—Quizá —dijo Delarmi con unos ojos que echaban chispas —porque no les hablé primero y mantuve las distancias. Porque me comporté como si mereciera respeto, me lo otorgaron.
—Es extraño —dijo Gendibal—, y estaba a punto de añadir que era porque usted tenía un aspecto más formidable que yo. Al fin y al cabo, pocos se atreven a abordarla incluso aquí. Pero, dígame, ¿por qué razón, con todas las oportunidades que han tenido, escogerían los hamenianos este día para agredirme, precisamente cuando tenía que asistir a una importante reunión de la Mesa?
—Si no es a causa de su conducta, debe haber sido casualidad —dijo Delarmi—. Que yo sepa, ni siquiera las matemáticas de Seldon han borrado el factor casualidad de la Galaxia, por lo menos, en el caso de sucesos individuales. ¿O es que usted también habla por inspiración intuitiva? —Hubo un leve suspiro mental por parte de uno o dos oradores ante este ataque lateral contra el primer orador.
—No ha sido mi conducta. No ha sido casualidad. Ha sido una interferencia deliberada —dijo Gendibal.
—¿Cómo podemos saberlo? —preguntó el primer orador con amabilidad. No pudo evitar ablandarse frente a Gendibal tras el último comentario de Delarmi.
—Mi mente está abierta para usted, primer orador. Le ofrezco, a usted y a toda la Mesa, mi recuerdo de los acontecimientos.
La transferencia sólo duró unos momentos. El primer orador exclamó:
—¡Espantoso! Ha actuado muy bien, orador, en circunstancias de considerable presión. Estoy de acuerdo en que la conducta hameniana es anómala y justifica una investigación. Mientras tanto, sea tan amable de unirse a nuestra reunión…
—¡Un momento! —interrumpió Delarmi—. ¿Cómo podemos estar seguros de que el relato del orador es exacto?
Gendibal enrojeció al oír el insulto, pero mantuvo la compostura.
—Mi mente está abierta.
—He visto mentes abiertas que no estaban abiertas.
—No lo dudo, oradora —dijo Gendibal—, ya que usted, como el resto de nosotros, debe mantener su propia mente bajo inspección en todo momento. Sin embargo, mi mente, cuando está abierta, está abierta.
El primer orador dijo:
—No sigamos…
—Una cuestión de índole personal, primer orador, con disculpas por la interrupción —dijo Delarmi.
—¿De qué se trata, oradora?
—El orador Gendibal ha acusado a uno de nosotros de intento de asesinato, probablemente instigando al campesino a atacarle. Mientras la acusación no sea retirada, debo ser considerada posible asesina, igual que todas las personas reunidas en esta habitación, incluido usted, primer orador.
—¿Quiere retirar la acusación, orador Gendibal —preguntó el primer orador
Gendibal ocupó su asiento y apoyó las manos sobre los brazos, agarrándolos fuertemente como si tomara posesión de él, y dijo:
—Así lo haré, en cuanto alguien explique por qué un campesino hameniano, apoyado por varios más, se empeñaría en retrasarme cuando venía a esta reunión.
—Puede haber mil razones —dijo el primer orador—. Repito que este suceso será investigado. ¿Querrá ahora, orador Gendibal, y a fin de continuar la presente discusión, retirar su acusación?
—No puedo, primer orador. He pasado largos minutos intentando sondear su mente, con la mayor delicadeza posible, en busca del modo de alterar su conducta sin daños y he fracasado. Su mente carecía de la flexibilidad que debería haber tenido. Sus emociones estaban arraigadas, como por una mente ajena.
Delarmi dijo con una súbita sonrisa:
—¿Y cree que uno de nosotros era la mente ajena? ¿No podría haber sido esa misteriosa organización que está compitiendo con nosotros y es más poderosa que la Segunda Fundación?
—Tal vez —dijo Gendibal.
—En este caso, nosotros, que no somos miembros de esa organización que sólo usted conoce, no somos culpables y usted debe retirar su acusación. ¿O quizás está acusando a alguno de los presentes de hallarse bajo el control de esa extraña organización? Quizá uno de los aquí presentes no sea lo que parece?
—Quizá —dijo Gendibal con impasibilidad, consciente de que Delarmi estaba proporcionándole una cuerda con un lazo corredizo en el extremo.
—Podría parecer —dijo Delarmi, cogiendo el lazo y preparándose para apretarlo —que su sueño de una organización secreta, desconocida, oculta y misteriosa, es una pesadilla de paranoia. Concordaría con su fantasía paranoica de que los campesinos hamenianos están siendo influidos, y de que los oradores están bajo un control oculto. Sin embargo, estoy dispuesta a seguir su peculiar línea de pensamiento durante un rato más. ¿Quién de los aquí presentes, orador, cree que está bajo control? ¿Podría ser yo?
—No lo creo, oradora. Si intentara librarse de mí de un modo tan indirecto, no mostraría tan abiertamente su desagrado hacia mí —replicó Gendibal.
