La tropa de treinta jinetes pesados torunianos escoltaba un carruaje que avanzaba torpemente por la abarrotada carretera, abriéndose paso a través de las multitudes gracias a los cuerpos blindados de los caballos de guerra y a los disparos de advertencia de los mosquetes de mecha. En el interior del carruaje viajaba Macrobius III, sumo pontífice del mundo occidental, armado con su paciencia de ciego y aferrando el símbolo del Santo de plata y lapislázuli que le había regalado el general Martellus. En el dique de Ormann había sido imposible encontrar tejido del color adecuado para vestir a un pontífice, de modo que, en lugar de púrpura, Macrobius vestía una túnica negra. Tal vez era un presagio, pensó Corfe. Tal vez ya no volvería a ser reconocido como pontífice, después de que Himerius hubiera sido proclamado para el puesto por los prelados y colegios de obispos de Charibon. Al propio Macrobius no parecía importarle demasiado ser pontífice o no. Los merduk se habían llevado una parte vital de su alma cuando le arrancaron los ojos en Aekir.
Sin quererlo, el rostro de ella regresó a la mente de Corfe, claro como la luz de una lámpara. Aquel cabello negro como el ala de un cuervo, y la forma que tenía su boca de curvarse cuando sonreía. Su Heria estaba muerta, era un cadáver quemado en Aekir. Aquella parte de él, la parte que la había amado, tampoco era ya nada más que cenizas. Tal vez los merduk también le habían arrebatado una parte del alma al capturar la Ciudad Santa; una parte de su capacidad para reír y amar. Pero todo aquello importaba ya muy poco.
Y sin embargo, y sin embargo… Se descubría estudiando el rostro de todas las mujeres de la multitud, rezando y esperando verla. Que hubiera sobrevivido por algún milagro. Sabía que era una estupidez; tras la caída de la ciudad, los merduk se habían llevado a las mujeres más jóvenes y hermosas de entre la población femenina de Aekir, con destino a los burdeles de sus campamentos. La Heria de Corfe tenía que haber perecido en la gran conflagración que había envuelto a la ciudad sitiada.
Por la dulce sangre del Santo, esperaba que hubiera muerto.
El explorador que Corfe había despachado hacía una hora apareció al trote por un lado de la carretera, esparciendo refugiados como un lobo entre un rebaño de ovejas. Detuvo a su exhausto caballo y saludó apresuradamente. Su brazal golpeó el pectoral de su coraza en el antiguo gesto.
—Torunn está al otro lado de la colina. Falta menos de una legua para llegar las afueras.
—¿Nos esperan? —preguntó Corfe.
—Sí. Hay un pequeño comité de recepción a las puertas de la muralla, aunque los refugiados les están dando problemas.
—Muy bien —dijo Corfe brevemente—. Regresa a las filas, Surian, y trata mejor a tu caballo la próxima vez.
—Sí, señor. —Avergonzado, el joven soldado continuó su avance junto a la columna.
Corfe lo siguió hasta llegar a la altura del carruaje.
—Santidad.
Una cortinilla se entreabrió.
—¿Sí, hijo mío?
—Estaremos en Torunn dentro de una hora. Pensé que os gustaría saberlo.
El rostro mutilado de Macrobius contempló a Corfe sin verlo. No parecía entusiasmado con la perspectiva.
—De modo que empezamos de nuevo —dijo, con una voz apenas audible por encima de los crujidos y golpes del carruaje en movimiento, y el sonido de los cascos de los caballos sobre el pavimento.
—¿Qué queréis decir?
—El gran juego, Corfe —sonrió Macrobius—. Durante un tiempo, he estado fuera del tablero, pero veo que van a meterme dentro otra vez.
—Será por voluntad de Dios, padre.
—No. Dios no mueve las piezas; este juego es una invención del hombre.
Corfe se irguió en su silla.
—Hacemos lo que debemos, santo padre. Cumplimos con nuestro deber.
—Lo que significa que hacemos lo que nos dicen, hijo mío.
Otra sonrisa deforme. Y la cortinilla volvió a su lugar.
Torunna había sido una de las últimas provincias fundadas por el imperio fimbrio. Seis siglos atrás, estaba formada por una sucesión de ciudades fortificadas a lo largo de la costa oeste del mar Kardio, prácticamente aisladas unas de otras a causa de los ataques de las tribus felímbricas del interior. A medida que las tribus iban siendo pacificadas, la ciudad de Torunn, construida a ambos lados del río Torrin, se fue convirtiendo en un puerto importante y la principal fortaleza contra los nómadas de las estepas que infestaban las tierras en torno al golfo Kardio. Finalmente, los fimbrios ocuparon las tierras entre los ríos Torrin y Searil, y asentaron allí a ochenta tercios de soldados retirados con sus familias, creando un nuevo estado que serviría de escudo a la próspera provincia del sur contra los salvajes de más allá.
