—¿No podéis relevarlo de su puesto? —quiso saber Golophin.
—Eso equivaldría a mostrar nuestras cartas demasiado pronto. Todavía tengo que sondear hasta dónde llega su lealtad, pero creo que algunos oficiales inferiores pueden haberse unido a la conspiración.
—Eso significará la guerra —dijo en tono tétrico el almirante Rovero. Su voz sonaba como el murmullo de las olas en una playa lejana.
—¿Cómo podréis sondear la lealtad de vuestros hombres? —preguntó ásperamente Golophin.
—Tengo mis métodos, igual que vos tenéis los vuestros, mago —replicó Mercado—.
Pero necesito tiempo. Por el momento, continuaremos aguantando la Ciudad Baja. Algunos de los gremios menos importantes están de nuestro lado, aunque el de los mercaderes está esperando a ver de dónde sopla el viento antes de comprometerse.
—Mercaderes —dijo Rovero, con todo el desprecio de la nobleza hacia los comerciantes.
—Necesitamos a esos mercaderes a nuestro lado —les dijo Golophin—. El consejo se ha apoderado del tesoro. Si hay que financiar una guerra, los mercaderes serán la mejor fuente de dinero. Abeleyn les hará todas las concesiones que deseen, dentro de lo razonable, a cambio de una cantidad regular de oro.
—Sin duda el consejo les habrá hecho la misma proposición —dijo Mercado.
—¡Entonces hemos de asegurarnos de que la que acepten sea la nuestra! —espetó Golophin. Contempló la cazoleta de su pipa, llena de cenizas—. Mis disculpas, caballeros. Estoy algo cansado.
—No importa —le aseguró Rovero—. Mis barcos pueden inclinar la balanza. Si sucede lo peor, puedo amenazarlos con un bloqueo naval de la ciudad. Eso aflojará rápidamente los cordones de sus bolsas.
Golophin asintió. Se guardó la pipa en un bolsillo, chamuscado a causa de aquel uso.
—Tengo que irme. He de visitar a algunas personas.
—Decid al rey, cuando volváis a hablar con él, que somos sus hombres… que siempre lo hemos sido, Golophin —dijo Mercado con tono vacilante.
—Lo haré, aunque siempre lo ha sabido —replicó el mago con una sonrisa.
La habitación era pequeña y circular. Su techo tenía forma de cúpula, y en la cúpula había un despliegue desconcertante de pequeñas vigas, demasiado delgadas para proporcionar ningún soporte arquitectónico. Corfe no podía adivinar su propósito, a menos que fuera la mera ornamentación. Estaban cubiertas de telarañas.
Grandes ventanas cubrían la mitad de la circunferencia de las paredes, algunas de cristal policromado, con predominio del escarlata toruniano, lo que daba un matiz sonrosado a la habitación pese al tono gris del día en el exterior. Dentro, el mobiliario era rico y confortable.
Divanes tapizados en terciopelo cuyas líneas se curvaban con las paredes. Cojines ricamente bordados. Una biblioteca en miniatura, con las estanterías desordenadas y llenas de pergaminos y papeles. Un diminuto escritorio con una pluma en un tintero. Una figura en bronce de una joven desnuda, con un exquisito rostro sonriente. Un bastidor de bordar con madejas de hilo amontonadas en torno a la base. La habitación de una mujer rica y cultivada.
Corfe no tenía ni idea de por qué estaba allí.
Un lacayo del palacio, lleno de encajes y hebillas, le había mostrado el camino poco después de recibir la llamada. En aquel momento, se encontraba a solas en la torre privada de la reina madre, completamente desconcertado.
Hubo un chasquido, y una parte de la pared se abrió para dejar paso a la reina madre Odelia. El muro se cerró tras ella, y la mujer permaneció mirando serenamente a Corfe de arriba abajo, con una leve sonrisa en la cara.
