Los reyes heréticos (15 page)

Read Los reyes heréticos Online

Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Quirion emitió su áspera carcajada; el ladrido de un plebeyo, pensó Sastro con disgusto, aunque sin mostrar en su rostro ni el más leve indicio de sus sentimientos.

—¿La corona a cambio de vuestros hombres, milord? —dijo el presbítero.

Sastro enarcó sus cejas cuidadosamente recortadas.

—¿Por qué no? Nadie más os hará una oferta similar, os lo aseguro.

—¿Ni siquiera los Sequero?

—Astolvo no lo hará. Sabe que, en ese caso, su vida pendería de un hilo. Sus hijos están tratando de liberarse de su tiranía; no duraría ni un año. ¿Y cómo quedaría algo así ante el mundo? La monarquía de Hebrion, apoyada por la Iglesia, envuelta en intrigas y asesinatos, tal vez incluso en un parricidio, a los pocos meses de su instauración.

Quirion parecía pensativo.

—Una decisión de tanta importancia debe ser tomada por Himerius en Charibon. El pontífice tendrá la última palabra.

—El pontífice, que los santos lo protejan, seguirá sin duda las recomendaciones de su representante en la zona.

Quirion regresó a la mesa sobre la que descansaban unas cuantas botellas. Se sirvió un vaso de vino y lo bebió, haciendo una mueca. No solía beber, pero necesitaba algo de calor; la habitación estaba helada.

—Avisad a vuestro compañero, Freiss —dijo—. Decidle que prepare a sus hombres para la acción. Y empezad a reunir a vuestros hombres, lord Carrera. Debemos trazar un plan conjunto.

—¿Enviaréis entonces un mensajero a Charibon con vuestras recomendaciones? —preguntó Sastro.

—Lo enviaré. Y… aconsejaré a mis archivistas que estudien la genealogía de vuestra casa.

—Una decisión prudente, presbítero. Obviamente, sois un hombre sagaz.

—Tal vez. Ahora que el trato está cerrado, ¿podemos ocuparnos de los detalles más mundanos? Quiero listas de hombres y equipamiento.

El hombre no tenía estilo, pensó Sastro. Era incapaz de apreciar la solemnidad del momento. Pero no importaba. Se había asegurado la corona; aquello era lo más importante.

Había conseguido abrirse un camino hacia el poder. Aunque no había alcanzado el umbral, todavía no. Quedaba mucho por hacer.

—Lo tendré todo listo para que lo examinéis esta tarde —dijo suavemente—. Y enviaré correos a mis fincas y las de mis vasallos. Los hombres empezarán a reunirse de inmediato.

—Bien. Esto debe hacerse rápidamente. Si no podemos ocupar la Ciudad Baja antes de que llegue Abeleyn, necesitaremos varias campañas para conquistar Abrusio, con toda la destrucción que eso implica.

—Desde luego. No tengo ningún deseo de acabar reinando sobre un montón de cenizas.

Quirion miró fijamente a su aristocrático compañero.

—El nuevo rey gobernará de acuerdo con la Iglesia. No dudo de que el pontífice deseará mantener aquí una guarnición de Militantes, incluso después de que los rebeldes hayan sido aniquilados.

—Serán una ayuda inestimable, un valioso añadido a la autoridad real.

—Veo que nos entendemos —asintió Quirion—. Ahora, si me perdonáis, lord Carrera, debo prepararme para hablar con mis hermanos. Y tengo heridos que visitar.

—Desde luego. ¿Me daréis vuestra bendición antes de que me vaya, excelencia?

Sastro se puso en pie y se arrodilló ante el presbítero con la cabeza inclinada. El rostro de Quirion se contrajo en un espasmo. Pronunció las palabras de la bendición como si estuviera maldiciendo. El noble se levantó, trazó el signo del Santo con ostentación burlona y abandonó la estancia.