El mariscal Kaile Ormann, comandante del Ejército de Campo de Oriente, ordenó cavar un enorme dique en el único vado del rápido y escarpado río Searil, y durante cuarenta años aquel dique había sido el puesto fimbrio más oriental, hasta la fundación de Aekir, junto al río Ostio, todavía más al este. Los torunianos eran, por tanto, descendientes directos de los primeros soldados colonos fimbrios, y los orígenes de las grandes familias del reino se remontaban a los oficiales superiores de aquellos primeros tercios. La familia real de Torunn descendía de la casa de Kaile Ormann, el constructor del dique.
Resultaba irónico que Torunna hubiera sido la primera provincia en rebelarse contra Fimbria y proclamar su independencia de los electores. Torunna ocupó Aekir y fue reconocida por el sumo pontífice de la época, Ammianus, como estado legítimo, a cambio de la cesión de cuatro mil soldados voluntarios, que se convirtieron en los predecesores de los Caballeros Militantes.
Torunna había sido, por tanto, un punto central en la historia de Occidente, y, durante los largos años del aislamiento fimbrio que siguió al colapso del imperio, se había convertido en la principal potencia militar entre las nuevas monarquías, el estado guardián del pontífice y de la frontera oriental.
Un hombre que llegara a Torunn por primera vez, especialmente desde el norte, hubiera descubierto en ella similitudes sorprendentes con el trazado y la construcción de Fimbir. Las antiguas murallas de la ciudad habían sido ampliadas y mejoradas, y rebosaban de revellines, bastiones, coronas y colas de golondrina diseñadas para la guerra moderna, donde la pólvora se había vuelto más importante que los filos de las espadas; pero había cierta brutalidad masiva en el lugar que resultaba totalmente fimbria.
La visión trajo recuerdos a la mente de Corfe, mientras su tropa de jinetes y el desvencijado carruaje que escoltaban alcanzaban las últimas pendientes antes de llegar a la ciudad. Un cúmulo de construcciones enmarañadas indicaba que Torunn había sido rodeada por unos suburbios desprotegidos, tras los cuales podía distinguirse la piedra gris de las murallas, yaciendo como el flanco de una gran serpiente entre los tejados y torres de la ciudad exterior. Aquél era el lugar donde Corfe se había alistado en los tercios, donde se había entrenado, donde había pasado de la adolescencia a la edad adulta. Había nacido en Staed, una de las ciudades costeras al sur del reino. Torunn le había parecido casi un milagro al verla por primera vez. Pero desde entonces había estado en Aekir, y había descubierto cómo era una ciudad verdaderamente grande. Torunn albergaba a unas doscientas mil personas, y aproximadamente el mismo número de refugiados se dirigía en aquellos momentos hacia la ciudad en busca de santuario. La enormidad del problema resultaba excesiva para su imaginación.
En los suburbios la presión de la multitud empeoró. Había jinetes torunianos tratando de mantener el orden, y en todos los mercados se habían instalado cocinas al aire libre. El ruido y el hedor eran increíbles. Torunn tenía el aire apocalíptico de uno de aquellos cuadros religiosos que pretendían representar los últimos días del mundo. Aunque la caída de Aekir, pensó amargamente Corfe, había sido aún más apocalíptica.
Ante las puertas bajas y de construcción reciente de la ciudad aguardaba un tercio de piqueros flanqueados por un par de culebrinas. La mecha lenta ardía en columnas de humo azules y perezosas. Corfe no estaba seguro de si la demostración de fuerza pretendía recibir al sumo pontífice o impedir que los refugiados entraran en la ciudad interior, pero cuando el carruaje fue divisado, las culebrinas dispararon una salva de saludo, descargas sin proyectil que rugieron entre nubes de humo y llamaradas. En las torres de arriba, otros cañones empezaron también a disparar hasta que las murallas parecieron emborronarse con el humo, y el sonido atronador hizo que Corfe reviviera el bombardeo merduk sobre el dique de Ormann.
Los torunianos presentaron armas, un oficial blandió su sable, y el sumo pontífice cruzó las puertas de Torunn.
El rey Lofantyr oyó los ecos de la salva, y detuvo su paseo para mirar por las ventanas de la torre. Empujó a un lado las verjas de hierro y salió al ancho balcón. La ciudad era un mar serrado de tejados que avanzaban hacia el norte, pero pudo distinguir las nubes de humo procedentes de las casamatas en las murallas.
—Por fin —dijo. El alivio en su voz resultaba palpable.
—Tal vez ahora te sentarás un rato —dijo una voz de mujer.
—¿Sentarme? ¿Cómo puedo sentarme? ¿Cómo voy a descansar a partir de ahora, madre? No debí escuchar a Abeleyn, su lengua es demasiado famosa por su capacidad de persuasión. El reino está al borde de la ruina, y soy yo quien lo ha puesto allí.
—¡Bah! Eres tan aficionado al dramatismo como tu padre, Lofantyr. ¿Fuiste tú quien llevó a los merduk a las puertas de Aekir? —repuso la mujer ásperamente detrás de él—. El reino acaba de conseguir una gran victoria, y continúa defendiendo sus líneas en el este. Eres toruniano, y el rey. No deberías expresar de ese modo las dudas de tu corazón.