—¿Una traición doble, quizá? —dijo Delarmi. Estaba virtualmente ronroneando—. Esta sería una conclusión común en una fantasía paranoica.
—Podría serlo. Usted tiene más experiencia que yo en estas cuestiones.
El orador Lestim Gianni interrumpió acaloradamente.
—Escuche, orador Gendibal, si está exonerando a la oradora Delarmi, está dirigiendo sus acusaciones contra el resto de nosotros. ¿Qué motivos tendría cualquiera de nosotros para retrasar su presencia en esta reunión, y mucho menos para desear su muerte?
Gendibal contestó con rapidez, como si estuviera aguardando la pregunta.
—Cuando he entrado, estaban hablando de retirar ciertas palabras del acta, palabras pronunciadas por el primer orador Yo soy el único orador que no ha podido oír esas palabras. Díganme cuáles eran y yo les diré el motivo para querer retrasarme.
El primer orador explicó:
—He declarado, y es algo a lo que la oradora Delarmi y otros se han opuesto seriamente, que, basándome en la intuición y el uso indebido de las matemáticas psicohistóricas, podía afirmar que todo el futuro del Plan dependía del exilio del miembro de la Primera Fundación Golan Trevize.
—Lo que piensen los demás oradores es cosa suya. Par mi parte, estoy de acuerdo con esa hipótesis. Trevize es la clave. Encuentro su súbita expulsión de la Primera Fundación demasiado curiosa para ser inocente —manifestó Gendibal.
Delarmi replicó:
—¿Quiere decir, orador Gendibal, que Trevize está en las garras de esa misteriosa organización o que lo están las personas que le han exilado? ¿Cree quizá, que lo controlan todo y a todos excepto a usted y al primer orador y a mí, puesto que usted mismo ha declarado que no lo estoy?
Gendibal dijo:
—Estos desvaríos no requieren contestación. En cambio, permítame preguntar si hay algún orador que quiera expresar su conformidad con las tesis del primer orador y mías. Supongo que habrían leído el resumen matemático que, con la aprobación del primer orador, he distribuido entre ustedes.
Silencio.
—Repito la pregunta —dijo Gendibal—. ¿Hay alguien?
Silencio.
—Primer orador, ya tiene el motivo para retrasarme —Gendibal declaró.
—Formúlelo explícitamente —respondió el primer orador.
—Usted ha expresado la necesidad de tratar con Trevize, el miembro de la Primera Fundación. Esto representa una importante iniciativa en política y si los oradores hubieran leído mi resumen, sabrían lo que sucedía en líneas generales. Si, no obstante, hubieran discrepado unánimemente con usted, unánimemente, la autolimitación tradicional le habría impedido seguir adelante. Si un solo orador le respaldara, usted podría llevar a cabo esta nueva política.
Yo era el orador que le respaldaría, como sabría cualquiera que hubiese leído mi resumen, y era necesario evitar que compareciese ante la Mesa. El plan casi ha tenido éxito, pero ahora estoy y apoyo al Primer orador. Estoy de acuerdo con él y, según la tradición, él puede pasar por alto la disconformidad de los otros diez oradores.
Delarmi descargó un puñetazo sobre la mesa.
—De lo cual se deriva que alguien sabía de antemano qué aconsejaría el primer orador, sabía de antemano que el orador Gendibal le respaldada y que todo el resto no lo haría; ese alguien sabía cosas que no podía saber. La segunda consecuencia es que esta iniciativa no es del agrado de la paranoica organización del orador Gendibal y que están luchando para impedir que se lleve a cabo y que, por lo tanto, uno o más de nosotros se halla controlado por esa organización.
—Estas son sus deducciones —convino Gendibal—. Su análisis es magistral.
—¿A quién acusa? —preguntó Delarmi.
—A nadie. Recurro al primer orador para que solucione el problema. Está claro que en nuestra organización hay alguien que trabaja contra nosotros. Sugiero que todos los que trabajen para la Segunda Fundación se sometan a un análisis mental. Todos, incluidos los mismos oradores. Incluido también yo mismo, y el primer orador.
La reunión de la Mesa se levantó en un ambiente de mayor confusión y mayor excitación que cualquiera de las celebradas hasta entonces.
Y cuando el primer orador finalmente la suspendió, Gendibal, sin hablar con nadie, se dirigió a su habitación. Sabía muy bien que no tenía ni un solo amigo entre los oradores, y que incluso el respaldo que el primer orador pudiese darle sería con reservas en el mejor de los casos.
No sabía con exactitud si temía por sí mismo o por toda la Segunda Fundación. El sabor de la fatalidad era muy amargo.
Gendibal no durmió bien. Tanto sus pensamientos conscientes como sus sueños inconscientes se centraron en Delora Delarmi. En un pasaje del sueño, incluso hubo una confusión entre ella y el campesino hameniano, Rufirant, de modo que Gendibal se encontró ante una desproporcionada Delarmi que se abalanzaba sobre él con enormes puños y una dulce sonrisa que revelaba unos dientes como agujas.
