—¿Qué estás haciendo? —consiguió decir al fin Albrec—. ¿Dónde estamos?
—En las catacumbas. No podía despertarte, Albrec. Estabas como muerto. De modo que he amontonado piedras delante del agujero y estaba tratando de encontrar la salida.
—¡Commodius!
—Muerto, y ojala su espíritu depravado se pase la eternidad aullando en los pozos del infierno.
—Su cadáver, Avila. No podemos dejarlo allí abajo.
—¿Por qué no? Era una criatura de las tinieblas, un cambiaformas, y ha tratado de matarnos para proteger su preciosa versión de la verdad. Que su cuerpo se pudra ahí sin sepultura.
Albrec se agarró la dolorida cabeza con las manos.
—¿Dónde estamos?
—Estaba siguiendo la pared norte (la húmeda, como tú dijiste), tratando de encontrar las escaleras, pero debo de haberme perdido…
—Es fácil perderse. Yo las encontraré, no te preocupes. ¿Cuánto rato ha pasado desde que…?
—Puede que media hora, no mucho tiempo.
—¡Dios mío, Avila! ¿Qué vamos a hacer?
—¿Hacer? Yo… No lo sé, Albrec. No se me ha ocurrido nada, aparte de salir de estas mazmorras.
—Hemos matado al bibliotecario jefe.
—Hemos matado a un hombre lobo.
—Pero ha vuelto a convertirse en Commodius el bibliotecario. Es lo último que recuerdo.
¿Quién va a creernos? ¿Qué señales hay en su cuerpo que puedan revelar lo que era en vida?
—¿Qué estás diciendo, Albrec? ¿Que tendremos problemas por salvar nuestras propias vidas, por acabar con esa bestia repugnante?
—No lo sé. No sé qué pensar. ¿Cómo ha podido pasar algo así, Avila? ¿Cómo es posible que un sacerdote haya podido ser una criatura semejante, durante todos estos años, durante todos los años que he trabajado con él? Era él quien rondaba por la biblioteca; ahora me doy cuenta. Era su presencia impura la que le daba esa atmósfera. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha estado ocurriendo aquí?
Los dos quedaron en silencio, con los ojos fijos en la diminuta llama de la lámpara, a la que no le quedaban demasiados minutos de vida. Pero no parecía importante que fueran a quedarse pronto sumidos en una oscuridad impenetrable. El lugar parecía distinto, por alguna razón. Habían visto el verdadero rostro del mal, y nada más podía asustarlos.
—Lo saben —continuó Albrec en un susurro ronco—. ¿Lo has oído? Saben la verdad de las cosas, la verdadera historia del Santo y el Profeta, y la han estado ocultando. La Iglesia ha conocido la verdad durante siglos, Avila, ocultándosela al mundo para preservar su propia autoridad. ¿Dónde quedan la piedad y la humildad? Se han comportado como príncipes decididos a aferrarse al poder sin importarles a qué precio.
Avila palpó pensativo su hábito negro de inceptino. —Tienes marcas de garras en los lados de la cara —dijo a Albrec, como si acabara de verlas.
—Tú también tienes sangre en la tuya.
—No podremos ocultar nuestras heridas, Albrec. ¡Piensa, hombre! ¿Qué vamos a hacer? Columbar ha muerto a manos de Commodius, y nosotros hemos matado a Commodius.
¿Qué van a pensar? No podemos decirles que tratábamos de descubrir y preservar la verdad de las cosas. Nos quitarán del medio con la misma rapidez con que ha querido hacerlo Commodius.
—Pero hay hombres buenos en la Iglesia. Tiene que haberlos.
—Pero no sabemos quiénes son. ¿Quién va a escucharnos o a creernos? ¡Por la dulce sangre del bendito Santo, Albrec, estamos acabados!
La lámpara chisporroteó, resplandeció y se apagó. La oscuridad se cernió sobre ellos y quedaron ciegos.
