Las piras aún ardían en la colina. Sólo doscientas aquel día, pues los Militantes empezaban a quedarse sin víctimas. Todos los practicantes de dweomer de la ciudad y sus alrededores habían huido; aquéllos que habían sobrevivido. La mayor parte se estarían congelando en las cumbres nevadas de las Hebros. A otros, Golophin y sus amigos les habían conseguido pasajes en barcos con destino al extranjero. El Gremio de Taumaturgos había quedado diezmado a causa de las purgas; la mayoría de sus miembros eran demasiado prominentes, demasiado conocidos en la ciudad para haber tenido oportunidad de escapar.
Pero unos pocos, incluyendo a Golophin, habían sobrevivido, arrastrándose como alimañas por el vientre de Abrusio, haciendo lo posible por su gente.
Su rostro era una sombra borrosa bajo el sombrero de ala ancha. Sus rasgos habrían resultado extrañamente difíciles de recordar para cualquiera que le hubiera dirigido una mirada.
Un hechizo simple, pero difícil de mantener en el bullicio de la Ciudad Baja. Hablar habría destruido sus efectos, y, si alguien lo miraba con la atención suficiente, era posible que el hechizo quedara inutilizado. De modo que Golophin se movía rápidamente; una figura alta e increíblemente delgada, de movimientos económicos, cubierta con una larga capa invernal y con una bolsa sobre el hombro huesudo. Parecía un peregrino apresurándose hacia un santuario.
La Ciudad Baja seguía siendo prácticamente impenetrable para los Caballeros Militantes; el pueblo se sentía fuerte en su desafío gracias a la resistencia del general Mercado y el almirante Rovero. Pero ya corrían rumores de que un mensajero había llevado la noticia de la excomunión del rey al recién instaurado Consejo Teocrático, que técnicamente gobernaba Abrusio. Se decía que Abeleyn había sido declarado hereje, y que su derecho al trono había quedado anulado. El general y el almirante tendrían que reconocer pronto el gobierno del Consejo o arriesgarse a correr la misma suerte. Y después de aquello, las piras tendrían alimento durante años mientras los Militantes recorrían la Ciudad Baja, purgándola de quienes los habían desafiado.
La torre del Almirante se erguía sobre los tejados como un megalito siniestro. Albergaba el cuartel general de la armada de Hebrion, las oficinas administrativas de los astilleros del estado y los salones de la nobleza naval. Golophin conocía bien el lugar, una fortaleza anticuada y laberíntica que se asomaba sobre las aguas de la Rada Interior. Los mástiles de la flota se elevaban como un bosque junto a los muelles al pie de la torre, y sus antiguos muros estaban emblanquecidos por el guano de cien generaciones de aves marinas.
Había mucho movimiento. Los barcos de la flota requerían atención constante, y los oficiales mantenían a las tripulaciones siempre atareadas. Entre ocho y diez mil marineros en total, voluntarios hasta el último hombre. Sin embargo, menos de la mitad de sus barcos se encontraban en el puerto en aquel momento.
Los barcos de la flota hebrionésa se ocupaban constantemente de proteger las rutas marinas que constituían la sangre vital de Abrusio, incluso en invierno. Había escuadras en el estrecho de Malacar, en las Hebrionesas e incluso en el lejano golfo de Tulm. Mantenían las rutas comerciales libres de corsarios y saqueadores norteños, y con frecuencia exigían a cambio cierto peaje a los barcos mercantes.
Los centinelas a las puertas de la torre del Almirante no se fijaron en el hombre vestido con una túnica parda y un sombrero de ala ancha. Por un momento, el vuelo de una gaviota les pareció fascinante, y, cuando al fin parpadearon y se miraron con cierto desconcierto, el hombre ya había pasado junto a ellos, avanzando sin problemas por los oscuros pasadizos de la antigua fortaleza.
—De modo que habéis venido —dijo el almirante Jaime Rovero—. No estaba seguro de que lo hicierais, especialmente a la luz del día, pero supongo que un hombre como vos tiene sus métodos.
Golophin se quitó el sombrero y se frotó el cráneo, completamente calvo, que relucía de sudor pese al frío intenso del día.
—He venido, almirante, tal como os prometí. ¿Ha llegado ya Mercado?
—Nos espera dentro. No está contento, Golophin, y yo tampoco. —El almirante Rovero era un hombre robusto y barbudo, cuyo rostro revelaba largos años de exposición a los elementos. Sus ojos parecían siempre entrecerrados a causa de un viento molesto, y, cuando hablaba, sólo abría una esquina de la boca, mientras los labios permanecían obstinadamente cerrados al otro lado. Era como si estuviera haciendo un comentario sardónico a algún oyente invisible situado a su lado. La voz que brotaba de su boca torcida era tan grave que parecía capaz de hacer vibrar los cristales.
—¿Y quién está contento en estos tiempos, Jaime? Vamos, entremos.