Corfe recordó sus modales y se inclinó a toda prisa; no tenía el rango suficiente para besarle la mano. Odelia inclinó graciosamente la cabeza en respuesta.
—Sentaos, coronel.
Tomó asiento en un taburete, absurdamente consciente del conreaste entre su aspecto y el de la dama. Todavía parecía que acabara de volver de un campo de batalla, aunque llevaba dos días en Torunn. No tenía dinero, ningún medio de mejorar su guardarropa, y nadie le había ofrecido consejo ni ayuda al respecto. Macrobius le había sido arrebatado por las necesidades de la política y el estado, y Corfe se había dado cuenta de hasta qué punto era insignificante.
Deseaba estar de regreso en el dique con sus hombres, haciendo el único trabajo para el que creía servir, pero no podía marcharse sin permiso del rey, y entrevistarse con el rey resultaba casi imposible. Por ello le había desconcertado la llamada de la reina madre; había creído que lo habían olvidado por completo.
Ella le observaba con paciencia, con un destello de lo que podría haber sido humor en aquellos maravillosos ojos verdes. Su cabello dorado estaba recogido con agujas de cornalina, formando una elegante columna sobre su cabeza y enfatizando las elegantes líneas de su cuello. Corfe había oído los rumores; la reina madre era una hechicera que conservaba su aspecto gracias al empleo de la taumaturgia, el sacrificio de recién nacidos y cosas por el estilo.
Era cierto que aparentaba mucha menos edad de la que tenía. Podía haber sido la hermana mayor de Lofantyr en lugar de su madre, pero Corfe podía verle las venas azules en el dorso de las manos, los nudillos levemente hinchados, las diminutas arrugas en torno a los ojos y en la frente. Era atractiva, pero las señales estaban allí.
—¿Me creéis una bruja, coronel? —le preguntó ella, sorprendiéndolo. Era casi como si hubiera leído sus pensamientos.
—No —dijo él—. Al menos, no como lo cuentan los rumores. No creo que matéis gallos negros a medianoche, ni tonterías similares… majestad. —No estaba seguro de cuál era el modo correcto de dirigirse a ella.
Algo negro corrió por una de las vigas sobre su cabeza, demasiado aprisa para poder verlo con detalle. «De modo que también hay ratas en los palacios», pensó.
—Lofantyr es «majestad» —dijo la reina madre—. Para vos, soy simplemente «milady», a no ser que prefiráis otro apelativo.
Parecía estar tratando de desconcertarlo deliberadamente. La idea lo irritó. No tenía tiempo para los juegos de la corte toruniana.
—¿Para qué me habéis llamado? —preguntó sin tapujos.
—Ah, la franqueza —dijo ella, inclinando la cabeza—. Me gusta. Os sorprendería lo escasa que resulta en Torunn. O tal vez no. Sois un simple soldado, ¿verdad, coronel? No os sentís cómodo entre las complicaciones de la corte. Preferiríais encontraros en el dique de Ormann, rodeado de sangre y cadáveres.
—Sí —dijo él—. Lo preferiría.
No podía añadir nada más. Nunca se le había dado bien disimular, e intuía que en aquella situación no le serviría de nada.
—¿Queréis algo de vino?
Corfe asintió, totalmente perdido.
Ella dio una palmada, y la puerta por la que había entrado Corfe se abrió. Apareció una esbelta muchacha con los ojos almendrados y los pómulos altos propios de los pueblos de la estepa, una esclava doméstica, llevando una bandeja. Les dejó en silencio una botella y dos vasos y salió tan silenciosamente como había entrado. La reina madre sirvió dos generosas raciones de líquido rubí.
—Roniano —dijo—. Poco conocido, pero tan bueno como el gaderiano si se cuida bien.
Nuestros condados del sur tienen buenos viñedos, pero no exportan demasiado.
Corfe tomó un sorbo de vino. Podía haber sido grasa de cañón por lo que notó el sabor.
