Albrec asintió. Estaba sudando. En algún lugar de su mente se estaba preguntando si ocultar hechos podría considerarse un pecado. Recordó su colección privada de pergaminos y manuscritos, que había conservado para preservarlos del fuego, y su intranquilidad se agudizó.
—Estáis blanco como el papel, Albrec. ¿Qué sucede?
—Yo… Me pareció que había algo más aquí, antes de que entrarais.
En aquella ocasión, las dos cejas ascendieron por la cabeza lampiña.
—La biblioteca ha vuelto a hacer de las suyas, ¿eh? ¿Qué ha sido esta vez? ¿Un susurro en la oreja? ¿Una mano en el hombro?
—Ha sido… una sensación, nada más.
Commodius apoyó una mano enorme y de nudillos nudosos en el hombro de Albrec y lo sacudió afectuosamente.
—La fe es muy fuerte en vos, Albrec. No tenéis nada de que preocuparos. Los fantasmas que puedan habitar en esta biblioteca no pueden tocaros. Estáis protegido por la armadura de la verdadera fe; vuestra fe es al mismo tiempo un faro que ilumina la oscuridad, y una espada para destruir a las bestias que se ocultan en ella. El miedo no puede conquistar el corazón de un verdadero creyente en el Santo. Ahora venid; quiero rescataros durante un rato del polvo y los fantasmas. Avila os ha reservado algo de cena, e insiste en que os obligue a comerla.
Una gran mano alejó irresistiblemente a Albrec de su mesa de trabajo, mientras la otra tomaba la lámpara. El hermano Commodius volvió a estornudar.
—Ah, el polvo acumulado durante los años. Se mete en el pecho, ¿sabéis?
Cuando hubieron salido de la oscura estancia, Commodius extrajo una llave de su hábito y cerró la puerta tras ellos. Y los dos ascendieron por la biblioteca hacia la luz y el bullicio de los refectorios.
Muy al oeste de los claustros de Charibon, al otro lado de las cumbres heladas de las montañas de Malvennor. Allí, entre las montañas y el mar, se abre un amplio territorio, un país antiguo y cuna de un imperio.
La ciudad de Fimbir se había construido sin murallas. Los electores decían que su capital estaba fortificada por los escudos de los soldados fimbrios; no necesitaban otra defensa.
Y lo que decían era cierto. Era casi la única capital de Normannia que nunca había sufrido un asedio. Ningún guerrero extranjero había penetrado en la enorme ciudad de los electores a menos que llevara tributo o buscara ayuda. La Hegemonía de los fimbrios había terminado siglos atrás, pero su ciudad aún llevaba las marcas del imperio. Abrusio era más populosa, y Vol Ephrir más bella, pero Fimbir había sido construida para impresionar. Los poetas decían que, si alguna vez era abandonada, los hombres de las generaciones venideras creerían que había sido erigida por manos de gigantes.
Al este de la ciudad se encontraban los terrenos de acampada y campos de entrenamiento del ejército fimbrio. Se habían desbrozado y aplanado cientos de acres para conseguir un tablero de juegos bélicos donde los electores pudieran aprender a mover sus piezas. Se había erigido una colina artificial al sur de los campos para proporcionar a los generales un lugar privilegiado desde donde estudiar los resultados de sus tácticas y estrategias. Se decía que nunca había ocurrido nada en una batalla que no hubiera sido replicado y estudiado en los campos de entrenamiento de Fimbir. Tales eran las historias que los tercios de conquistadores habían engendrado a lo largo de los años y por todo el continente.
Había un grupo de hombres en el punto de observación de la colina que dominaba los campos. Tanto los generales como los suboficiales llevaban media armadura negra, y las diferencias de rango se marcaban sólo con las bandas escarlata que algunos lucían envueltas en los cinturones.
Estaban en pie en torno a una mesa de piedra, utilizada desde siempre en aquel lugar, cubierta de mapas y piezas. El mismo Coprenius Kuln, el primer emperador fimbrio, había ordenado instalarla allí ochocientos años atrás.
Los caballos esperaban a un lado, listos para transportar a los correos que debían transmitir las órdenes. Los fimbrios no creían en la caballería, y aquél era el único uso que daban a los animales.
En los campos de entrenamiento marchaban y contramarchaban grandes formaciones de hombres. Habría unos quince mil soldados, y sus pies atronaban contra el suelo, endurecido con las primeras escarchas. El sol de la fría mañana centelleaba en las puntas de las picas y en las culatas de los arcabuces que los soldados llevaban al hombro. Parecían los juguetes de un dios, abandonados en el suelo de una habitación infantil, que hubieran cobrado vida de repente.
Dos hombres se separaron del grupo de oficiales de la colina y se situaron al margen, contemplando la panoplia y magnificencia de las formaciones de abajo. Eran de mediana edad, estatura media, anchos de hombros y enjutos de mejillas. Podrían haber sido hermanos, aunque uno de ellos tenía un agujero negro donde debería haber estado su ojo izquierdo, y el cabello de aquel lado de su cabeza se había vuelto de plata.
