teníais grandes esperanzas de que las hazañas de este día ser olvidadas. Y no lo serán, por, que yo las esparciré por todas partes si me hacéis rabiar más furiosamente de lo que rabio ¿hora.

Se alejaron en silencio, con la cabeza gacha, sin volver la vista atrás.

Gendibal les siguió con la mirada, y después miró de nuevo a la mujer. Iba vestida con blusa y pantalones, y unos toscos zapatos cubrían sus pies.

Tenía la cara mojada de sudor y respiraba fuerte, mente. Su nariz era bastante grande; su pecho, voluminoso (por lo que Gendibal pudo ver a través de la holgura de la blusa); sus desnudos brazos, musculosos. Pero es que las hamenianas trabajaban en los campos junto a sus hombres.

Estaba mirándole severamente, con los brazos en jarras.

—Bueno, serio, ¿por qué estar remoloneando? Ir al Lugar de Serios. ¿Tienes miedo? ¿Te acompaño?

Gendibal olió el sudor en ropas que evidentemente no estaban recién lavadas, pero en vista de las circunstancias habría sido muy descortés mostrar repulsión.

—Le doy las gracias, señorita Sura…

—El apellido ser Novi —dijo ella con aspereza—. Sura Novi. Tú puedes decir Novi. No ser necesario decir más.

—Te doy las gracias, Novi. Has sido una gran ayuda para mí. Estaré encantado de que me acompañes, no porque tenga miedo sino por el placer de tu compañía. —Y se inclinó elegantemente, como habría podido hacerlo ante una de las jóvenes de la universidad.

Novi se ruborizó, pareció indecisa, y después trató de imitar su gesto.

—Placer…, ser mío —dijo, como buscando las palabras que expresaran adecuadamente su placer y tuvieran un cierto aire de cultura.

Echaron a andar juntos. Gendibal sabía muy bien que cada uno de sus lentos pasos le haría llegar aún más tarde a la reunión de la Mesa, pero ahora ya había tenido la oportunidad de pensar en el significado de lo ocurrido y se alegraba de prolongar el retraso.

Los edificios de la universidad se levantaban ante ellos cuando Sura Novi se detuvo y dijo vacilante:

—¿Maestro Serio?

Al parecer, pensó Gendibal, a medida que se acercaba a lo que ella llamaba el «Lugar de los Serios», se volvía más educada. Sintió el momentáneo impulso de decir: «¿Ya no me llamas pobre escuálido?» Pero eso la habría avergonzado demasiado.

—¿Sí, Novi?

—¿Ser muy bonito y rico el Lugar de los Serios?

—Es bonito —dijo Gendibal.

—Una vez soñé que estar en el Lugar. Y…, y ser seria.

—Algún día —dijo Gendibal cortésmente—, te lo mostraré.

La mirada que ella le dirigió revelaba bien a las claras que no lo interpretaba como una simple muestra de cortesía.

—Sé escribir. Maestro de escuela me enseña. Si te escribo carta —procuró decirlo con indiferencia—, ¿qué pongo para que venga a ti?

—Sólo pon «Casa de Oradores, Apartamento 27», y vendrá a mí. Pero ahora debo irme, Novi.

Volvió a inclinarse, y ella volvió a tratar de imitar el movimiento. Se alejaron en direcciones opuestas y Gendibal la apartó enseguida de su mente.

En cambio pensó en la reunión de la Mesa y, especialmente, en la oradora Delora Delarmi. Sus pensamientos no eran benévolos.

8. Campesina
26

Los oradores permanecían sentados alrededor de la mesa, amparados tras su escudo mental. Era como si todos, de común acuerdo, hubiesen ocultado sus pensamientos para no insultar irrevocablemente al primer orador después de su declaración sobre Trevize. Miraron con disimulo a Delarmi e incluso esto fue muy significativo. De todos los oradores, ella era la más conocida por su irreverencia; incluso Gendibal se mostraba más respetuoso de los convencionalismos.

Delarmi fue consciente de las miradas y comprendió que no tenía más alternativa que afrontar la difícil situación. En realidad no quería eludir el problema. En toda la historia de la Segunda Fundación, ningún primer orador había sido acusado jamás de análisis erróneo (y detrás del término, que ella había inventado como encubrimiento, estaba la no reconocida incompetencia). Ahora dicha acusación era posible. No desaprovechara la oportunidad.

—¡Primer orador! —dijo suavemente, con sus finos labios descoloridos más invisibles que de costumbre en la blancura general de su cara—. Usted mismo declara que no tiene ninguna base sobre la que fundar su opinión, que las matemáticas psicohistoricas no revelan nada. ¿Nos pide que basemos una decisión crucial en una sensación mística?

El primer orador levantó la mirada con la frente arrugada. Era consciente de la generalización del escudo mental. Sabía lo que ello significaba y respondió con frialdad.