—El general Pieter Martellus tiene muy buena opinión de vos, coronel. En sus despachos dice que hicisteis una excelente defensa del bastión oriental del dique de Ormann antes de su caída. También añade que parecéis funcionar mejor como comandante independiente.
—El general es demasiado amable —dijo Corfe. Hasta aquel momento, ignoraba que los despachos que había traído desde el dique incluyeran un informe sobre sí mismo.
—Y también sois el único oficial toruniano que sobrevivió a la caída de Aekir. Debéis de ser un hombre de suerte.
El rostro de Corfe se convirtió en una máscara rígida.
—No creo demasiado en la suerte, milady.
—Pero existe. Es ese elemento indefinible que, en la guerra o en la paz (pero especialmente en la guerra), distingue a un hombre de los demás.
—Si vos lo decís.
—Aekir os ha marcado, Corfe —sonrió ella—. Antes del asedio, erais alférez, un simple suboficial. En los meses transcurridos desde entonces habéis alcanzado el rango de coronel sólo gracias a vuestro mérito. La caída de Aekir puede haber sido la contrapartida de vuestro ascenso.
—Renunciaría a mi rango, y a mucho más que eso, a cambio de recuperar Aekir —dijo Corfe, algo acalorado. «Y de recuperar a Heria», gritó su alma.
—Por supuesto —dijo ella en tono tranquilizador—. Pero ahora estáis aquí en Torunn, sin amigos y sin dinero, un oficial sin mando. El mérito no siempre es suficiente en este mundo.
Os hace falta algo más.
—¿Qué?
—Un… protector, tal vez. Un patrono.
Corfe hizo una pausa, frunciendo el ceño.
Finalmente dijo:
—¿Es ése el motivo de mi presencia aquí? ¿He de convertirme en vuestro protegido, milady?
Ella tomó un sorbo de vino.
—La lealtad es más preciosa que el oro en la corte, porque si es verdadera no puede comprarse. Quiero a un hombre que no se pueda comprar con oro.
—¿Por qué? ¿Con qué propósito?
—Para mis propios fines, y los del estado. Ya sabéis que Lofantyr ha sido excomulgado por el pontífice rival, Himerius. Sus nobles saben que Macrobius está vivo; lo han visto con sus propios ojos. Pero algunos prefieren no creer lo que ven, porque les conviene más. Torunna hierve de rebeliones; los hombres importantes nunca necesitan demasiadas excusas para repudiar a su legítimo rey. Aunque sólo sea eso, Corfe, creo que Aekir y el dique de Ormann os han enseñado el valor de la lealtad, os guste o no. Ese tipo de lealtad, cuando va acompañada de verdadera capacidad, es algo muy poco común.
—Debe de haber hombres leales al rey en el reino —gruñó Corfe.
—Los hombres tienden a tener familias, y anteponen siempre esa lealtad. Si sirven bien a la corona, es porque desean progresar, no sólo por ellos sino por sus familias. Así se fundan las grandes casas de la nobleza. Es un intercambio necesario, pero peligroso.
—¿Qué queréis de mí, milady? —le preguntó Corfe, fatigado.
—He hablado con el pontífice de vos, Corfe. También os tiene en muy buen concepto.
Me ha dicho que os encontráis sin familia ni raíces, ahora que la Ciudad Santa ya no existe.
—Tal vez —dijo Corfe, inclinando la cabeza.
Ella se levantó de su asiento y se le acercó. Le rodeó la cara con las manos, rozándole apenas los pómulos con las puntas de los dedos. Él podía oler la lavanda en que se había guardado su vestido, y el perfume más sutil que emanaba de su piel. Sus ojos brillantes estaban clavados en los de Corfe.
—Hay dolor en vos, una herida que tal vez no llegue a cicatrizar nunca por completo —dijo ella en voz baja—. Y eso es lo que os empuja. Sois un hombre sin paz, Corfe, sin esperanza de paz. ¿Fue por Aekir?
