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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Los reyes heréticos (34 page)

Llevaba en su seno al hijo de Abeleyn… o eso creían todos. Si el intento de Abeleyn de recuperar su trono fracasaba, la vida de Jemilla no valdría nada. Los nuevos gobernantes de Hebrion no permitirían la existencia de un heredero bastardo del antiguo rey. Junto con el hijo de Abeleyn, albergaba en su interior su propia sentencia de muerte.

Si Abeleyn fracasaba.

¡Se negaba a hablar con ella! ¿Acaso creía que era una cortesana estúpida incapaz de pensar en nada más allá del dormitorio? Había intentado sonsacarle información, pero él había permanecido cerrado como una ostra.

El maltrecho halcón que siempre estaba yendo y viniendo era el familiar del mago, Golophin. Todo el mundo lo sabía. Mantenía al rey informado de los acontecimientos en su capital. Pero, ¿cuáles eran esos acontecimientos? Abeleyn era como un chiquillo en muchas cosas (en el sexo más que en ninguna, quizá), pero tenía la capacidad de mirarla en silencio, como si estuviera esperando una explicación por alguna ofensa. Entonces aparecía el hombre, el rey, y Jemilla le temía en aquellos momentos, aunque usaba toda su capacidad de disimulo para ocultarlo. No se atrevía a presionarlo más, y aquello la mortificaba increíblemente. Tenía tan poca información sobre sus intenciones como el último soldado de su guardia.

Sus pensamientos se desviaron de su curso. La ventisca rugía al otro lado de las frágiles paredes de la tienda, y se encontró pensando en Richard Hawkwood, el navegante que había sido su amante y que había zarpado tanto tiempo atrás. ¿Dónde se encontraría en aquel momento? ¿En el mar, o debajo de él? ¿Pensaría en ella mientras recorría su alcázar, o se estaría enfrentando a los peligros que le aguardaban en las regiones desconocidas adonde le habían llevado sus barcos?

El hijo de Hawkwood, aquella presencia diminuta en su vientre, su hijo. A él le hubiera encantado: un hijo que perpetuaría su nombre, algo que aquella zorra quejumbrosa que tenía por esposa nunca le había dado. Pero Jemilla tenía otros planes para su vástago. No sería el hijo de un capitán de barco, sino el heredero de un trono. Algún día, Jemilla sería la madre de un rey.

Si Abeleyn no fracasaba. Si su compromiso con la princesa de Astarae podía ser frustrado de algún modo. Si…

Jemilla siguió conspirando para sí, construyendo un mundo de intrigas interconectadas en su mente, mientras la ventisca rugía y los pasos de las Hebros se llenaban de nieve.

Durante dos días, Abeleyn y su séquito permanecieron refugiados bajo las lonas, esperando a que amainara la ventisca. Finalmente, el viento cesó y la nieve dejó de caer. Los hombres salieron de sus refugios medio enterrados para encontrarse con un mundo transformado, blanco y cegador, con bancos de nieve donde las mulas podían desaparecer, y picos montañosos y cegadores cubiertos de polvo blanco contra un brillante cielo azul cobalto.

Reanudaron la marcha. Los más fuertes iban delante para abrir camino a los demás esquivando los bancos de nieve.

Viajaron de aquel modo durante dos días más. El tiempo se mantuvo claro aunque muy frío. Cuatro de las mulas murieron de pie durante las gélidas noches estrelladas, y un centinela fue descubierto rígido y cubierto de hielo en su puesto una mañana, con el arcabuz pegado a su mano gris y sus ojos convertidos en dos ventanas muertas al vacío. Pero finalmente pareció que las montañas empezaban a retroceder a ambos lados. El paso se abrió, y el suelo comenzó a descender bajo sus pies. Habían cruzado la espina dorsal de Hebrion, y pronto encontrarían zonas habitadas, fincas de nobles y tierras cultivadas, con sus olivos y viñedos, sus huertos y pastos. Por lo menos, ésa era la esperanza de Abeleyn.

En su última noche en las montañas acamparon y empezaron a cocinar las tiras de carne cortadas de las carcasas de las mulas muertas. Aún había nieve en el suelo, pero era como una alfombra delgada y raída bajo la que asomaban unas matas de hierba parda y resistente que sirvió de pasto a las mulas supervivientes. Abeleyn trepó a un montículo cercano para contemplar el campamento, más propio de una banda de refugiados que del séquito de un rey.

Se quedó sentado bajo el gélido viento para contemplar a la luz del crepúsculo su reino, duro y rodeado por el mar, con las luces de las granjas encendiéndose por debajo de él e iluminando la fatigada tierra.

Hubo un crujido de alas; el pájaro de Golophin aterrizó junto a él y empezó a acicalarse, tratando de poner cierto orden en sus maltrechas plumas. De haber sido una criatura natural, no hubiera podido volar en el estado en que se encontraba, pero el dweomer de su amo le permitía seguir respirando y volando para cumplir sus órdenes.

—¿Qué noticias hay, amigo mío? —le preguntó Abeleyn.