Abandonaron la pequeña antesala y cruzaron el par de puertas dobles que conducían a los apartamentos oficiales del almirante de la flota. El breve día estaba ya acercándose al crepúsculo invernal, gris y melancólico como un mar del norte, pero había un fuego encendido en la gran chimenea que ocupaba una pared. Las llamas hacían que la luz al otro lado del balcón pareciera azul, y dejaban en penumbra el otro extremo de la larga habitación.
Clavados en el muro de piedra y cerca del techo, sobresalían los arietes de catorce galeras de guerra, como los trofeos de un cazador; eran un testimonio de los años de rivalidad naval con Astarac. Las paredes estaban llenas de cimitarras curvas de corsarios y merduk marinos, entrecruzadas en dibujos de acero reluciente, y, debajo de ellas, había maquetas de barcos enormemente detalladas sobre pedestales de piedra. En las paredes también podían verse mapas de pergamino de la costa hebrionésa, el estrecho de Malacar y el Levangore, colgados como tapices pálidos entre las armas. La habitación era una lección de historia naval hebrionésa.
Había otro hombre dando la espalda al fuego, de modo que las llamas arrojaban su sombra sobre el suelo como una capa. El hombre volvió la cabeza cuando entraron el almirante Rovero y el anciano mago, y Golophin distinguió el familiar destello de plata en el destrozado rostro.
—Me alegro de volver a veros, general —dijo.
El general Mercado se inclinó. Su rostro era una obra de arte, creada por el propio Golophin. Durante su época de coronel en la guardia de Bleyn el Piadoso, Mercado había recibido una herida de cimitarra en la cara. La hoja le había arrancado la nariz, el pómulo y parte de la sien. Golophin había estado cerca para salvarle la visión y la vida, y había cubierto la herida con una máscara de plata. Una mitad del rostro de Mercado era la fisonomía barbuda de un soldado veterano; la otra, una fachada inhumana de metal reluciente en la que asomaba un ojo inyectado en sangre, sin párpado y sin lágrimas, sostenido sólo por la magia, un hechizo permanente que había costado a Golophin el poco cabello que le quedaba en la cabeza. De aquello hacía veinte años.
—Sentaos, Golophin —dijo el general. La mitad metálica de su rostro hacía que su voz resonara de modo curioso, como si estuviera hablando desde el interior de una taza de estaño.
—Supongo que habéis oído los rumores —dijo el anciano mago, sentándose cómodamente cerca del fuego, y buscando la petaca en el interior de su túnica.
—Ya no son rumores. La bula papal de excomunión llegó hace dos días. Rovero y yo hemos sido convocados al palacio mañana para verla y reconsiderar nuestras posiciones.
—De modo que entraréis en el palacio como si tal cosa.
La parte humana del rostro de Mercado se curvó hacia arriba en una sonrisa.
—Como si tal cosa… no. Tengo intención de llevarme una guardia de honor de doscientos arcabuceros, y Rovero tendrá a cien infantes de marina. Será un encuentro público, sin posibilidad de una daga por la espalda.
Golophin llenó la cazoleta de su pipa con hoja de tabaco.
—No me corresponde a mí daros lecciones de seguridad —admitió—. ¿Qué haréis si quedáis convencidos de que la bula es genuina?
Mercado hizo una pausa. Él y Rovero se miraron.
—Primero decidnos lo que sepáis sobre el asunto.
—¿De modo que no estáis decididos?
—¡Maldita sea, Golophin, dejaos de juegos! —estalló el almirante Rovero—. ¿Qué hay de Abeleyn? ¿Dónde está y cómo se encuentra?
El anciano mago encendió la pipa con un alegrador tomado de la chimenea. Chupó en silencio durante unos segundos, llenando la habitación de aromas de Calmar y Ridawan.
—Abeleyn acaba de librar una batalla —dijo al fin, tranquilamente.
—¿Qué? —gritó Mercado, horrorizado—. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Con quién?
—Dos escuadras de corsarios les tendieron una emboscada cuando navegaban hacia el sur por el golfo de Fimbria. Abeleyn los derrotó, pero perdió a tres cuartas partes de sus hombres y dos de sus barcos. Tuvo que abandonar el barco que le quedaba en la costa de Imerdon. Su intención es hacer por tierra el resto del trayecto hasta Hebrion.
Rovero empezó a frotar un puño contra la palma de su mano, paseando sin cesar arriba y abajo y escupiendo palabras por la esquina de la boca, como reacio a dejarlas ir.
—¡Corsarios tan al norte! ¡En el golfo! Dos escuadras, decís. Eso sí que es una casualidad, una sincronía del destino. Alguien trató de apresar al rey, eso está claro. Pero ¿quién? ¿quién los contrató?
—Pero, almirante —dijo Golophin con suave sorpresa—, casi parece que os importa el destino de nuestro ex rey herético.
Rovero se detuvo en su paseo y miró furioso a Golophin.
—¿Así que los derrotó? Entonces al menos no ha olvidado todo lo que le enseñé. ¡Ex rey, un cuerno! De modo que esos malditos bastardos piratas y paganos se atreven a asaltar la persona del rey…
—Hundió tres barcos —continuó Golophin—. Eran galeazas, modelos antiguos sin cañones en los costados, sólo los de persecución.