—El correo, Caehir, se suicidó anoche —dijo el tuerto. El otro asintió.
—¿Y las piernas?
—Se las cortaron a la altura de la rodilla; no hubo manera de salvarlas. La gangrena se había extendido demasiado, y no quiso vivir como un tullido.
—Un buen hombre. Es una lástima que perdiera la vida sólo a causa del frío.
—Cumplió con su deber. El mensaje llegó. En este momento, Jonakait y Merkus estarán ya en los pasos de las montañas. Esperemos que corran mejor suerte.
—Desde luego. De modo que los Cinco Reinos se han escindido. Tenemos dos pontífices y una guerra religiosa en ciernes. Y todo ello mientras los merduk aúllan a las puertas de Occidente.
—Los hombres del dique de Ormann deben ser buenos soldados.
—Sí. Fue una auténtica batalla. Los torunianos son buenos guerreros.
—Pero no son fimbrios.
—No, no son fimbrios. ¿A cuántos de los nuestros enviaremos en su ayuda?
—Un gran tercio, nada más. Debemos tener cuidado, y ver cómo progresa esta división de los reinos.
El fimbrio del rostro ileso asintió sin mucha convicción. Un gran tercio comprendía unos cinco mil hombres: tres mil piqueros y dos mil arcabuceros, más la multitud de herreros, armeros, cocineros, muleros, asentadores y oficiales de intendencia que los acompañaban. Tal vez unos seis mil.
—¿Bastarán para salvar el dique?
—Es posible. Pero nuestra prioridad no es tanto salvar el dique como establecer una presencia militar en Torunna, recuerda.
—Creo que corro el peligro de empezar a pensar como un general en lugar de como un político, Briscus.
El tuerto llamado Briscus sonrió, mostrando una hilera de dientes llena de brechas.
—Kyriel, eres un viejo soldado que huele el humo de pólvora en el viento. Yo también lo soy. Por primera vez desde tiempo inmemorial, nuestra gente abandonará las fronteras de los electorados para luchar contra los paganos. Es un acontecimiento que hace hervir la sangre, pero no debemos permitir que afecte nuestro juicio.
—No me acaba de gustar eso de alquilar a nuestros hombres como mercenarios.
—A mí tampoco; pero cuando un estado tiene setenta mil soldados desempleados, ¿qué otra cosa puede hacer con ellos? Si el mariscal Barbius y su contingente impresionan a los torunianos lo suficiente, todos los reinos ramusianos empezarán a gritar pidiéndonos nuestros tercios. Llegará el momento en que todas las capitales tendrán su contingente de tropas fimbrias, y entonces…
—¿Y entonces?
—Entonces veremos qué hacemos… si eso llega a ocurrir.
Se volvieron para contemplar los campos de entrenamiento una vez más. Los dos hombres iban vestidos de igual modo que los demás oficiales de la colina, pero eran electores fimbrios y representaban a la mitad del cuerpo legislativo de su peculiar país. Una palabra suya, y aquel ejército de miles de hombres abandonaría los campos de entrenamiento para arrojarse al caldero de la guerra en cualquier lugar donde decidieran librarla.
—Vivimos en una época en que todo cambiará —dijo en voz baja el tuerto Briscus—. El mundo de nuestros antepasados está al borde de la desaparición. Lo siento en los huesos.
—Una época de oportunidades, también —le recordó Kyriel.
—Por supuesto. Pero creo que antes del fin todos los políticos tendremos que pensar como soldados y los soldados como políticos. Me recuerda a la última batalla junto al río Habrir. El ejército sabía que los electores habían firmado ya la cesión del ducado de Imerdon, y sin embargo aquella mañana nos desplegamos y luchamos por él. Vencimos, y obligamos a los hebrionéses a retirarse en desbandada al otro lado de los vados. Luego recogimos nuestros muertos y abandonamos Imerdon para siempre. Es la misma sensación: que nuestros soldados pueden ganar cualquier batalla que entablemos, pero que ello no afectará al resultado final.
—Estás muy filosófico esta mañana, Briscus. No es propio de ti.
—Perdóname. Es un riesgo de la edad avanzada.
Desde la formación de abajo se elevaron pequeñas columnas de humo, y segundos después les alcanzó el rugido del fuego de los arcabuces. Los regimientos de arcabuceros competían unos con otros para ver quién recargaba más rápido, y se habían erigido hileras de blancos en forma de figuras de paja sobre la llanura. Las ráfagas se sucedieron, hasta que pareció que la misma tierra estaba generando un trueno agudo que trataba de arañar el cielo. La llanura quedó oscurecida por las nubes de humo de pólvora, la niebla de la guerra en su sentido más literal. Su olor intoxicante alcanzó a los dos electores en la ladera, que lo olfatearon como podencos a una liebre en una mañana de primavera.
Una tercera figura abandonó el grupo de oficiales en torno a la mesa de piedra y permaneció en silencio junto a los electores hasta que éstos se fijaron en él. Era un hombre cuadrado, que compensaba en anchura lo que le faltaba en altura. Incluso su barbilla era regular como el borde de una pala, y su boca una hendidura sin labios parcialmente oscurecida por un grueso mostacho rojo. Su cabello era tan corto que se erguía como la crin de un caballo recién recortada; la marca de un hombre acostumbrado a llevar yelmo.
