Los reyes heréticos (36 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Había rumores de que Astarac estaba siguiendo el camino de Hebrion, con sus nobles luchando para deponer al herético rey Mark y elevar al trono a uno de los suyos, ayudados, por supuesto, por la orden inceptina y los Caballeros Militantes. Y Torunna, además de estar amenazada por el enorme ejército merduk al que habían conseguido detener en el dique de Ormann, tenía que enfrentarse a sus propios levantamientos. Y el rey de Almark se estaba muriendo (tal vez ya había muerto), y se decía que tenía intención de legar su reino a la Iglesia.

Quirion suspiró. Era un hombre de corazón piadoso, y profundamente conservador. Pese a su profundo convencimiento de que la Iglesia poseía la verdad y tenía la obligación de erradicar la herejía dondequiera que ésta brotara (aunque fuera en los palacios de los reyes), no le gustaba ver que lo que consideraba el orden natural de las cosas se alteraba y descomponía.

Sastro, por el contrario… disfrutaba con cualquier anarquía que le sirviera para lograr sus propias ambiciones, pero el presbítero de los Militantes en Abrusio habría preferido estar luchando contra los paganos en las fronteras orientales a tener que matar a hombres que, bien mirado, creían en el mismo Dios que él.

Era un sentimiento que se guardaba para sí y por el que se castigaba a cualquier oportunidad, pues contradecía las directrices emitidas por el pontífice en Charibon, el representante directo de Dios en la tierra. Estaba allí para obedecer unas órdenes, que, en último término, equivalían a la voluntad de Dios. Era imposible oponerse a aquel deber.

El fuego avanzaba por las estrechas calles de la parte baja de Abrusio como una ola, un tsunami centelleante que convertía los edificios de madera de aquella zona de la ciudad en astillas, devorando los interiores y las vigas de madera de las estructuras fabricadas con la piedra amarilla hebrionésa, hasta que también se desmoronaban. Una docena de baterías de culebrinas pesadas no hubieran provocado una destrucción más atroz, y los esfuerzos sobrehumanos de los soldados del general Mercado, convertidos en bomberos, para controlar el avance de las llamas parecían inútiles, como gotas perdidas en un mar de fuego.

Estaban derribando una amplia avenida de casas al suroeste, frente a la conflagración, esperando formar un cortafuegos que privara a las llamas de su sostén. Los ingenieros habían instalado cargas en todas las esquinas de los edificios, y las estaban detonando en una serie de explosiones que acumulaban el humo en anillos concéntricos, como las ondas de un lago acribillado a pedradas.

Entre tanto, la lucha continuaba. Las calles estaban obstruidas por grupos de hombres armados, frenéticos y furiosos sobre los que diluviaban rescoldos y maderas ardientes. Aquí y allá las compañías y medios tercios de arcabuceros encontraban espacios para formar sus líneas, y ambos bandos disparaban, recargaban y volvían a disparar a pocas yardas de distancia; luego las formaciones se derretían bajo las descargas como el hierro de soldar en una fundición, para ser reemplazadas por refuerzos de la retaguardia, hasta que uno de los bandos cedía y se retiraba.

Donde las tropas regulares hebrionésas se hacían fuertes, los seguidores de los Carrera y los Caballeros Militantes que los acompañaban no podían avanzar. Pese a ello, los Militantes, cuya armadura pesada les ofrecía cierta protección contra las balas cuando la distancia no era demasiado corta, trataban de formar cuñas de acero y carne para penetrar en las líneas enemigas mediante la fuerza bruta. Pero no eran lo bastante numerosos. Las líneas de fuego se abrían para dejarlos pasar después de dispararles una andanada a quemarropa, y los Militantes que seguían en pie eran rodeados por docenas de hombres con escudos y espadas en la retaguardia.

Pero en la batalla había más factores que el simple combate entre guerreros. Con frecuencia, en mitad de la carnicería, los combatientes cesaban de pelear, y, como un solo hombre, buscaban refugio del holocausto que se avecinaba. Los hombres temían morir quemados más que ninguna otra muerte, y preferían correr hacia las líneas enemigas y ser derribados rápidamente antes que permanecer en sus posiciones para ser devorados por las llamas en su irresistible avance.

Y había civiles entre los tercios, las compañías y los pelotones. Habían huido de sus casas al acercarse las llamas, y murieron por millares al quedar atrapados en los tiroteos o aplastados por los desmoronamientos. Si hubiera habido alguien en Abrusio que también hubiera estado en Aekir, la primera le habría resultado más aterradora, porque en Aekir los hombres estaban concentrados sólo en la huida, en escapar del fuego y el enemigo. En Abrusio combatían en mitad del incendio, forcejeando unos con otros mientras las llamas les lamían la cabeza. Las calles que ardían de principio a fin, pero que tenían valor estratégico, fueron defendidas hasta el final. Los soldados de Hebrion sabían que al enfrentarse a los Militantes se estaban comportando como herejes, seguidores de un rey excomulgado, y que si eran capturados, la pira les aguardaba de todos modos. De modo que nadie dio ni pidió cuartel. La pelea fue más encarnizada que ningún combate contra los paganos, porque al menos los merduk hacían prisioneros, con intención de engrosar las filas de sus esclavos.