—¿Qué armamento llevaban los barcos del rey? —quiso saber Rovero, con el rostro animado por el interés profesional.
—Culebrinas y sacres. Pero eso sólo en el galeón. Los dos
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no tenían más que falconetes. Los corsarios hundieron uno y quemaron el otro hasta la línea de flotación.
—¿Y la guardia de Abeleyn? —dijo bruscamente Mercado.
—Murieron casi todos. La mayoría estaba en los
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. Se defendieron bien, sin embargo.
A Abeleyn apenas le queda un centenar de hombres.
—Eran hombres buenos —murmuró Mercado—. Los mejores de la guarnición de Abrusio.
—¿Cuándo desembarcó? ¿Cuánto tardará en llegar aquí? —preguntó el almirante Rovero, con los ojos entrecerrados como el filo de una espada.
—Por desgracia, no lo sé con seguridad, y tampoco lo sabía el rey cuando… cuando me comuniqué con él por última vez. Está en los pantanos de la costa, cerca de la frontera con Imerdon, al suroeste de la desembocadura del río Habrir. Es todo lo que sé.
El almirante y el general permanecieron en silencio, con emociones contradictorias visibles en los rostros.
—¿Abeleyn sigue siendo vuestro rey, caballeros? —preguntó Golophin—. Os necesita como nunca os había necesitado hasta ahora.
Rovero hizo una mueca como si hubiera mordido un limón.
—Que Dios me perdone si me equivoco, pero soy un hombre del rey, Golophin. El muchacho es un luchador, siempre lo ha sido. Es un digno sucesor de su padre, digan lo que digan los Cuervos.
Sólo alguien que hubiera estado observando a Golophin con particular atención habría podido apreciar la diminuta exhalación de aire que escapó de sus labios, el imperceptible movimiento de alivio que relajó sus tensos hombros.
—General —dijo rápidamente a Mercado—. Parece que el almirante Rovero todavía tiene un rey. ¿Qué decís vos al respecto?
Mercado apartó la mirada de Golophin, de modo que el mago sólo podía verle el inexpresivo lado metálico.
—Abeleyn también es mi rey, Golophin, Dios lo sabe. Pero, ¿puede gobernar un rey si su alma está condenada? ¿Quién puede contradecir la palabra del pontífice, del sucesor de Ramusio? Tal vez los inceptinos tienen razón. La guerra con los merduk es un castigo de Dios.
Todos tendremos que hacer penitencia antes de que el mundo vuelva a ser como antes.
—Están quemando inocentes, Albio —dijo Golophin, usando el nombre de pila del general—. Un hereje se sienta en el trono del pontífice mientras su verdadero ocupante se encuentra en el este. Macrobius vive, y está ayudando a los torunianos en sus batallas por defender la frontera. Les ayudó a salvar el dique de Ormann cuando todo el mundo lo consideraba irremediablemente perdido. La fe está con él. Es nuestro jefe espiritual, no ese usurpador de Charibon.
Mercado se volvió para mirar a Golophin a los ojos.
—¿Tan seguro estáis?
Golophin enarcó una ceja.
—Tengo mis métodos. ¿Cómo creéis que estoy al corriente de las aventuras de Abeleyn?
El fuego crepitaba y chisporroteaba. Un cañón empezó a disparar la salva nocturna en algún lugar de las fortificaciones. Estarían encendiendo los faros a lo largo de los puertos de la ciudad. A bordo de los barcos, las guardias se estarían relevando, y la mitad de los hombres empezarían a dirigirse abajo para cenar.
A lo lejos, y por debajo de los sonidos más cercanos, a Golophin le pareció que podía oír las campanas de la catedral llamando a vísperas en la colina de Abrusio, casi a dos millas de distancia. Sabía que si salía al exterior y miraba en aquella dirección, podría distinguir el resplandor moribundo de las piras, apagándose al fin. Los restos menguantes de otro día de genocidio. Ahogó la amarga furia que siempre le asaltaba al pensar en aquello.
—Hemos de ganar tiempo —dijo Mercado al fin—. Rovero y yo no debemos ver la bula.
Tenemos que contenerlos durante tanto tiempo como podamos, y conseguir que Abeleyn entre en la ciudad a salvo. Cuando el rey haya vuelto a Abrusio, la tarea será más simple.
Golophin se levantó y estrechó la mano del general.
—Gracias, Albio. Habéis hecho lo correcto. Con vuestro apoyo y el de Rovero, Abeleyn podrá recuperar Abrusio fácilmente.
Mercado no parecía compartir la satisfacción de Golophin.
—Hay otra cosa —dijo. Parecía inquieto, casi avergonzado.
—¿Qué?
—No puedo estar seguro de todos mis hombres.
—¿A qué os referís? —preguntó Golophin, sorprendido.
—Me refiero a que mi asistente, el coronel Jochen Freiss, ha estado negociando en secreto con un miembro del consejo, Sastro di Carrera. Creo que ha sobornado a un buen número de hombres de la guarnición.