—Mi esposa —dijo él, con la voz medio estrangulada en la garganta—. Murió.
Las puntas de los dedos le rozaron el rostro con la delicadeza de una abeja besando una flor. Sus ojos parecían enormes; orbes de vidrio verde con un núcleo negro intenso.
—Os ayudaré —dijo ella.
—¿Por qué?
Ella se inclinó. Su rostro casi parecía relucir. Su aliento le agitó el cabello.
—Porque no soy más que una mujer, y necesito un soldado que mate por mí. —Su voz era tan ronca como la más baja del laúd, oscura como la miel de brezo. Sus labios le rozaron la sien y el vello de su nuca se erizó como el pelaje de un gato atrapado en una tormenta.
Permanecieron de aquel modo durante un segundo eterno, respirando el aliento del otro.
Entonces ella se incorporó, soltándolo.
—Os conseguiré un mando —dijo, con repentina brusquedad—. Una columna móvil. La conduciréis adonde yo os ordene. Haréis lo que yo desee que hagáis. A cambio… —Vaciló, y su sonrisa la hizo parecer mucho más joven—. A cambio, yo os protegeré, y me ocuparé de que las intrigas de la corte no obstaculicen vuestros movimientos.
Corfe la miró desde su taburete. No era un hombre alto;, aunque hubiera estado de pie, los ojos de ambos se habrían encontrado al mismo nivel.
—Sigo sin comprender.
—Lo comprenderéis. Un día lo comprenderéis. Id a ver al chambelán. Decidle que necesitáis fondos; si pone alguna objeción, decidle que venga a verme. Procuraos un guardarropa más apropiado.
—¿Y qué hay del rey? —preguntó Corfe.
—El rey hará lo que se le ordene —espetó ella, y Corfe pudo ver claramente su férreo interior, su fuerza oculta—. Eso es todo, coronel. Podéis retiraros.
Corfe estaba perplejo. Cuando se incorporó, ella no se apartó de inmediato, con lo que sus cuerpos se rozaron. La reina madre retrocedió y dio media vuelta.
Corfe se inclinó ante su esbelta espalda, y abandonó la estancia sin más palabras.
Era un territorio monótono y azotado por el viento. Las llanuras pantanosas se extendían durante millas en todas direcciones, exceptuando la del mar. Los únicos sonidos eran el canto de las aves de las ciénagas y el siseo del viento entre los juncos. Al noroeste se elevaban las Hebros, con las laderas ya cubiertas de nieve.
Las barcazas estaban llevando a tierra lo que quedaba de las provisiones del barco. Los soldados habían encendido fuegos en las islas más firmes, y estaban atareados construyendo refugios para guarecerse del viento. Abeleyn estaba junto a uno de los fuegos, contemplando el castigado casco del galeón embarrancado. Dietl se encontraba a su lado, con los ojos enrojecidos por el dolor. Le habían cauterizado el muñón con alquitrán hirviente, pero la agonía de ver su barco en semejante estado parecía haberle afectado más que la pérdida de la mano.
—Cuando recupere mi reino, tendréis el mejor galeón de la flota estatal, capitán —le dijo suavemente Abeleyn.
—Nunca existirá un barco como éste —dijo Dietl, sacudiendo la cabeza—. Me ha roto el corazón, fiel hasta el final.
Habían arrojado los cañones por la borda cuando el barco empezó a llenarse de agua, luego las provisiones más pesadas, y finalmente las barricas de agua dulce. El galeón había embarrancado en un banco de arena, con el mar arremolinándose en torno a las escotillas, y allí se había quedado, inclinado hacia un lado mientras bajaba la marea. Era un banco estrecho, y, cuando el agua se retiró, el lomo del barco se partió entre chirridos y gemidos de agonía que parecieron casi propios de un ser consciente.