Las cocinas, sirvientes sobresaltados cargados con bandejas repletas. Un cortesano que trató de indicarle el camino y fue empujado a un lado. Y luego el aire fresco del atardecer, y el azul oscuro de un cielo crepuscular salpicado de estrellas. Corfe se encontró en una de las desconcertantes series de balcones largos que rodeaban las torres centrales del palacio. Podía oír el sonido de las cocinas detrás de él, y el rumor de la multitud. Debajo de él, toda Torunn se abría en una alfombra de luces hacia el norte. Al este, la oscuridad ininterrumpida del mar Kardio. En algún lugar muy al norte, el dique de Ormann con su extenuada guarnición, y, más allá, los campamentos de invierno del enemigo.
El mundo parecía enorme, frío y extraño a la luz de las estrellas. El único hogar que Corfe había conocido era una ruina ennegrecida perdida en aquella oscuridad. Desaparecido.
Curiosamente, pensó que sólo hubiera podido hablar de aquello con Macrobius. Él también conocía la vergüenza y el dolor de la pérdida.
—Buen Dios —susurró Corfe, y las lágrimas ardientes le quemaron la garganta y le abrasaron los ojos, aunque no les permitió caer—. Buen Dios, desearía haber muerto en Aekir.
La música volvió a sonar en el interior. Los tamboriles y flautas se habían unido a las mandolinas para crear una alegre marcha militar, que los soldados coreaban agitando los brazos.
Corfe apoyó la cabeza sobre el hierro frío de la barandilla del balcón, y trató de cerrar sus ojos ardientes a los recuerdos.
El primer disparo provocó que las aves marinas del golfo empezaran a girar en círculos inquietos en torno a los barcos, y levantó una columna de humo a menos de un cable de la amura de babor.
—Buen tiro —dijo de mala gana Dietl, el capitán del galeón—, pero les estamos presentando el costado; somos un blanco perfecto, y las galeazas de los corsarios sólo llevan cañones de persecución. Ningún cañón en el costado, a causa de los remos. No me extrañaría que se nos acercaran y nos abordaran muy pronto.
—¿No podemos huir, entonces? —preguntó Abeleyn. Era un navegante competente, como correspondía a un rey de Hebrion, pero aquél era el barco de Dietl y su capitán lo conocía como nadie más podría hacerlo.
—No, señor. Con esos remos suyos, es como si tuvieran la posición de barlovento respecto a nosotros. Pueden acercarse en cuanto quieran, incluso contra el viento si es necesario. Y por lo que respecta a esos
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de vuestros hombres, los alcanzaría hasta un manco en un bote de remos. No, están buscando pelea, y eso es lo que tendrán. —La anterior deferencia de Dietl para con el rey en el alcázar parecía haberse evaporado ante la proximidad de la batalla. Había pasado a hablarle como un profesional a otro.
A lo largo de la cubierta del galeón los cañones estaban preparados, y sus dotaciones aguardaban en torno a ellos, provistas de esponjas, estopa, rascadores y botafuegos, toda la parafernalia de la artillería, terrestre o naval. La reducida tripulación del galeón mercante que Abeleyn había alquilado en Candelaria estaba complementada con los soldados de su séquito, la mayor parte avezados en la artillería de un tipo u otro. La cubierta se había cubierto de arena para que los hombres no resbalaran en su propia sangre cuando empezara la batalla, y la mecha lenta ardía alegremente en el contenedor junto a cada cañón. Los jefes de pieza más responsables ya estaban inspeccionando el interior de los monstruos de metal, y estudiando las esbeltas siluetas de los barcos que se acercaban. Seis veloces galeazas de velas latinas, tan blancas y abiertas como las alas de una bandada de cisnes.
El galeón estaba fuertemente armado, y aquélla era una de las razones de que Abeleyn lo hubiera alquilado. En la cubierta principal había una docena de medias culebrinas, cañones de bronce delgados, de once pies de longitud y que disparaban proyectiles de nueve libras. En la popa había seis sacres, cañones de cinco libras y nueve pies de longitud, y, a lo largo del castillo de proa y en las plataformas, había unos cuantos falconetes, cañones versos de dos libras que se usarían en caso de un abordaje enemigo.
Los lentos
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, a una milla de distancia sobre el agitado mar, estaban peor armados, pero transportaban al grueso de los hombres de Abeleyn; más de doscientos cincuenta soldados hebrionéses bien entrenados a bordo de cada uno de ellos. El enemigo tendría que ser muy obstinado para abordarlos con alguna esperanza de éxito. Abeleyn sabía que una galeaza podía llevar una tripulación de trescientos hombres, pero no eran del mismo calibre que los suyos. Y además, sabía que él era la presa que perseguían los barcos enemigos. Los corsarios habían salido de caza por el golfo de Fimbria aquella hermosa mañana, estaba seguro. Hubiera dado cualquier cosa por saber quién les había contratado.