A más de quinientas leguas de distancia, la nieve cubría las montañas de Thuria. Los últimos pasos habían quedado bloqueados, y el sultanato de Ostrabar se encontraba incomunicado por el oeste y el sur a causa de la barrera de montañas, una simple estribación de las temibles Jarrar, más al este.

La torre había formado parte del castillo de un noble, uno de los centenares que habían adornado los ricos valles de Ostiber en su época ramusiana. Pero los tiempos habían cambiado.

Hacía sesenta años que los señores merduk gobernaban la rica región oriental. Su sultán era Aurungzeb el Dorado, el Conquistador de Aekir, y el pueblo de Ostrabar había llegado a aceptar el yugo merduk, como se le llamaba en el oeste. Los hombres araban sus campos como siempre habían hecho, y, en general, no les iba peor bajo los señores merduk que bajo los ramusianos.

Era cierto que sus hijos debían servir por un tiempo en los ejércitos del sultán, pero los más capacitados podían ascender hasta lo más alto. Un hombre con buenas dotes podía llegar muy arriba en el servicio del sultán, por muy plebeyo que fuera su nacimiento. Era una de las astutas formas con las que los merduk habían reconciliado al pueblo conquistado con su gobierno, y servía para insuflar sangre nueva en el ejército y la administración. Los abuelos de los hombres que habían luchado bajo los estandartes del profeta Ahrimuz en Aekir y el dique de Ormann habían peleado contra los mismos estandartes dos generaciones atrás. Para los campesinos, era una cuestión de pragmatismo. Estaban atados a su tierra, y cuando ésta cambiaba de propietarios, ellos cambiaban de señores con toda naturalidad.

La mayor parte del castillo estaba en ruinas, pero un ala seguía intacta, y su alta torre proporcionaba una buena vista sobre los valles.

En un día claro, incluso era posible ver Orkhan, la capital del sultán, con sus minaretes centelleando en la distancia. Pero el castillo estaba aislado. Construido a demasiada altura en las montañas de Thuria, había sido abandonado incluso antes de la llegada de los merduk; sus ocupantes acabaron siendo expulsados por la crudeza de los inviernos en las tierras altas.

En ocasiones, los habitantes del valle hablaban de la torre oscura que se erguía en solitario sobre las alturas invernales. Se rumoreaba que se veían luces extrañas parpadeando en las ventanas después de oscurecer, y circulaban historias de bestias inhumanas que rondaban los páramos en las noches de luna llena. Habían desaparecido ovejas y hasta un muchacho pastor. Pero nadie se atrevía a acercarse a la antigua ruina, que seguía contemplando los valles con malevolencia.

La bestia se apartó de la ventana y su mundo monocromático de nieve blanca, árboles negros y luces distantes. Recorrió la cámara circular de la torre y se hundió con un suspiro en un sillón acolchado frente al fuego. El viento incesante gemía entre las rendijas del tejado, y en la ventana sin cristales flotaban de vez en cuando confetis de nieve.

Era una bestia vestida con ropa de hombre, cuya cabeza parecía una combinación grotesca de rasgos humanos y de reptil. Su cuerpo era torpe y encorvado, y, en lugar de pies, poseía unas garras que arañaban las losas del suelo. Sólo las manos seguían siendo reconociblemente humanas, aunque poseían tres articulaciones, eran levemente escamosas y reflejaban la luz de la chimenea con un tono verdoso.

Otros objetos reflejaban también la luz de la chimenea. Alineados sobre las estanterías que reseguían las paredes, se veían grandes frascos de cristal llenos de líquido, en cuyas profundidades centelleaban los reflejos de las llamas. En algunos flotaban pequeños cadáveres grisáceos de recién nacidos, con los ojos cerrados como si siguieran soñando en el útero. En otros se veían los cuerpos enroscados de grandes serpientes, con los flancos aplastados contra el cristal. Y en tres grandes jarrones había unas formas oscuras y bípedas, contemplando la habitación con ojos que eran como pequeñas ascuas de color sangre. Se removían continuamente en el interior del líquido, como impacientes por su confinamiento.

