—La situación requiere una profunda reflexión —dijo Sastro en voz alta, con perfecta honestidad—. Los escribas reales tendrán que estudiar los archivos genealógicos para rastrear las líneas de descendencia. Puede llevar algún tiempo.
Astolvo lo miró fijamente. Los ojos del anciano noble se habían humedecido. No quería ser rey, y por tanto no dijo nada; pero sin duda en su casa había jóvenes en abundancia que se arrojarían sobre la oportunidad. ¿Podría Astolvo mantenerlos a raya? Era dudoso. Sastro no disponía de mucho tiempo. Tenía que concertar una reunión privada con el mercenario de Finnmark, Freiss. Necesitaba poder. Necesitaba las bocas de los cañones.
Un verdadero viento del norte, al que los lobos de mar les gustaba llamar «el empujón de Candelaria», había soplado puro y firme como el vuelo de una flecha para sacarlos del golfo del estuario del Ephron y llevarlos hasta el Levangore. Su rumbo había sido del sur-sureste, con la vela de mesana cargada y bonetas en las de cruz, desplegadas ante el fuerte viento.
Al llegar a la latitud de Azbakir, habían virado al oeste, recibiendo el viento por el costado de estribor. El avance se había vuelto más lento desde entonces; habían tenido que abrirse paso por el estrecho de Malacar con los cañones preparados y los soldados apostados a lo largo de la borda por si a los macasianos se les ocurría practicar algo de piratería. Pero el estrecho estaba tranquilo; las galeras bajas y las falúas de los corsarios pasaban el invierno en las playas. El viento del norte también había virado, y lo habían recibido en el costado de estribor desde entonces, el mejor punto de vela para un barco de aparejo redondo como su galeón. Habían entrado en el mar Hebrio sin incidentes, pasando junto a las yolas pesqueras de Astarac, con la proa apuntando al golfo de Fimbria y la lejana costa de Hebrion, con tres cuartas partes del viaje de regreso completadas sin problemas. El viento del norte les había abandonado entonces, y una sucesión de brisas más suaves había virado al este-sureste, justo en su popa. A la sazón, el viento mostraba signos de virar de nuevo, y la tripulación del barco se mantenía ocupada tratando de anticipar su siguiente movimiento.
Había empezado el mes de Forgist, un mes oscuro que presagiaba el final del año. Sólo quedaba un mes, seguido por los cinco Días del Santo, destinados a la purificación del año que terminaba y a dar la bienvenida al nuevo, y el año 551 habría pasado irrevocablemente a los anales de la historia. El pasado inalcanzable se habría apoderado de él.
El rey Abeleyn de Hebrion, excomulgado, se encontraba en el lado de barlovento del alcázar, dejando que la espuma salpicara el cuello de piel de su capa. Dietl, el capitán del veloz galeón bajo sus pies, estaba en la barandilla de sotavento, estudiando a sus marineros mientras braceaban las vergas, y gritándoles de vez en cuando una orden coreada por los segundos. El viento del norte daba señales de querer reaparecer mientras la brisa continuaba virando; pronto lo tendrían de lleno en el costado de estribor.
El rey de Hebrion, un hombre joven con el cabello negro y rizado todavía sin manchas de gris, llevaba cinco años en el trono. Cinco años que habían visto la caída de Aekir, la inminente ruina de Occidente a manos de las hordas merduk, y el cisma de la Santa Iglesia de Dios. Era un hereje: cuando muriera, su alma pasaría la eternidad aullando en los confines más exteriores del infierno. Estaba tan condenado como cualquier merduk pagano, aunque había hecho lo que había hecho por el bien de su país; de hecho, por el bien de todos los reinos de Occidente.
Abeleyn no era un hombre simple, pero la fe de su padre, inflexiblemente piadoso, se había incrustado profundamente en su médula, y sentía en su interior un miedo frío y agudo a lo que había hecho. No era miedo por su reino, ni por Occidente. Siempre haría lo que considerara mejor para ellos, y no dejaría que ningún remordimiento de conciencia le impidiera actuar. No; era miedo por sí mismo. Sintió un terror repentino al pensar en su lecho de muerte, en los demonios que se reunirían en torno a su cuerpo consumido para llevarse a rastras a su espíritu cuando le llegara el momento de abandonar el mundo…
—¿Pensamientos tristes, señor?