Al fin se despertó, más tarde de lo habitual, con la sensación de no haber descansado y con el timbre del intercomunicador resonando en sus oídos. Se volvió hacia la mesilla de noche y pulsó el interruptor.
—¿Si? ¿Qué hay?
—¡Orador! —La voz pertenecía al superintendente de la planta, y no era demasiado respetuosa—. Un visitante desea hablar con usted.
—¿Un visitante? —Gendibal accionó su programa de citas y la pantalla no mostró ninguna antes del mediodía. Apretó el botón de la hora; eran las 8.32 de la mañana: Preguntó con mal humor —: ¿Quién espacio es?
—No ha querido dar su nombre, orador. —Después, con clara desaprobación —: Uno de esos hamenianos, orador. Dice que usted le invitó. —La última. frase fue pronunciada con una desaprobación aún más clara.
—Que espere en el recibidor hasta que yo vaya.
Tardaré un poco.
Gendibal no se apresuró, Mientras hacía sus abluciones matinales, no dejó de pensar. Que alguien utilizara a los hamenianos para entorpecer sus movimientos tenía sentido, pero le habría gustado saber quién era ese alguien. ¿Y qué significaba esta nueva intrusión de los hamenianos en su propia vivienda? ¿Una complicada trampa de alguna clase? ¿Cómo, en el nombre de Seldon, podía un campesino hameniano entrar en la universidad? ¿Qué razón podía dar? ¿Qué razón podía tener realmente?
Por espacio de un fugaz momento, Gendibal se preguntó si debería armarse. Resolvió no hacerlo casi enseguida, pues estaba desdeñosamente seguro de poder controlar a cualquier campesino en el recinto de la universidad sin peligro para sí mismo, y sin marcar la mente del hameniano de un modo inaceptable.
Gendibal llegó a la conclusión de que estaba demasiado afectado por el incidente del día anterior
Con Karoll Rufirant. Por cierto, ¿sería el propio campesino? Quizá ya no se hallara bajo la influencia de lo que fuera o quién fuera y quería ver a Gendibal para disculparse por lo que había hecho, temeroso de las represalias. Pero ¿cómo habría sabido Rufirant adónde ir o a quién dirigirse?
Gendibal enfiló resueltamente el pasillo y entró en la sala de espera. Se detuvo con asombro, y después se volvió hacia el superintendente, que simulaba estar ocupado en su cubículo de cristal.
—Superintendente, no me ha dicho que el visitante era una mujer.
El superintendente contestó con aplomo:
—Orador, le he dicho que era un hameniano, en general. Usted no me ha preguntado nada más.
—¿Información mínima, superintendente? Debo recordar que ésta es una de sus características.
—También debería comprobar si el superintendente era alguien designado por Delarmi. Y, a partir de ahora, debería fijarse en los funcionarios que le rodeaban, «subalternos» en los que era fácil no reparar desde las alturas de su nuevo cargo de orador—. ¿Está libre alguna sala de conferencias?
El superintendente dijo:
—La número 4 es la única libre, orador. Lo estará durante tres horas. —Echó una ojeada a la hameniana, y luego a Gendibal, con inexpresiva inocencia.
—Utilizaremos la número 4, superintendente, y le aconsejo que preste atención a sus pensamientos.
—Gendibal atacó, sin benevolencia, y el escudo del superintendente se cerró con demasiada lentitud.
Gendibal sabía muy bien que era impropio de su dignidad maltratar una mente inferior, pero una persona incapaz de ocultar una conjetura desagradable contra un superior debía aprender a no hacerlas. El superintendente tendría un ligero dolor de cabeza durante varias horas. Se lo había merecido.
El nombre de la mujer no le vino enseguida a la mente y Gendibal no estaba de humor para ahondar más. De todos modos, ella no podía esperar que lo recordara.
—Tú eres… —dijo con malhumor.
—Yo ser Novi, maestro serio —contestó ella, casi sin aliento—. Mi primero ser Sura, pero ser llamada sólo Novi.
—Sí, Novi. Nos conocimos ayer; ahora lo recuerdo. No he olvidado que saliste en mi defensa. —No se decidió a emplear el acento hameniano en el mismo recinto de la universidad—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Maestro, tú dijiste que yo podía escribir carta.
Tú dijiste que tenía que decir «Casa de Oradores, Apartamento 27» Mí misma la traigo y enseño la escritura; mi propia escritura, maestro. —Lo dijo con una especie de tímido orgullo—. Ellos preguntan, «¿Para quién ser este escrito?» Yo oí el nombre de ti cuando se lo dijiste a ese bruto de Rufirant. Yo digo que ser para Stor Gendibal, maestro serio.
—¿Y te han dejado pasar, Novi? ¿No te han pedido que les dieras la carta?
—Yo estar muy asustada. Creo que quizás ellos sienten pena. Yo digo: «Orador Gendibal prometió enseñarme Lugar de Serios», y ellos sonríen. Uno de ellos en la puerta de entrada dice al otro: «Y esto no ser todo lo que él enseñará a ella.» Y me enseñan dónde ir, y dicen que no ir a otro sitio o me sacan fuera en el momento.