—Muchas, señor. Sastro di Carrera ha llegado a una especie de acuerdo con el presbítero Quirion. Se rumorea que será nombrado rey de Hebrion.

Abeleyn emitió un silbido bajo. Con su gastada ropa de viaje, se parecía a un joven pastor en busca de su rebaño de cabras errantes por las pedregosas laderas de la montaña… pero había demasiadas preocupaciones marcadas en la oscuridad que rodeaba sus ojos, y una dureza creciente en las arrugas que descendían a ambos lados de su nariz hasta las comisuras de sus labios. Parecía que se hubiera acostumbrado a tener el ceño fruncido.

—Rovero y Mercado. ¿Qué están haciendo?

—Aislaron con barricadas la parte occidental de la Ciudad Baja, como ordenasteis, y ha habido escaramuzas con los Militantes, pero ninguna batalla generalizada. Las tropas que Mercado considera poco fiables han sido separadas del resto, pero no pudimos arrestar a Freiss. Fue demasiado rápido para nosotros, y ahora está con sus tercios.

—No son gran cosa, de todos modos —gruñó Abeleyn.

—Pero han estado llegando más tropas a la ciudad, señor. Casi mil hombres, la mayoría con la librea de Carrera.

—Las tropas personales de Sastro. Me atrevería a decir que el despliegue de esas tropas ha sido el precio del trono. ¿Se sabe algo oficial sobre su coronación?

—No, muchacho. Es un rumor de la corte. Los Sequero están furiosos, por supuesto. El viejo Astolvo apenas puede mantener quietos a sus cachorros. La corona hubiera debido ser suya, porque es el siguiente en línea después de los Hibrusidas, pero no la quiso. Se dice que el oro de Sastro llueve sobre la ciudad como el arroz en una boda.

—Se arruinará para conseguir el trono. Pero, ¿qué le importa eso, cuando podrá controlar el tesoro después? ¿Alguna noticia de mis tierras?

—Están en calma. Vuestros hombres no se atreven a hacer nada de momento. Los Militantes y los soldados de las otras grandes casas los están vigilando de cerca. La más mínima excusa, y serán aniquilados.

Abeleyn tenía un par de tías ancianas y un tío abuelo casi senil. La casa de los Hibrusidas había venido a menos últimamente. Aquellas reliquias del pasado habían renunciado a las intrigas, y preferían estar lejos de la corte y vivir sus vidas vacías en la tranquilidad de las inmensas posesiones reales al norte de Abrusio.

—Los dejaremos fuera de esto, entonces. Podemos hacerlo con lo que tenemos, de todas formas. Regresa a la ciudad, Golophin. Di a Rivero y Mercado que estaré cerca de Abrusio dentro de cuatro días, con la ayuda de Dios. Quiero que tengan un barco esperando a diez millas de la costa, frente a las Radas Exteriores. Hay un fondeadero allí: la ensenada de Pendero. Embarcaré allí, y entraremos en Abrusio con todos los honores, abiertamente. Eso dará a la población algo en qué pensar.

—No tendréis problemas con la gente común, Abeleyn —dijo el halcón de Golophin—.

Serán sólo los nobles quienes querrán vuestra cabeza en una pica.

—Tanto mejor —dijo el joven rey, muy serio—. Ahora vete, Golophin. Quiero que todo esté preparado lo antes posible.

El ave remontó el vuelo al instante, saltando en el aire, dejando caer algunas plumas de sus alas al agitarlas frenéticamente.

—Adiós, mi rey —dijo la voz de Golophin—. Cuando volvamos a vernos, será en el puerto de vuestra capital.

Y el pájaro echó a volar sobre las colinas, perdiéndose en el cielo nocturno y estrellado.

La compañía se preparó para la noche, agradecida por el hecho de que lo peor del invierno hubiera quedado atrás con las montañas. Abeleyn se envolvió en un impermeable de marinero y cabeceó junto a una de las hogueras de los soldados. No sentía deseos de compartir su tienda con Jemilla aquella noche. De algún modo, le parecía más saludable dormir bajo las estrellas, mientras el fuego producía sombras naranjas en el interior de sus fatigados párpados.

No durmió durante mucho tiempo, sin embargo. A juzgar por la posición de la Guadaña, era después de medianoche cuando el sargento Orsini lo despertó suavemente.

—Perdonad, señor, pero hay algo que creo que deberíais ver.

Frunciendo el ceño y parpadeando, Abeleyn se dejó guiar fuera del campamento hasta la elevación donde se había sentado anteriormente. Orsini, un soldado muy competente, había instalado allí un centinela porque el lugar ofrecía una buena vista sobre los alrededores. El centinela también se encontraba allí. Les saludó rápidamente y se sopló las manos heladas.

—¿Y bien? —preguntó Abeleyn, algo malhumorado.

Orsini señaló al horizonte del suroeste.

—Allí, señor. ¿Qué os parece?

El mundo estaba oscuro, durmiendo bajo la eterna bóveda de estrellas. Pero había algo que relucía en su extremo. Podría haber sido una puesta de sol en la hora equivocada; el cielo estaba rojo, y las nubes se habían teñido de luz escarlata. Un resplandor que iluminaba en silencio una cuarta parte del horizonte.