Abelyen se volvió, viendo de nuevo las brillantes olas del mar Hebrio, y sintiendo el vivo ritmo del barco bajo sus pies. No había nadie cerca, pero un halcón gerifalte bastante maltrecho se había posado en la barandilla de barlovento del barco, y lo estudiaba con un ojo amarillo e inhumano.
—Bastante tristes, Golophin.
—Espero que no os arrepintáis de nada.
—De nada importante.
—¿Cómo está lady Jemilla?
Abeleyn hizo una mueca. Su amante estaba embarazada, conspirando y muy mareada. La rápida partida de Abeleyn del Cónclave de Reyes había permitido a la mujer embarcar con él para regresar a Hebrion, en lugar de buscar su propio camino.
—Está abajo, supongo que todavía vomitando.
—Bien. Eso le mantendrá la mente ocupada.
—Desde luego. ¿Qué noticias hay, viejo amigo? Tu pájaro tiene un aspecto peor que nunca. Sus viajes lo están agotando.
—Lo sé. Tendré que crear uno nuevo pronto. De momento, puedo deciros que vuestros compañeros herejes se encuentran bien y de camino a sus respectivos reinos. Mark viaja hacia el sur, para cruzar las montañas de Malvennor por Astarac, donde son practicables. Lofantyr está en las Címbricas, pasándolo bastante mal, por lo que parece. Me temo que será un invierno muy duro, señor.
—Eso podía habértelo dicho yo mismo, Golophin.
—Tal vez. Los mariscales fimbrios están hechos de una fibra más resistente. Su grupo está cruzando los pasos de Narbosk, en las Malvennor. La nieve ya les llega a la cintura, pero creo que lo conseguirán. No tienen caballos.
—Los fimbrios nunca fueron un pueblo ecuestre —gruñó Abeleyn—. A veces creo que por ese motivo nunca desarrollaron una aristocracia. Van andando a todas partes. Incluso sus emperadores paseaban a pie por las provincias como si fueran soldados de infantería. ¿Qué más? ¿Qué noticias hay de casa?
Hubo una pausa. El ave se acarició un ala durante varios segundos, antes de que la voz del anciano mago volviera a surgir de su pico.
—Hoy han quemado a seiscientos, muchacho. Puede decirse que los Caballeros Militantes han purgado a toda la población practicante de dweomer de Abrusio. Están enviando grupos a los condados de los alrededores para apresar a más.
Abeleyn permaneció muy quieto.
—¿Quién gobierna en Abrusio?
—El presbítero Quirion, antiguo obispo de Fulk.
—¿Y los líderes seglares?
—Sastro di Carrera es uno de ellos. Los Sequero, por supuesto. Entre ellos se han repartido el reino de modo muy conveniente, con la Iglesia como autoridad suprema, por supuesto.
—¿Y los obispos diocesanos? Siempre pensé que Lembian de Feramuno era un hombre razonable.
—Es un hombre razonable, pero sigue siendo un clérigo. No, muchacho; todos se han vuelto contra vos.
—¿Y qué hay del ejército y la flota?
—Ah, ésa es la parte buena. El general Mercado se ha negado a poner a sus hombres a disposición del consejo, tal como se llaman a sí mismos esos usurpadores. Los tercios están confinados en sus barracones, y el almirante Rovero tiene a la flota bien controlada. La ciudad baja de Abrusio, los barracones y los puertos son zonas prohibidas para los Militantes.
Abeleyn suspiró profundamente.
—De modo que podremos desembarcar. Aún hay esperanza, Golophin.
—Sí, señor. Pero Mercado es un hombre anciano, y muy piadoso. Los inceptinos se lo están trabajando. Es leal como un perro de caza, pero también muy intolerante con la herejía. No podemos permitirnos perder tiempo, o podemos encontrarnos con que el ejército se nos ha puesto en contra cuando lleguemos a Hebrion.
—¿Crees que la bula pontificia puede haber llegado ya hasta allí?