La voz de Avila sonó cargada de dolor en las tinieblas.
—Tenemos que huir de Charibon.
—¡No! ¿Adónde iríamos? ¿Cómo viajaríamos en pleno invierno, entre la nieve? No duraríamos un solo día.
—Tampoco duraremos mucho más cuando esto se sepa. Cuando echen de menos a Commodius, registrarán la biblioteca. Acabarán por encontrarlo. ¿Y quién es la única persona que tiene las llaves de la biblioteca, además de Commodius? Tú, Albrec.
El pequeño monje se tocó la piel desgarrada de su cara y cuello, y el bulto de la frente donde le había golpeado el hombre lobo. Avila tenía razón. Sería el primero con quien hablarían, porque era el colaborador más cercano de Commodius, y cuando vieran sus heridas empezaría el interrogatorio.
—¿Qué vamos a hacer, pues, Avila? —preguntó, al borde de las lágrimas. Lo sabía, pero necesitaba que otro lo dijera.
—Tenemos un día de margen. Trataremos de pasar desapercibidos y reunir lo que pueda sernos de ayuda en nuestro viaje.
—¿Un viaje adonde? ¿Adónde vamos a ir? La Iglesia gobierna en Normannia, sus Militantes y clérigos están en todos los pueblos y ciudades de Occidente. ¿Adónde podemos huir?
—Seremos herejes en cuanto esto se sepa —dijo Avila—. Nos excomulgarán en cuanto encuentren el cuerpo en esa capilla repugnante y se den cuenta de nuestra desaparición. Pero hay otros herejes en el mundo, Albrec, y un heresiarca que los guía. El hombre que algunos dicen que es Macrobius ha sido nombrado anti pontífice en Torunn. La ley de Charibon no tiene autoridad en ese reino, y cualquier enemigo de la Iglesia de Himerius será bien recibido allí. Y además, ahora Charibon me parece un pozo de corrupción. Si Commodius era un hombre lobo, ¿no podría haber otros como él en las filas de mi orden?
—Es mejor no pensarlo.
—Tenemos que pensarlo, Albrec, si queremos encontrar la forma de salvar nuestras vidas.
Permanecieron un rato sin hablar, escuchando el goteo del agua y el silencio de la roca viva, las entrañas de las montañas. Finalmente, Avila se movió. Albrec lo oyó gemir a causa del dolor de sus heridas.
—Tengo la túnica hecha trizas, y creo que alguna costilla rota. Es como si me clavaran un cuchillo cada vez que respiro. Debemos regresar a nuestras camas antes de maitines.
—Tú duermes en un dormitorio común, Avila. ¿No se darán cuenta tus compañeros?
—Hay un bulto bajo mis mantas que hace las veces de monje durmiente, y al salir no hice más ruido que un ratón. Pero no podré ser tan silencioso al regresar. ¡Maldición!
—No puedes regresar. Tienes que venir a mi celda. Reuniremos algunas cosas, y nos esconderemos en algún lugar durante el día de mañana… mejor dicho, de hoy… y nos iremos mañana por la noche.
Avila respiraba en jadeos breves y agónicos.
—Temo que no viajaré muy rápido, mi pequeño compañero antilino. Albrec, ¿tenemos que irnos? ¿No hay manera de solucionarlo de otro modo?
La decisión estaba tomada, pero los aterraba a ambos. Resultaría mucho más fácil continuar como si nada hubiera ocurrido, regresar a la antigua rutina de la ciudad monasterio.
Albrec podría haberlo hecho; la inercia del miedo lo mantendría atado a la única vida que había conocido. Pero Avila había dibujado las cosas con demasiada claridad. El antilino sabía que sus vidas habían cambiado irremisiblemente, sin posible vuelta atrás. Habían salido del seno de la Iglesia, y se encontraban en el exterior.