—No oculto la falta de evidencia. No intento engañarles. Lo que ofrezco es la desarrollada capacidad intuitiva de un primer orador que tiene décadas de experiencia y ha pasado casi toda su vida analizando el Plan Seldon. —Miró a su alrededor con una orgullosa severidad que raramente mostraba, y uno por uno los escudos mentales se debilitaron y cayeron. El de Delarmi (cuando se volvió a mirarla) fue el último.

La oradora, con una cautivadora franqueza que llenó su mente como si nada hubiese pasado, dijo:

—Naturalmente, acepto su declaración, primer orador. No obstante, tal vez desee reconsiderarla. En vista de sus opiniones actuales al respecto, habiendo expresado su vergüenza por tener que recurrir a la intuición, quizá desee que sus palabras no consten en acta; si opina que deben…

La voz de Gendibal la interrumpió.

—¿Cuáles son esas palabras que no deben constar en acta?

Todos los ojos se volvieron al unísono. Si no hubieran tenido los escudos levantados durante los cruciales momentos anteriores, se habrían dado cuenta de su presencia mucho antes de que llegara a la puerta.

—¿Todos los escudos levantados hace un momento? ¿Todos inconscientes de mi entrada? —dijo Gendibal sardónicamente—. ¡Qué reunión tan vulgar de la Mesa tenemos aquí! ¿Nadie estaba al acecho de mi llegada? ¿O es que todos pensaban que no llegaría?

Esta explosión era una flagrante violación de todas las normas. Ya era bastante perjudicial para Gendibal haber llegado tarde, pero entrar sin anunciarse era peor. Y hablar antes de que el primer orador certificara su presencia era lo peor de todo.

El primer orador se volvió hacia él. Todo lo demás quedó relegado a segundo término. La cuestión de la disciplina gozaba de prioridad.

—Orador Gendibal —dijo—, llega tarde. Llega sin anunciarse. Habla. ¿Hay alguna razón por la que no deba ser suspendido de sus funciones durante treinta días?

—Naturalmente. La moción de suspensión no debería ser considerada hasta que hayamos considerado quién ha sido el que se ha asegurado de que llegaría tarde y por qué. —Las palabras de Gendibal fueron frías y mesuradas, pero su mente revistió sus pensamientos de ira y a él no le importó quién lo percibiera.

Sin duda Delarmi lo percibió, y dijo enérgicamente:

—Este hombre está loco.

—¿Loco? Esta mujer está loca por decir tal cosa. O es consciente de su culpabilidad. Primer orador, recurro a usted y solicito debatir una cuestión de índole personal —dijo Gendibal.

—¿De qué se trata, orador?

—Primer orador, acuso a uno de los presentes de intento de asesinato.

La habitación estalló cuando todos los oradores se pusieron en pie y prorrumpieron en una cháchara simultánea de palabras, expresión y mentalidad.

El primer orador alzó los brazos y gritó:

—El orador debe tener la oportunidad de exponer su cuestión de índole personal. —Se vio obligado a intensificar su autoridad, mentalmente, de un modo muy inadecuado para el lugar, pero no había alternativa.

La cháchara cesó.

Gendibal esperó, impasible, hasta que el silencio fue audible y mentalmente profundo. Entonces dijo:

—Cuando venía hacia aquí, yendo por un camino hameniano a una distancia y una velocidad que habrían asegurado fácilmente mi llegada a tiempo para la reunión, he sido detenido por varios campesinos, y sólo gracias a un milagro he podido librarme de ser golpeado y quizá asesinado. Por suerte, sólo me he retrasado y acabo de llegar. Permítanme señalar, primer lugar, que no sé de ningún caso desde el Gran Saqueo en que un miembro de la Segunda Fundación haya recibido un trato irrespetuoso, y mucho menos brutal por parte de un hameniano.

—Yo tampoco —dijo el primer orador

Delarmi exclamó.

—¡Los miembros de la Segunda Fundación no suelen andar solos por territorio hameniano! ¡Usted provoca estos incidentes haciéndolo así!

—Es cierto —dijo Gendibal— que suelo andar solo por territorio hameniano. He andado por allí cientos de veces y en todas direcciones. Sin embargo, nunca he sido abordado antes de hoy. Los demás no pasean con la misma libertad que yo, pero nadie se exilia a sí mismo del mundo o se recluye en la universidad, y nadie ha sido abordado jamás. Recuerdo varias ocasiones en que Delarmi… —y entonces, como acordándose demasiado tarde del tratamiento honorífico, lo convirtió deliberadamente en un mortífero insulto—. Quiero decir que recuerdo haber visto a la oradora Delarmi en territorio hameniano, más de una vez, y sin embargo ella nunca ha sido abordada.

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