—Sí. Himerius no perderá el tiempo cuando se entere de las noticias de Vol Ephrir. Y ahí está vuestro peligro, señor. Negarse a obedecer la voluntad de unos cuantos personajes estirados y aspirantes a príncipes es una cosa, pero permanecer leales a un hereje ausente es otra muy distinta. La bula puede bastar para persuadir al ejército y a la flota. Debéis prepararos para ello.
—Si eso ocurre, estaré acabado, Golophin.
—Casi, pero no del todo. Todavía contaréis con vuestras propias tierras y vuestro séquito personal. Con ayuda de Astarac podríais recuperar el trono.
—Metiendo a Hebrion en una guerra civil.
—Nadie dijo que el camino sería fácil, señor. Me gustaría que hubierais viajado más aprisa, sin embargo.
—Necesito agitadores, Golophin. Necesito hombres de confianza que entren en la ciudad antes que yo y cuenten la verdad de la historia. Abrusio no es un lugar dispuesto a dejarse gobernar por sacerdotes. Cuando la ciudad sepa que Macrobius está sano y salvo, que Himerius es un impostor y que Astarac y Torunna están a mi lado en este asunto, las cosas serán diferentes.
—Veré lo que puedo hacer, muchacho, pero mis contactos en la ciudad son cada día más escasos. La mayoría no son ya más que cenizas, amigos de cincuenta años. Que Dios dé descanso a sus almas. Murieron como buenas personas, digan lo que digan los Cuervos.
—¿Y tú, Golophin? ¿Estás a salvo?
Hubo algo en el brillo amarillento del ojo del pájaro que heló la sangre de Abeleyn mientras el halcón le replicaba con la voz del anciano mago.
—Estaré bien, Abeleyn. El día que intenten capturarme será memorable, os lo prometo.
Abeleyn se volvió y miró hacia atrás, por encima del coronamiento. Astarac se había perdido de vista al otro lado del horizonte, pero podía distinguir a duras penas el resplandor blanco de las montañas de Hebros al noroeste.
Astarac estaba en la popa: el reino del rey Mark, que pronto sería su cuñado. Si es que volvía a haber tiempo para bodas después de todo aquello. ¿Qué aguardaría a Mark en Astarac? Más de lo mismo, tal vez. Clérigos ambiciosos, nobles que aprovecharían cualquier oportunidad de gobernar. Guerra.
A una milla en la popa del barco de Abeleyn, dos anchos nefs, los anticuados barcos mercantes del Levangore, avanzaban con dificultad entre las olas. En su interior viajaba el grueso del séquito de Abeleyn, cuatrocientos hombres; los únicos subditos con cuya obediencia todavía podía contar. A causa de ellos había tomado la ruta marina, mucho más larga, en lugar de arriesgarse a cruzar los pasos nevados de las montañas. Necesitaría a todas sus espadas leales en los meses venideros: no podía permitirse dejarlas atrás.
—Golophin, hay algo que quiero que hagas.
El halcón gerifalte inclinó la cabeza.
—Estoy a vuestras órdenes, muchacho.
—Tienes que reunirte con Rovero y Mercado. Debes conseguir que el ejército y la flota sepan la verdad de lo ocurrido. Si la armada hebrionésa está contra mí, nunca nos acercaremos a menos de cincuenta millas de Abrusio.
—No será fácil, señor.
—Nada lo es, amigo mío. Nada lo es.
—Haré lo que pueda. Rovero, siendo navegante, siempre ha tenido la mente más abierta que Mercado.
—Si has de escoger a uno, que sea Rovero. La flota es lo más importante.
—Muy bien, señor.
—¡Vela a la vista! —gritó el vigía desde la cofa—. ¡Veo cinco… no, seis velas a popa de la amura de babor!
Dietl, el capitán, miró hacia la cofa entrecerrando los ojos.
—¿Qué son, Tasso?
—Velas latinas, señor. Creo que son galeazas. Tal vez corsarios. Dietl parpadeó y se volvió hacia Abeleyn.
—Corsarios, señor. Puede que una escuadra completa. ¿Viramos?