—¿Qué creéis que es, señor? —preguntó Orsini.

Abeleyn observó los lejanos destellos durante un momento. Finalmente, se frotó los ojos y se oprimió la nariz como si tratara de librarse de un mal sueño.

—Abrusio está ardiendo —dijo.

Al otro lado de Normannia, por encima de las dos grandes cordilleras de Malvennor y Címbricas, hasta la costa del mar Kardio y la ciudad de Torunn, capital del reino de Lofantyr.

Allí ya había amanecido; el sol, que aún tardaría horas en iluminar las costas de Hebrion, se elevaba sobre los tejados de la ciudad, y las calles ya estaban atareadas con la vida matutina de los mercados. Carros y carretas obstruían los accesos donde los granjeros llegaban con sus productos para venderlos, y los rebaños de vacas y ovejas eran conducidos a los establos del oeste, fuera de las murallas de la ciudad. Y más allá de las murallas, hacia el norte, el humo y el hedor del enorme campamento de refugiados se extendía sobre la tierra como un sarpullido, mientras los soldados torunianos controlaban las puertas de aquel acceso, vetando en ocasiones la entrada a la ciudad. Los antaño prósperos ciudadanos de Aekir se habían entregado a la mendicidad y el bandolerismo durante las últimas semanas, y a los refugiados con peor aspecto se les prohibía la entrada al centro amurallado de Torunn. Había convoyes de carretas de la corona cargados de provisiones esperando para ser llevados a los campos y satisfacer las necesidades inmediatas de los desdichados, pero Torunna era un país en guerra y casi todo escaseaba.

La mañana había empezado mal para Corfe. Recorría los corredores de piedra del arsenal principal de Torunn, mientras el alférez Ebro se esforzaba por mantenerse a su altura.

Tras muchas reticencias, le habían asignado unos cuantos barracones para alojar a los hombres de su nueva dotación, donde dormían apretujados como manzanas en un barril. Ebro se había asegurado de que se les repartieran raciones y ropa de los almacenes de la ciudad, pero hasta el momento no habían recibido una sola espada, arcabuz ni pieza de armadura. Y, la noche anterior, una doncella le había entregado una nota de la reina madre.

He hecho lo que he podido, decía. El resto depende de vos.

De modo que estaba solo.

Había solicitado que se le asignaran más oficiales; él y Ebro no podían dirigir con eficacia a quinientos soldados. Y había enviado tres veces a Ebro a solicitar armaduras y armas para equipar a sus hombres, pero en vano. Lo peor de todo era el rumor que circulaba por la guarnición de que Lofantyr iba a enviar a veinte tercios del ejército regular con la misión de subyugar a los nobles rebeldes del sur; la tarea que había sido confiada a Corfe. Estaba claro que el rey no esperaba que el protegido de la reina madre consiguiera nada más que su propio descrédito.

Aporreó la puerta del despacho del intendente, de nuevo vestido con el maltrecho uniforme que había llevado en Aekir.

El departamento de intendencia del Tercer Ejército de Campo de Torunna estaba situado en una vasta hilera de almacenes, cerca de la orilla este de la ciudad. Los almacenes contenían de todo, desde botas a ruedas de carreta, desde cañones a cinturones. En ellos podía encontrarse todo lo necesario para equipar y sostener un ejército, pero se habían negado a entregar a los hombres de Corfe nada más que las ropas que llevaban puestas, y quería saber por qué.

El intendente general era el coronel Passifal, un veterano de barba blanca y corta y una pierna de madera en sustitución de la que había perdido luchando contra los merduk junto al río Ostio antes del nacimiento de Corfe. Su despacho era austero como la celda de un monje, y los papeles que cubrían su escritorio estaban pulcramente apilados. Órdenes de requisas, informes de inspecciones, inventarios. El ejército toruniano tenía una burocracia altamente organizada, copiada de sus antiguos señores, los fimbrios.

—¿Qué queréis? —ladró Passifal, sin levantar la vista del atareado extremo de su pluma.

—Solicité quinientos juegos de media armadura, quinientos arcabuces, quinientos sables y todos los accesorios necesarios hace días. Me gustaría saber por qué la solicitud no ha tenido respuesta —dijo Corfe.

Passifal levantó la mirada, y su pluma dejó de moverse.

—Ah. El coronel Corfe Cear-Inaf, supongo.

Corfe asintió brevemente.

—Bueno, no puedo hacer nada por vos, hijo. Tengo órdenes de entregar material exclusivamente a las tropas torunianas regulares (Martellus no deja de gritar desde el dique, pidiendo equipamiento, ya sabéis), y esa chusma que el rey os ha cedido tiene la consideración oficial de milicia auxiliar, lo que significa que el ejército toruniano no es el responsable de su equipamiento. Ya he forzado las cosas, dándoos uniformes y un lugar donde dormir. De modo que no me molestéis más.

Corfe se inclinó sobre el ancho escritorio, apoyando los nudillos en su extremo.

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