—Vamos —dijo Albrec, tratando de no mover el cuello—. Tenemos mucho que hacer antes de que amanezca. Todo esto nos ha caído encima como a Honorius sus visiones, aquel desdichado buscador de la verdad a quien todos tomaron por loco. Dios nos ha enviado una carga tan pesada como la suya. No podemos rehusarla.
Tomó el brazo de Avila y empezó a guiarlo a lo largo de la pared de las catacumbas, tocando la rugosa superficie de vez en cuando con su mano temblorosa.
—Murió en las montañas, ya sabes, solo y convertido en un ermitaño desacreditado a quien nadie quería escuchar, un loco sagrado. Ahora me pregunto si no era la Iglesia la que estaba loca. Loca de orgullo, de ansia de poder. ¿Quién sabe si no ha suprimido a todos los investigadores que han surgido a lo largo de los siglos? ¿Cuántos hombres habrán descubierto el verdadero destino de Ramusio, y habrán pagado ese conocimiento con sus vidas? Ésa es la lástima. Si conviertes una mentira en dogma, el resto de la fe se pudre como una manzana mala en un barril. Ya nadie sabe en qué creer. La Iglesia tiembla sobre sus cimientos, aunque una gran parte de su estructura continúe en buen estado, y los hombres buenos que la sirven quedan manchados con sus mentiras.
Avila soltó una carcajada que parecía un gemido.
—Nunca cambiarás, Albrec. Sigues filosofando, incluso en un momento como éste.
—Nuestro destino se ha vuelto tan importante como la caída de las naciones —replicó Albrec sin humor—. Nuestro conocimiento es como un arma del apocalipsis, Avila. Somos más potentes que ningún ejército.
—Ojalá me sintiera así —graznó Avila—, pero me siento más bien como una rata herida.
Encontraron las escaleras y empezaron a ascender como dos ancianos, siseando y haciendo muecas a cada paso. Pareció transcurrir una eternidad antes de que alcanzaran la biblioteca, donde Albrec recorrió las hileras de libros y rollos y aspiró el olor seco a pergamino por última vez en su vida. La página del título del antiguo documento crujía en el frontal de su túnica como un bebé gimoteante.
El aire de la noche era gélido cuando salieron de la biblioteca, cerrándola detrás de ellos, y se abrieron paso entre los bancos de nieve azotados por el viento en dirección al claustro.
Había unos cuantos monjes despiertos, preparándose para maitines. Charibon estaba envuelta en la paz que precedía al amanecer: edificios oscuros y nieve pálida, el cálido resplandor de las velas en algunas ventanas. Les pareció un lugar diferente. Ya no era su hogar. Albrec lloraba en silencio mientras acompañaba a Avila a su propia celda. Sabía que aquella noche había perdido toda la paz y felicidad de su sencilla vida. Por delante no tenía más que conflictos, peligros y disputas, y una muerte que ocurriría fuera del seno de la Iglesia. Tal vez en una pira, o entre la nieve, o en una tierra extraña, lejos de todo lo familiar.
Rezó a Ramusio, a Honorius el santo loco, al mismo Dios, pero ninguna luz apareció ante él, ninguna voz habló en su mente. Sus súplicas se marchitaron en el silencio vacío, y por mucho que lo intentó, no pudo evitar que su fe las siguiera a aquel pozo de desolación. Sólo le quedaba su conocimiento de la verdad, y la firme determinación de ver cómo aquella verdad crecía y se propagaba como una enfermedad dolorosa. Infestaría el mundo con ella, y si la fe vacilaba bajo aquella infección, que así fuera.
Charibon cobró vida antes de que el sol rompiera la negrura del cielo con nubes gris pizarra. Se cantaron los maitines, y los monjes fueron a desayunar; a continuación llegó la hora de laudes, y la de tercia. La nieve acumulada de la noche fue retirada y la ciudad se puso en movimiento, como los pueblos pesqueros junto a las orillas heladas del mar de Tor.