Otro disparo se hundió en el mar justo al lado del galeón, y luego otro más. A continuación un proyectil saltó sobre las olas como una piedra arrojada por un niño juguetón, y chocó contra el costado del barco entre una lluvia de astillas. El rostro de Dietl se volvió de color púrpura. Se giró hacia Abeleyn.
—Con vuestro permiso, señor, creo que es hora de calentar los cañones.
—Desde luego, capitán —contestó Abeleyn con una sonrisa.
Dietl se inclinó sobre la barandilla del alcázar.
—¡Fuego a discreción! —gritó.
Las culebrinas retrocedieron de un salto sobre las cureñas entre explosiones de humo y llamas. La cubierta principal casi desapareció bajo una torre de humo, dispersada por el viento del norte sobre el castillo de proa. Las dotaciones ya estaban recargando, sin esperar a ver la caída de los proyectiles. Algunos de los artilleros más experimentados se acercaron a la borda para calcular la dirección. Abeleyn miró al este. Las seis galeazas no parecían haber sido afectadas por la andanada. Mientras observaba, aparecieron pequeños globos de humo en las proas enemigas cuando los cañones de persecución volvieron a disparar. Un momento después llegaron las réplicas, y el gemido agudo de los proyectiles cortando el aire sobre sus cabezas. El rey vio aparecer agujeros en la vela mayor y en la gavia del trinquete. Unos cuantos trozos de aparejos cayeron sobre la cubierta.
—Nos tienen acorralados —dijo amargamente Dietl—. Esto va a ser muy duro, señor.
La respuesta de Abeleyn quedó ahogada por el rugido de la segunda andanada del galeón. El rey distinguió una tormenta de agua pulverizada sobre los barcos enemigos y el movimiento enloquecido de la lona cuando el mastelero de una galeaza cayó por la borda y chocó contra el casco. La tripulación del galeón lanzó un vítor áspero, pero no dejó de recargar ni un instante.
Desde la cofa del palo mayor el vigía gritó:
—¡Ah de la cubierta! Los barcos del norte están virando. ¡Van a por los
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!
Abeleyn corrió al coronamiento. Efectivamente, el grupo de barcos más lejano estaba virando en dirección al viento. Ya habían recogido las velas. Impulsados sólo con los remos, avanzaron en dirección oeste-noroeste, en rumbo de intercepción con los dos
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. Al mismo tiempo, las tres galeazas restantes parecieron adquirir mayor velocidad y sus remos empezaron a elevarse y descender a un ritmo increíble. Las tres proas apuntaban hacia el galeón.
Otra andanada. Las galeazas estaban a media milla de la amura de babor y se acercaban rápidamente. Abeleyn vio que un banco de remos saltaba en pedazos cuando algunos proyectiles del galeón dieron en el blanco. La galeaza dañada se situó ante el viento al instante. Se veían hombres afanándose como hormigas en las vergas latinas, tratando de halar las brazas.
De nuevo el gemido de los proyectiles, y algunos dieron en el blanco. El combate pareció intensificarse en cuestión de minutos. Las dotaciones del galeón trabajaban en los cañones como acólitos al servicio de dioses brutales. Del casco del gran navío brotaba andanada tras andanada, hasta que pareció que el ruido, las llamas y el humo acre eran intrínsecos a aquella extraña atmósfera, una tormenta siniestra con la que habían tropezado sin querer. La cubierta se estremecía y se inclinaba bajo los pies de Abeleyn mientras los cañones saltaban al retroceder, para ser recargados y preparados de nuevo. La regularidad de las andanadas se perdió cuando cada dotación encontró su propio ritmo, y la batalla se convirtió en una tempestad incesante de luz y tumulto mientras los barcos corsarios se situaban a tiro de arcabuz, y luego a tiro de pistola.
Pero entonces una serie de disparos enemigos dieron en el blanco en rápida sucesión.
Hubo golpes y gritos procedentes del combés del galeón, y en el caos humeante Abeleyn distinguió la silueta monstruosa de una culebrina volcada y arrancada del costado del barco. La pieza rebotó por la cubierta y todo el barco se estremeció. Hubo un chillido de madera castigada; una porción de la cubierta cedió y la bestia de metal desapareció de la vista, arrastrando consigo a varios hombres aterrados. La cubierta se había convertido en una ruina destrozada, llena de sangre y de fragmentos de madera y cáñamo. Pero las dotaciones de los cañones siguieron cargando y acercando las mechas a los oídos de las piezas. Un trueno continuo, horrísono, el resplandor de una luz infernal. Algún estúpido había disparado su culebrina sin acercarla bien a la amurada, y la detonación del cañón había prendido fuego a los obenques. Los equipos de bomberos se pusieron a trabajar al instante, izando cubos de madera llenos de agua de mar para sofocar las llamas.
El carpintero del barco apareció tambaleándose en el alcázar. —¿Qué tal aguanta, Burian? —preguntó Dietl con el rostro lleno de pólvora.
—Hemos tapado dos agujeros bajo la línea de flotación y hemos asegurado el cañón suelto, pero hay cuatro pies de agua en la sentina y subiendo. Debe de haber una vía en la bodega que no puedo alcanzar. Necesito hombres, capitán, para mover el cargamento y llegar a la vía, de lo contrario el barco se hundirá en menos de media guardia.