—¿Y bien, Barbius? —preguntó Briscus al otro hombre—. ¿Qué tal lo hacen?
Barbius miró fijamente ante él.
—Serán tan útiles como un grupo de modistillas en una mañana fría, señor.
Briscus soltó una carcajada.
—Pero, ¿servirán?
—Les haré trabajar un poco más antes de irnos, señor. Tres descargas por minuto, ése es nuestro objetivo.
—Los torunianos se consideran bien entrenados si consiguen hacer dos en ese tiempo —dijo Kyriel en voz baja.
—No son torunianos, señor… con todos los respetos.
—¡Muy cierto, por Dios! —dijo Briscus con fervor. Su único ojo centelleó—. Quiero que tu mando sea lo más perfecto posible, Barbius. Este será el primer ejército fimbrio que el resto de los reinos hayan visto en acción en veinticinco años. Queremos impresionarlos.
—Sí, señor. —El rostro de Barbius tenía toda la animación de un yelmo cerrado.
—¿La intendencia?
—Cincuenta carretas, ochocientas mulas. Viajaremos ligeros, señor.
—¿Y conoces bien la ruta?
Barbius se permitió una leve sonrisa.
—Por las colinas de Naria vía Tulm, y luego a Charibon para la bendición pontificia. Por la costa sureste del mar de Tor, y hasta Torunna por el paso de Torrin.
—¿Y otra bendición pontificia del otro pontífice? —preguntó Kyriel, con los ojos brillantes.
—¿Se te ha informado sobre cuál ha de ser tu comportamiento y el de tus hombres? —dijo Briscus, que había recuperado la seriedad.
—Sí, señor. Hemos de ser todo lo respetuosos posible con el pontífice y las autoridades eclesiásticas, pero no debemos desviarnos de nuestra línea de marcha.
—No hay nada en esa línea que tenga la más mínima posibilidad de detener a un gran tercio fimbrio —dijo Briscus, entrecerrando el ojo—. Pero debes evitar cualquier fricción, especialmente con los almarkanos. ¿Está claro, mariscal? Eres un funcionario sin nombre; estás obedeciendo órdenes. Todas las quejas, protestas y similares deberán dirigirse a Fimbir, y tú no puedes demorar tu marcha por ningún motivo.
—Por supuesto, señor.
—Dejemos que crean que eres un soldado sin opinión propia cuyo trabajo consiste sólo en obedecer órdenes. Si te detienes a discutir con ellos, aunque sólo sea una vez, te envolverán en sus entresijos de ley inceptina y te dejarán incapacitado. Este ejército debe llegar a su destino, mariscal.
Barbius miró por primera vez directamente al ojo del elector.
—Lo sé, señor.
—Muy bien. Buena suerte. Puedes retirarte.
Barbius se golpeó la coraza con un antebrazo y los dejó. Kyriel contempló su marcha, tirándose del labio inferior en un gesto inquieto.
—Estamos caminando por la cuerda floja, Briscus.
—Como si no lo supiera. Himerius tendrá que aceptar que vamos a ayudar a Torunna, tenga o no tenga un rey hereje; pero no podemos permitirnos antagonizarlo por completo.
—Comprendo a qué te referías con lo de los soldados y los políticos.
—Sí. Vivimos en un mundo complicado, Kyriel, pero últimamente se ha vuelto incluso más interesante que antes.
El rey se había ido, y había quien afirmaba que nunca regresaría.
Abrusio.
Capital del reino de Hebrion, el mayor puerto del mundo occidental; de hecho, algunos decían que de todo el mundo. Sólo la antigua Nalben hubiera podido competir con Abrusio por el título.
Durante siglos, la casa real de los Hibrusidas había gobernado en Hebrion, y, desde las alturas, su palacio había contemplado con el ceño fruncido el bullicioso puerto. Por supuesto, había habido trifulcas dinásticas, guerras intestinas y oscuras alianzas matrimoniales; pero, en todo aquel tiempo, la casa real nunca había corrido el peligro de perder el trono.
Las cosas habían cambiado.
El invierno había llegado al oeste, empujado por los vientos de la guerra. Los ejércitos que batallaban en las fronteras orientales del continente se habían retirado a sus cuarteles de invierno, y parecía que los barcos que recorrían los mares del oeste habían seguido su ejemplo. Las rutas comerciales de las naciones se iban vaciando a medida que la temperatura bajaba.
En Abrusio, las aguas del Gran Puerto y las Radas Interior y Exterior eran agitadas por olas continuas y tumultuosas, con la parte superior adornada de blanco. El continuo rugido del oleaje azotaba los enormes rompeolas de construcción humana que protegían los puertos de las peores tormentas invernales, y las torres de señales ardían a lo largo de toda su longitud; el resplandor de las llamas pugnaba con el viento para advertir a los barcos cercanos de la cercanía de los bajíos y marcar las entradas al puerto.