Golophin estaba sobre la columna superior de la torre del Almirante; una plataforma amurallada que albergaba la estructura de hierro de la almenara de señales. Con él estaba el general Mercado, su medio rostro de plata resplandeciente a causa de los reflejos escarlata de la ciudad en llamas. En las escaleras de abajo había un grupo de asistentes, listos para llevar las órdenes a los distintos grupos de soldados en la Ciudad Baja.

Un muro de llamas ocultaba la cima de la colina de Abrusio, e incluso las cumbres de las Hebros; era un telón cuyo extremo superior se disolvía en yunques y nubarrones de humo en movimiento.

«Empezaron quemando libros», pensó Golophin. «Luego fueron personas, y ahora las ciudades de los propios reinos. Consumirán el mundo antes de darse por satisfechos. Y lo harán en nombre de Dios.»

—Los maldeciría, pero no me queda dweomer —dijo a Mercado—. Todo el que tenía lo he usado para apartar el fuego de los muelles. Estoy seco como una piedra en el desierto, general.

Mercado asintió.

—Agradezco vuestro esfuerzo, Golophin. Habéis salvado una docena de los mayores barcos de la flota.

—Aunque no nos sirven de mucho en este momento. ¿Cuándo asaltará la cadena Rovero?

—Esta noche. Enviará barcos incendiarios para cubrir a las cañoneras, y las tropas en último lugar. Con un poco de suerte, mañana estará bombardeando la Ciudad Alta.

—Bombardeando nuestra propia ciudad —dijo Golophin amargamente. Tenía los ojos reducidos a meras rendijas que respondían a la luz ensangrentada del fuego. Su rostro parecía una calavera bajo la calva. Se había excedido en sus esfuerzos por salvar los barcos de la flota; había más de dos docenas en el puerto cuando las llamas habían empezado a lamer los muelles. De todas formas, seis habían sido destruidos, y podía verlos ardiendo, encendidos desde los mástiles a la línea de flotación, siluetas negras de barcos fantasma rodeados de luz azafrán, con los cañones estallando en frecuencias caóticas. Seis grandes galeones con casi mil hombres a bordo, hombres que no habían podido escapar y que habían saltado al agua de la Rada Interior para ahogarse como ratas. Los marineros no sabían nadar. Parecía algo ridículo, una burla. Sus cuerpos, algunos en llamas, flotaban por centenares en la rada. Había muchos hombres todavía vivos, agarrados a trozos de mástil o a cualquier otra cosa que hubieran tenido la presencia de ánimo para arrojar por la borda cuando las llamas se precipitaban hacia sus barcos. Nadie podía llegar hasta ellos: los fuegos los habían aislado de la orilla.

Un resplandor insoportablemente intenso, y segundos más tarde el enorme estruendo de una explosión. La santabárbara de un galeón había estallado, y el barco, cientos de toneladas de madera y metal, había saltado por los aires y estaba arrojando sus fragmentos destrozados sobre las aguas del puerto, provocando incendios en los otros barcos que habían conseguido separarse de los muelles a tiempo de evitar su destino.

—Si el infierno fuera una creación del hombre, se parecería mucho a esta imagen que tenemos debajo —dijo Golophin, sobrecogido por el espectáculo.

—Desde luego, Dios no tiene nada que ver con esto —dijo Mercado.

Se acercó un asistente con un pergamino arrugado. Mercado lo leyó, murmurando las palabras entre dientes.

—Los hombres de Freiss han intentado una salida. El fuego ha alcanzado los muros del Arsenal. Freiss ha muerto, y casi todos sus traidores con él.

—¿El Arsenal? —preguntó Golophin—. ¿Y lo que había almacenado dentro? Dios mío, general… ¡la pólvora y las municiones!

—Hemos conseguido retirar una cuarta parte, pero no podemos acceder al resto.

Primero Freiss y luego los fuegos nos han cortado el paso.

—¿Y si el fuego hace estallar los almacenes de pólvora?

—Los almacenes principales están a treinta pies bajo tierra en sótanos de piedra. Tienen tuberías que dan al agua. Si sucede lo peor, puedo ordenar que abran las tuberías e inunden los almacenes de pólvora. Destrozarían media ciudad si saltaran por los aires. No os preocupéis, Golophin; no permitiré que eso ocurra. Pero significaría destruir nuestras reservas de pólvora y municiones, quedándonos sólo con los almacenes navales de esta torre.

—Hacedlo —dijo Golophin amargamente—. Abrusio ya ha resultado demasiado dañada.

Hemos de preservar algo para que Abeleyn pueda reclamarlo.