Después de tercia, unos cuantos estudiosos fueron a ver a uno de los deanes para quejarse de que la biblioteca no estaba aún abierta. Se investigó el asunto, y se descubrió que las puertas estaban cerradas y que no había luz en el interior. El bibliotecario jefe no aparecía por ninguna parte, ni tampoco su asistente. Se hicieron más averiguaciones, y pese al aire helado, un grupo de monjes se congregó en torno a las puertas de la biblioteca de San Garaso cuando fueron abiertas en la hora de sexta por un diácono de los Caballeros Militantes y sus hombres, utilizando una viga de madera como ariete, y supervisados por Betanza, el vicario general. La biblioteca fue registrada por grupos de monjes veteranos. Para entonces, el cuerpo de Columbar había sido descubierto, y a pesar de las investigaciones en todos los dormitorios y claustros, los dos bibliotecarios seguían sin aparecer. Charibon empezó a hervir de especulaciones.
El cuerpo de Commodius apareció justo antes de vísperas, después de un registro minucioso de los niveles superiores de la biblioteca. Los monjes que buscaban en los pisos inferiores habían encontrado una lámpara abandonada, y un montón de piedras rotas amontonadas contra una pared de las catacumbas. El montón se desmoronó en cuanto empezaron a investigarlo, y un monseñor penetró en el pequeño templo con dos Militantes armados, para descubrir el cuerpo del bibliotecario jefe, rígido y con los ojos muy abiertos, con la daga del pentagrama clavada a la espalda.
Las circunstancias del descubrimiento no se hicieron públicas, pero por la ciudad monasterio circuló la historia de que el bibliotecario jefe había sido brutalmente asesinado en un entorno horrible, en algún lugar de los cimientos de su propia biblioteca, y que su asistente, junto a un joven inceptino con el que se sabía que mantenía una estrecha amistad, había desaparecido.
Patrullas de Caballeros Militantes y escuadrones de soldados de Almark recorrieron las calles de Charibon, y durante las vísperas los monjes intercambiaron susurros en los bancos entre los cánticos a la gloria de Dios. Había un asesino, o asesinos, sueltos en Charibon.
Herejes, tal vez, llegados para sembrar el terror en la ciudad por orden del heresiarca Macrobius, sentado a la derecha del diablo en Torunn. Los deanes estaban constituyendo un comité de investigación para llegar al fondo del asunto, y el propio pontífice los estaba supervisando.
Pero aquella noche, entre la furia blanca de una nueva tormenta de nieve, dos acontecimientos pasaron desapercibidos a las patrullas que vigilaban el perímetro de Charibon.
Uno fue la llegada de un pequeño grupo de hombres a pie, abriéndose paso entre la ventisca, con sus uniformes negros cubiertos de escarcha. El otro fue la partida de dos monjes encorvados bajo unos pesados sacos, caminando en plena nevada con fuertes bastones de peregrino y jadeando de dolor mientras recorrían las costas heladas del mar de Tor, pisando la superficie del propio mar helado, lejos de las hogueras de los centinelas, donde el hielo se abultaba y ondeaba con el viento como el contenido de un caldero blanco. Albrec y Avila caminaban con el hielo acumulado sobre sus rostros hinchados, mientras la sangre de sus manos y pies se solidificaba lentamente en la intensidad del frío. La tormenta los ocultó por completo, de modo que nadie les interrumpió en su dificultoso avance. Pero también parecía disponerse a acabar con ellos antes de que la huida hubiera empezado siquiera.
El grupo de hombres vestidos de negro solicitó ser admitido a los aposentos del sumo pontífice Himerius, y los sobresaltados guardias y clérigos asistentes sufrieron auténticos ataques de nerviosismo con su inesperada aparición. Finalmente, los hicieron pasar a una antesala caldeada, aunque austera, mientras el pontífice era informado de su llegada. Era la primera vez en cuatro siglos que soldados fimbrios entraban en Charibon.