Lofantyr se volvió con una sonrisa torva.
—Si no puedo confiártelas a ti, ¿dónde podré expresarlas?
La mujer estaba sentada al otro extremo de la alta estancia de la torre, envuelta en una nube de encaje y brocado. En una repisa frente a ella descansaba un bastidor de bordar, y sus ágiles manos trabajaban sobre él sin pausa, entre el centelleo de la atareada aguja. Sus ojos se levantaban brevemente hacia su hijo el rey y volvían a descender hacia su labor, siempre arriba y abajo. Sus dedos nunca vacilaban.
El rostro de la reina madre estaba rodeado por un halo de cabello engañosamente trabajado, sujeto con alfileres de perlas y adornado con joyas. Un cabello dorado con toques de plata. Pendientes de lapislázuli reluciente. Su rostro era de huesos finos, pero algo demacrado; era posible ver que había sido una mujer hermosa en su juventud, e incluso en aquel momento sus encantos no podían despreciarse a la ligera, pero había cierta fragilidad en la carne que recubría aquellos hermosos huesos, una red de finas arrugas que proclamaban su edad pese a la increíble magnificencia de sus ojos verdes.
—Has ganado la batalla, mi rey, la batalla contra el tiempo. Ahora puedes presentar al pontífice ante el consejo para acallar los rumores de herejía. —Mantuvo la lengua entre los dientes durante un segundo mientras la aguja se atascaba en un punto particularmente difícil—. Al contrario que los demás reyes, puedes demostrar a tu pueblo que Macrobius sigue vivo. Eso, y la tormenta que se aproxima por el este, debería bastar para unir a la mayoría bajo tu mando. —Dejó la aguja a un lado—. Basta por hoy. Estoy cansada. —Miró fijamente a Lofantyr—. Tú también pareces cansado, hijo. Tuviste un viaje muy duro desde Vol Ephrir.
—Lo de siempre —dijo Lofantyr encogiéndose de hombros—; nieve y bandidos. Mi cansancio se debe a algo más que las consecuencias de un viaje, madre. Macrobius está aquí, sí; pero al otro lado de las murallas de la ciudad, miles y miles de aekirianos y torunianos del norte gritan pidiendo auxilio, y yo no puedo dárselo. Martellus quiere que envíe al dique a las guarniciones de la ciudad, y los Caballeros Militantes que se me prometieron ya nunca llegarán.
Necesito a todos los hombres de que pueda disponer para contener a los nobles. Me están presionando, pese a que les prometí que les presentaría al verdadero pontífice. Ya hay noticias de rebeliones menores en Rone y Gebrar. Necesito comandantes de confianza que no vean una oportunidad en las dificultades de la monarquía.
—Lealtad y ambición: dos cualidades irreconciliables sin las que un hombre no es nada.
—Es raro el individuo capaz de mantenerlas en equilibrio en su interior —dijo la mujer.
—John Mogen supo hacerlo.
—John Mogen ha muerto, que Dios lo tenga en su seno. Necesitas otro líder, Lofantyr, alguien capaz de guiar a los hombres como lo hacía Mogen. Martellus puede ser un buen general, pero no inspira a los hombres de la manera adecuada.
—Y yo tampoco —dijo Lofantyr con sarcasmo.
—No, es cierto. Nunca serás un general, hijo mío, pero no te hace falta. Ser rey es trabajo suficiente.
Lofantyr asintió, con una sonrisa agria en el rostro. Era un hombre joven, igual que los demás reyes heréticos, Abeleyn de Hebrion y Mark de Astarac. Su esposa, una princesa de Perigraine sobrina del rey Cadamost, había partido ya hacia Vol Ephrir, jurando que nunca se acostaría con un hereje. Pero sólo tenía trece años. No había hijos, y un lazo dinástico roto significaba muy poco en aquel momento, con todo Occidente dividido por el cisma religioso.
Su madre, la reina Odelia, apartó el bastidor de bordar y se levantó, ignorando el brazo que su hijo se apresuró a ofrecerle.
—El día que no pueda levantarme de una silla sin ayuda, puedes enterrarme con ella —le espetó, y luego gritó—: ¡Arach!
Lofantyr se estremeció cuando una araña negra se descolgó de las vigas del techo por un hilo reluciente y aterrizó en el hombro de su madre. Era muy velluda, y más grande que su mano. Sus ojos de rubí centelleaban. Odelia la acarició durante un instante, y el insecto emitió un sonido parecido al ronroneo de un gato.
—Sé discreto, Arach. Vamos a conocer a un pontífice —dijo la mujer.
Al instante, la araña desapareció entre la masa de encaje que surgía de la nuca de Odelia. Era apenas visible allí, un bulto oscuro refugiado en el tejido que convertía la postura erguida de la reina en algo que recordaba a una joroba. El ronroneo se convirtió en un zumbido apenas audible.
—Está envejeciendo —dijo la reina madre, sonriendo—. Le gusta el calor. —Aceptó finalmente el brazo de su hijo, y ambos se dirigieron a las puertas de la parte trasera de la habitación.