—De acuerdo. —Mercado llamó a un asistente y empezó a dictar las órdenes necesarias—. Rovero ha llevado una escuadra a la ensenada de Pendero —continuó el general cuando el asistente se hubo marchado—. Dos galeones, algunas carabelas y un trío de
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con tres mil infantes de marina y arcabuceros de la guarnición. Tratará de convencer al rey de que un asalto por tierra sobre las murallas de la ciudad será más efectivo que intentar tomar el Gran Puerto. Si podemos romper la cadena esta noche, en un par de días estaremos asaltando por tierra y mar, y otra escuadra podrá apoyar a la fuerza de tierra si atacan las murallas cerca de la costa. Ésta es la mejor apuesta de Abeleyn, en mi opinión. Nos tienen aquí atrapados, gracias al fuego y a los cañones con que pueden dispararnos desde la colina de Abrusio. Además, son pocos, y les resultará difícil repeler dos ataques al mismo tiempo.

—Lo que os parezca mejor —dijo Golophin—. No soy general ni almirante. Mantendré informado a Abeleyn, sin embargo.

—¿Ese pájaro vuestro podría llevar algo, Golophin?

—Algo ligero, tal vez. ¿Qué es?

Mercado extrajo de su jubón un pergamino lleno de sellos. El emblema de Astarac (la proa de una galera) era claramente visible, fundido sobre la cera escarlata que lo mantenía cerrado.

—Esto ha llegado hoy por correo especial procedente de Cartigella. Lleva el sello personal del rey Mark, y por tanto sólo puede ser abierto por otro monarca. Creo que puede ser urgente.

Golophin tomó el pergamino. Ardía en deseos de abrirlo.

—Esperemos que sean buenas noticias.

—Lo dudo. Hace días que corren rumores de un intento de golpe de estado en Cartigella, y de combates en las propias calles de la ciudad.

—El mundo se ha vuelto loco —dijo Golophin en voz baja, guardándose el pergamino en un bolsillo de su holgada túnica.

—El mundo que conocíamos ya no existe —dijo bruscamente Mercado—. Ya no podemos hacer que regrese. Si hemos de construir uno nuevo, tendrá que ser sobre la sangre y la pólvora. Y la fe.

—No —espetó Golophin—. La fe no puede tener nada que ver con él. Si creamos algo nuevo, que esté construido sobre la razón. Y mantengamos a los clérigos y pontífices lejos de él.

Se han entrometido durante mucho tiempo: eso es lo que ha provocado esta guerra.

—Un hombre tiene que creer en algo, Golophin.

—¡Entonces, que crea en sí mismo y no mezcle a Dios en ello!

En aquel invierno de guerra y matanzas, quedaban aún unos pocos reinos adonde no había llegado el caos que estaba arrasando Normannia. En Alstadt, capital de la poderosa Almark, junto a las gélidas costas del mar Hárdico, el comercio y los negocios de la ciudad continuaban como de costumbre, con una diferencia: las banderas del palacio real ondeaban a media asta, y el tráfico rodado no podía acceder a las calles que rodeaban el palacio. Alstadt era una ciudad grande y desorganizada, la más joven de las capitales ramusianas. No tenía murallas, a excepción de la ciudadela que contenía los arsenales y el propio palacio. Almark era un reino grande, una tierra de estepas abiertas y colinas suaves que se extendía desde el golfo de Tulm en el oeste al río Saeroth, que marcaba la frontera con Finnmark en el este. Y por el sur, el reino llegaba hasta las nevadas colinas de Naria y el mar de Tor, en cuyas costas se erguía la ciudad monasterio de Charibon. Por tal razón, Almark tenía una pequeña guarnición en Charibon como complemento de los Caballeros Militantes allí estacionados. Almark era una firme aliada de la Iglesia, representada por Charibon y sus habitantes, y su rey enfermo, Haukir VII, siempre había sido un fiel hijo de aquella Iglesia.

Pero Haukir se encontraba en su lecho de muerte, y no tenía heredero para sucederle, sólo un puñado de sobrinos disolutos en los que la gente de Almark no hubiera confiado ni el gobierno de una panadería, por no hablar del reino más poderoso al norte de las Malvennor y las Címbricas. De modo que las banderas ondeaban a media asta, y las calles en torno al palacio estaban silenciosas, a excepción de los gritos de las gaviotas carroñeras que penetraban en tierra desde el gris Hárdico. Y el rey moribundo yacía exhalando su último aliento, rodeado por sus consejeros y el prelado inceptino del reino, Marat, que supervisaría su partida del mundo y le cerraría los ojos en cuanto hubiera huido su espíritu.

La habitación del rey estaba oscura y sofocante, llena de hedor a cuerpo viejo. El rey yacía en el centro de la cama con dosel como un desecho arrojado sobre una playa blanca; un viaje terminado y otro a punto de empezar. El prelado, de quien algunos decían que era su hermano natural por parte de padre, limpió la saliva que descendía por un costado de la boca de Haukir hasta su barba blanca. Algunos decían que había sido la fiebre, contraída durante el viaje de regreso desde el Cónclave de Reyes en Vol Ephrir. Otros susurraban que la enfermedad había sido provocada por la ira del rey ante la herejía de los demás monarcas. Fuera cual fuera la causa, el rey permanecía inmóvil en aquel desierto de lino, y su respiración era el silbido de un estertor en su garganta.

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