—Los tendrás —asintió Dietl—. Llévate a la mitad de las dotaciones de las piezas de popa… pero date prisa, Burian; necesitaremos a esos hombres en cubierta muy pronto. Creo que están a punto de tratar de abordarnos.
—¿Estáis seguro de que no intentarán embestirnos? —le preguntó Abeleyn sorprendido.
Otra andanada. Tenían que chillar en el oído del otro para ser oídos.
—No, majestad. Si sois la presa que persiguen, tratarán de capturaros vivo, y un barco embestido puede irse al fondo en cuestión de segundos. Y además, están demasiado cerca para conseguir la velocidad necesaria para la embestida. Nos abordarán, desde luego. Tienen hombres suficientes. Debe de haber casi mil bastardos en esas tres galeazas; nosotros podemos reunir apenas a una décima parte. Nos abordarán, por Dios.
—Entonces mis hombres deben abandonar vuestros cañones, capitán.
—Señor, yo…
—Ahora, capitán. No hay tiempo que perder.
Abeleyn recorrió personalmente los cañones recogiendo a los soldados que habían embarcado con él. Los hombres soltaron las herramientas de los cañones, recogieron sus arcabuces y empezaron a cargarlos, listos para repeler a los abordadores. Abeleyn distinguió los barcos enemigos por encima de la borda, increíblemente cerca, con las cubiertas llenas de hombres, las velas recogidas y los cañones de persecución rugiendo. Algunos marineros habían abandonado las culebrinas y también estaban tomando arcabuces, machetes y picas de abordaje. Los falconetes y versos de las plataformas disparaban un fuego intenso, derribando figuras en las proas de las galeazas.
Un golpe procedente de la popa derribó a Abeleyn al suelo. Una de las galeazas se había enganchado al costado y los corsarios estaban trepando por la borda del galeón desde el barco enemigo, algo más bajo, decenas de hombres agarrados a las regalas y blandiendo machetes entre chillidos. Abeleyn se levantó y corrió hacia una culebrina abandonada.
—¡Aquí! —gritó—. ¡A mí! ¡Echadme una mano!
Una docena de hombres acudió en su ayuda, algunos de ellos marineros en ropa de trabajo, y otros vestidos con los gambesones de sus propios soldados.
—¡Levantadla y bajad el cañón! ¡Rápido! No os molestéis en refrescarla; cargadla.
Una multitud de rostros en la porta del cañón, uno de ellos reventado por el golpe de la alabarda de un soldado. Un grupo de hombres treparon por el costado del barco para ser recibidos por un muro de espadas en movimiento. La tripulación del galeón lo defendía como si fuera la guarnición de un castillo sitiado. Hubo otro golpe escalofriante cuando una segunda galeaza se enganchó al alto navío. Los hombres sobre las vergas del barco enemigo lanzaron sogas y ganchos, enredando entre sí los aparejos de los barcos, atándolos unos con otros, mientras en la cofa del galeón los falconetes disparaban ráfagas de munición ligera y luchaban por cortar las sogas que los retenían.
—¡Levantadla! ¡Levantadla, bastardos! —gritó Abeleyn, y los hombres que le acompañaban levantaron la parte trasera de la culebrina mientras él la separaba de la cureña con ayuda de cuñas de madera y machetes abandonados.
Una oleada de enemigos arrolló a los defensores del galeón en el combés. Los hombres en torno a Abeleyn se encontraron en medio de un encarnizado combate cuerpo a cuerpo, sin apenas espacio para blandir las espadas. Cuando los hombres caían, eran aplastados y acuchillados en la cubierta. Se oían algunos disparos de arcabuz, pero casi todo el combate se libraba sólo con el acero. Abeleyn lo ignoró. Agarró la mecha lenta que yacía humeando en la cubierta, cayó de rodillas en la confusión de la pelea, clavó el estoque en el rostro de un hombre que chillaba, y el arma le fue arrebatada cuando el enemigo cayó hacia atrás. Entonces introdujo la mecha lenta en el oído de la culebrina.
Un resplandor, y un rugido frenético cuando la pieza disparó, abandonando su posición precaria. Cayó, aplastando a varios abordadores enemigos. Los hombres de Abeleyn se adelantaron, entre vítores roncos. Una cacofonía infernal de gritos y chillidos se elevó por encima del costado. Abeleyn avanzó tambaleándose hasta la barandilla de babor y miró hacia abajo.
La galeaza estaba justo debajo, y el pesado proyectil había dado en el blanco. La cubierta ya se encontraba más cerca del agua, y los hombres estaban saltando a los remolinos de espuma marina. El barco estaba acabado; el proyectil debía de haberle atravesado el casco.
Pero los hombres de la segunda galeaza estaban trepando al combés en oleadas. Los defensores de Abeleyn estaban en inferioridad de cinco contra uno. El rey agarró una pica rota y la levantó en el aire.