En la habitación reinaba un olor desagradable, como de ropa abandonada bajo la lluvia.

Sobre una pequeña mesa frente a la chimenea había una bandeja de plata donde humeaban las cenizas moribundas de un pequeño fuego. Había pequeños huesos entre las cenizas, un cráneo del tamaño de un huevo y con colmillos.

La criatura del sillón se inclinó hacia delante y removió las cenizas con su largo dedo índice. Sus ojos centellearon. Con un gesto furioso, arrojó al fuego las cenizas y la bandeja.

Luego volvió a reclinarse en el sillón, siseando.

De un nicho cerca del techo descendió la forma alada de un homúnculo como una gárgola en miniatura. Se posó en el hombro de la bestia y le acarició la barbilla colgante.

—Tranquilo, Olov. No tiene importancia —dijo la bestia, acariciando a la inquieta criatura. Y luego gritó—: ¡Batak!

Se abrió una puerta en la parte trasera de la habitación y entró un hombre vestido con ropa de viaje, capa forrada de piel y botas altas. Era joven, con los ojos negros como el carbón y las orejas cargadas de aros de oro. Su rostro estaba pálido como el yeso, y sudaba pese a la estación.

—¿Maestro?

—He vuelto a fracasar, como puedes ver. Sólo he conseguido destruir otro homúnculo.

El joven se adelantó.

—Lo lamento.

—Sí, lo lamentas. Sírveme un poco de vino, ¿quieres, Batak?

El joven obedeció en silencio. Le temblaba la mano mientras secaba el líquido derramado con el borde de la manga, dirigiendo entre tanto miradas asustadas a la criatura del sillón.

La bestia tomó la copa y bebió, inclinando la cabeza como un pollo. El cristal del recipiente se resquebrajó entre sus dedos. La bestia lo estudió con cierta irritación fatigada, y lo arrojó contra el fuego.

—Todo el mundo es nuevo para mí —murmuró.

—¿Qué vais a hacer ahora, maestro? ¿Emprenderéis el viaje?

La bestia lo miró con sus ojos brillantes y amarillentos. El aire a su alrededor pareció vibrar durante un segundo, y el homúnculo salió disparado hacia las vigas con un chillido.

Cuando el aire volvió a aquietarse, había un hombre sentado en lugar de la bestia, un hombre delgado y de piel oscura con un rostro de rasgos finos como los de una mujer. Sólo los ojos recordaban al monstruo, amarillos y sorprendentes en la atractiva fisonomía.

—¿Te sientes así menos nervioso, Batak?

—Me alegro de volveros a ver la cara, maestro.

—Sólo puedo mantener esta forma durante unas horas cada vez, y los ojos se resisten a cualquier cambio. Tal vez porque son el espejo del alma, según dicen. —El hombre sonrió sin el menor rastro de humor—. Pero, en respuesta a tu pregunta, sí, emprenderé el viaje. Los agentes del sultán ya se encuentran en Alearas fletando barcos: barcos grandes y capaces de navegar por el océano, no como las galeras del Levangore. Me espera una escolta y un carruaje en el pueblo; el sultán quiere asegurarse de que voy adonde dije que iba.

—Al oeste. ¿Por qué?

El hombre se levantó y acercó la espalda al fuego, extendiendo las manos. Hubo un breve parpadeo, como un movimiento de sombras en torno a su silueta. Las ilusiones producto del dweomer siempre resultaban inestables bajo una luz intensa.

—Hay algo allí, en el oeste. Lo sé. En mis investigaciones he encontrado leyendas, mitos y rumores. Todos apuntan en la misma dirección: hay un continente en el oeste, y algo más.

Puede que alguien más. Además, en mi estado actual serviría de muy poco al sultán. Cuando Shahr Baraz (ojalá se pudra en un infierno ramusiano) destruyó el homúnculo que me servía de conducto, no sólo deformó mi cuerpo, sino que afectó al dweomer de mi interior. Todavía soy poderoso, sigo siendo Orkh el archimago, pero mis poderes no son lo que eran. No me gustaría que eso saliera a la luz, Batak.