—Dejadme ver —espetó Abeleyn. Subió a la barandilla y empezó a trepar por los obenques. En cuestión de segundos estaba en la cofa con Tasso, el vigía. El marinero parecía al mismo tiempo estupefacto y aterrado de encontrarse tan cerca de un rey.
—Señálalos —ordenó Abeleyn.
—Allí, señor. Casi se les ve todo el casco. Tienen el viento en la amura de estribor, pero se puede ver que también han sacado los remos. Junto a todos los cascos hay destellos de espuma, regulares como un reloj de agua.
Abeleyn escudriñó la inacabable extensión de mar manchado de blanco, mientras la cofa describía arcos perezosos debajo de él con el movimiento del galeón. Allí: seis velas como alas de grandes aves acuáticas, y el chapoteo regular de los remos.
—¿Cómo sabes que son corsarios? —preguntó a Tasso.
—Velas latinas en todos los mástiles, señor, como un jabeque. Las galeazas de Astarac y Perigraine llevan aparejo redondo en los palos trinquete y mayor. Son corsarios, señor, no hay ninguna duda, y vienen hacia nosotros.
Abeleyn los estudió en silencio. Era demasiada coincidencia. Aquellos barcos sabían lo que buscaban.
Palmeó a Tasso en el hombro y se deslizó por la burda hasta la cubierta. Toda la tripulación lo estaba observando, incluyendo a los soldados e infantes de marina hebrionéses de su séquito. Se reunió con Dietl en el alcázar, sonriendo.
—Será mejor que llaméis a acuartelarse, capitán. Creo que se avecina una batalla.
Había momentos en los que parecía que el mundo entero estaba en movimiento.
Desde el dique de Ormann, la carretera trazaba una curva y luego avanzaba hacia el sur en línea recta a través de las colinas bajas de la Torunna septentrional. Una buena carretera, construida por los fimbrios en los días en que Aekir era el enclave comercial más al este de su imperio. Los reyes de Torunna la habían mantenido en buen estado, pero su habilidad como constructores nunca había logrado igualar la obstinada despreocupación de los fimbrios por los obstáculos naturales, de modo que las carreteras secundarias que se desviaban de ella serpenteaban en torno a las cimas de las colinas como riachuelos de agua en busca de su nivel natural.
Todas las carreteras estaban atestadas de gente.
Corfe había visto antes algo parecido, en la retirada de Aekir, al contrario que los demás soldados de la escolta, que se encontraban sobrecogidos por la magnitud de los acontecimientos.
La tropa había atravesado pueblos vacíos, aldeas desiertas e incluso un par de ciudades donde las puertas de las casas habían quedado abiertas tras la huida de sus ocupantes. Y parecía que todos los habitantes del norte de Torunna habían emprendido la marcha.
La mayor parte de los refugiados procedían de Aekir. Con la llegada del invierno, el general Martellus, comandante del dique de Ormann, había ordenado desmantelar los campamentos de refugiados en torno a la fortaleza. Sus habitantes habían recibido la orden de marchar en dirección al sur, hacia la propia Torunn. Su presencia era demasiado onerosa para los escasos recursos de los defensores del dique, y con la proximidad del invierno (que prometía ser duro), no hubieran sobrevivido mucho tiempo en los barrios de chabolas que habían crecido a la sombra de la fortaleza. Cientos de miles de personas se dirigían al sur, avanzando por las carreteras bajo el fuerte viento. Su paso ejerció un efecto catastrófico sobre los habitantes de la región. Hubo saqueos, asesinatos, incluso batallas entre aekirianos y torunianos. Cundió el pánico, y los nativos de la zona empezaron también a trasladarse al sur. Había corrido el rumor de que los merduk no permanecerían mucho tiempo acuartelados para el invierno, sino que planeaban un ataque repentino contra el dique y un rápido avance hacia la capital toruniana antes de que empezaran las nevadas más fuertes. No había nada de cierto en ello. El propio Corfe había reconocido los campamentos invernales de los merduk, y sabía que el enemigo se estaba reagrupando y reaprovisionando, y que continuaría haciéndolo durante meses. Pero era difícil que una multitud aterrada escuchara los argumentos de la razón, y de ahí el éxodo.