—Por supuesto. Yo…

—Serás discreto. Lo sé. Eres un buen aprendiz. En pocos años habrás dominado la cuarta disciplina, y llegarás a mago. Te he dejado bastantes libros y materiales para que puedas continuar con tus estudios, aun sin mi ayuda.

—Es la corte, amo, el harén. Me inquietan. Ser el hechicero del sultán requiere algo más que dweomer.

Orkh sonrió, en aquella ocasión con algo de simpatía auténtica.

—Lo sé, pero eso es algo que también debes aprender. No te indispongas con el visir, Akran. Y trata bien a los eunucos del harén. Lo saben todo. Y nunca reveles al sultán los límites de tu poder, nunca digas que no puedes hacer algo. Miente, confúndelo, pero no reconozcas ninguna debilidad. Los hombres creen que los magos somos omnipotentes. Y queremos que siga siendo así.

—Sí, maestro. Os echaré de menos. Habéis sido un buen profesor.

—Y tú un buen alumno.

—¿Acaso esperáis curaros en el oeste? ¿Es eso? ¿O simplemente queréis apartaros de la vista de los hombres?

—Aurungzeb me preguntó lo mismo. No lo sé, Batak. Estoy cansado de ser un monstruo, de eso estoy seguro. Ni siquiera un leproso tiene que soportar el aislamiento y la soledad que yo he padecido. Olov ha sido mi único compañero; es la única criatura que me mira sin miedo ni asco.

—Maestro, yo…

—Está bien, Batak. No hay necesidad de fingir. En mis investigaciones, he descubierto que, durante los siglos pasados, varios barcos partieron hacia el oeste y no regresaron.

Llevaban pasajeros; hechiceros que huían de la persecución en los estados ramusianos. No creo que todos esos barcos se perdieran. Creo que todavía puede haber supervivientes, o descendientes de los supervivientes.

Batak abrió mucho los ojos.

—¿Y pensáis que podrán curaros?

—No lo sé. Pero estoy cansado de las intrigas de la corte. Quiero ver surgir un nuevo horizonte con cada amanecer. Y a Aurungzeb le conviene. Los ramusianos ya han enviado una flotilla al oeste; zarpó de Abrusio hace unos meses al mando de un capitán gabrionés llamado Richard Hawkwood. Ya deberían haber llegado. Los sultanatos merduk no pueden permitir que sus enemigos se apoderen de ese nuevo mundo. Coincido con Aurungzeb en eso.

—¿Sabéis que Shahr Baraz no ha muerto? Desapareció junto a su
paska
, Mughal. Se dice que partieron hacia el este, de regreso a las estepas.

—Lo sé. Tal vez nunca pueda vengarme. Dejará sus huesos viejos y piadosos en las Jafrar, o en las llanuras eternas de Kambaksk. No importa. Otras cosas me preocupan más en este momento.

Orkh se apartó del fuego y se dirigió a una mesa cercana, sobre la que descansaba un cofre con juntas de hierro. Levantó la tapa, estudió el interior, asintió y volvió la cabeza hacia su aprendiz.

—Aquí encontrarás los detalles de mi red de inteligencia. Nombres de agentes, claves, fechas de pagos… todo. Te corresponde a ti dirigirla, Batak. Tengo hombres en todos los reinos del oeste, la mayor parte arriesgando sus vidas cada día. Es una responsabilidad que no te cedo a la ligera. Nadie más debe ver nunca el contenido de este cofre. Quiero que lo asegures con tus hechizos más potentes, y que lo destruyas si existe la más mínima posibilidad de que caiga en otras manos que no sean las tuyas… incluyendo las de Aurungzeb. ¿Comprendes?

Other books

Desert Surrender by Melinda Barron
Waging War by April White
In a Gilded Cage by Rhys Bowen
The Life of Charlotte Bronte by Elizabeth Gaskell
Operation: Tempt Me by Christina James