—Por aquí. Aprisa —dijo Murad, encabezando la marcha. La compañía lo siguió al trote, sudando y jadeando antes de haber recorrido cien yardas. De los bolsillos de los soldados caían monedas que tintineaban junto a la carretera.
La ciudad parecía desierta. No se veían luces por ninguna parte, ni un alma viviente en las calles. Pero Hawkwood percibía continuos movimientos, como destellos entrevistos por el rabillo del ojo. La oscuridad era tan densa que resultaba imposible estar seguro. Levantó la vista para ver un disco de cielo lleno de estrellas sobre el borde del cráter, y se sintió casi totalmente seguro de que había cosas moviéndose por aquel cielo, oscuridades móviles que se recortaban contra las estrellas. Tuvo la inquietante sensación de que la ciudad no estaba en absoluto tranquila y vacía, sino que rebosaba de vida móvil e invisible.
La compañía se detuvo a descansar en una estrecha calle lateral. Los soldados que cargaban con los pesados cofres se masajearon las manos exangües. Habían recorrido una media milla desde la casa donde los habían apresado, y aún no había rastro de persecución.
Incluso Murad parecía inquieto.
—Hubiera dicho que toda la ciudad se nos echaría encima —dijo a Hawkwood.
—Ya lo sé —replicó el navegante—. Todo es muy extraño. ¿Qué le ha ocurrido al duende de Bardolin, y al propio Bardolin? ¿Por qué no puede volver con nosotros? ¿Acaso nos permiten escapar porque…?
—¿Por qué?
—Tal vez porque ya tienen lo que querían.
Murad permaneció en silencio durante unos instantes. Finalmente dijo:
—Lo del mago es una lástima, pero si tenéis razón, todavía es posible que salgamos ilesos de ésta. Y después de todo, lo llevamos con nosotros. Tal vez su mente regrese.
No miraba a Hawkwood a los ojos, sino que estudiaba los enormes edificios y los árboles que empezaban a aparecer entre ellos; no estaban lejos de la pared del cráter, ni de la estrecha abertura que era su única salida.
—Hora de ponerse en marcha.
Los soldados retomaron sus cargas, y la compañía se puso en movimiento. El ataque fue tan repentino que quedaron rodeados antes de poder ver a los asaltantes. La noche estaba salpicada de ojos furiosos, y unas formas enormes se les echaron encima. El silencio fue roto por los rugidos, gritos y chillidos procedentes de un centenar de gargantas bestiales. Los hombres de detrás murieron incluso antes de poder soltar los cofres que dificultaban sus movimientos.
En la cima de la pirámide de Undi se elevaba otro edificio, cuyas paredes se curvaban hacia el interior, en dirección al tejado. El cambiaformas Gosa entró en él cargando con el duende, y luego subió a saltos por un delgado tramo de escaleras. Estaban en el tejado de la estructura, una plataforma cuadrada de tal vez tres brazas de lado. Allí el duende fue depositado suavemente sobre sus pies, y el hombre mono se marchó. Un ruido de piedra, y la entrada a la plataforma se cerró tras él.
Bardolin levantó la vista con los ojos del duende, para ver la negrura de las paredes del cráter a su alrededor, y sobre ellas un redondel de estrellas girando en el eterno movimiento de los cielos. Eran tan numerosas que proyectaban una luz débil y fría sobre la ciudad. Muchas de ellas eran identificables (pudo distinguir la Guadaña de Coranada), pero parecían estar en posiciones equivocadas. Mientras Bardolin observaba, un rayo de plata cruzó el firmamento, una estrella muriendo en un último resplandor de belleza.
—Impresionante, ¿no es cierto? —dijo una voz, y el duende pegó un salto. Buscó instintivamente un lugar donde esconderse, pero la plataforma de piedra estaba vacía y, más allá de sus bordes, sólo había una larga caída hasta los escalones de la pirámide.
Bardolin aferró la voluntad de la criatura con la suya, tranquilizándola e inmovilizándola.
Había un hombre en la plataforma, que, al parecer, había surgido de la nada. La luz de las estrellas jugaba con sus rasgos. Parecía divertido.
—Un familiar muy atractivo. En Undi ya no los empleamos. Son una debilidad, además de una ventaja. ¿Siguen siendo tan difíciles de proyectar como en mis tiempos?
La voz de Bardolin surgió de la boca del duende. Los ojos de la criatura se apagaron cuando el mago tomó el control por completo.
—Bastante difíciles, pero nos apañamos. ¿Puedo saber vuestro nombre?
El hombre se inclinó.
—Soy Aruan de Undi, y antes de Garmidalan, en Astarac. Vos sois Bardolin de Carreirida.
—¿Nos conocemos?
—En cierto modo. Pero esperad; dejaremos que vuestro asustado familiar descanse un poco. Dadme la mano.
Extendió una mano grande y de dedos romos en dirección al duende. La criatura la tomó, y Aruan se enderezó, tirando de ella. Pero el duende no se movió. En lugar de ello, una penumbra reluciente surgió de su cuerpecito, como si se la hubieran arrancado del alma. Aruan sostenía la mano del propio Bardolin, y éste se encontraba sobre la plataforma, estupefacto, resplandeciendo como un fantasma a la luz de las estrellas.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó a Aruan. El duende parpadeaba y se frotaba los ojos.
—Un simulacro, nada más. Pero facilita la comunicación. No tengáis miedo. Vuestra esencia, o la mayor parte de ella, sigue con vuestro cuerpo, durmiendo en la ciudad.
La imagen reluciente de Bardolin se palpó el cuerpo con manos temblorosas.
—Esto es auténtica magia.
—No es tan difícil, y hace que las cosas sean más… civilizadas.
Bardolin cruzó sus brazos imaginarios.
—¿Por qué estoy aquí?
—¿No podéis responder vos mismo? Poseéis libre albedrío, igual que todas las criaturas de Dios.
—Sabéis a qué me refiero. ¿Qué queréis de mí?
El hombre llamado Aruan se volvió, se dirigió al borde de la plataforma y contempló la ciudad de Undi. Era alto, y vestía una túnica voluminosa y arcaica como la que podía haber llevado un noble de los tiempos de la Hegemonía fimbria. Su cabeza era calva a excepción de una franja de cabello negro en torno a la base de su cráneo, muy parecida a la tonsura de un monje. Tenía una nariz aguileña, unos ojos profundos bajo unas cejas fantásticas y erizadas, y unos pómulos altos y prominentes, que contrastaban de modo curioso con el resto de su rostro aristocrático, como si alguien hubiera mezclado los rasgos de un salvaje kolchuk con los de un barón de Perigraine. Arrogancia y primitivismo; Bardolin pudo percibir las dos cosas.
—Éste es el aspecto que tuve una vez —dijo Aruan—. Si vierais mi forma actual, sentiríais repugnancia. Soy viejo, Bardolin. Recuerdo los días del imperio, las Guerras Religiosas. He conocido a hombres cuyos padres conversaron con el bendito Santo. He visto pasar siglos enteros en el mundo.
—Ningún hombre es inmortal —dijo Bardolin, al mismo tiempo asustado y fascinado—.
Ni siquiera el más poderoso.
Aruan apartó la vista de la ciudad, sonriendo.
—Cierto, demasiado cierto. Pero hay formas y maneras de aplazar el pago de nuestra deuda con la muerte. Ya sabéis qué quiero de vos, y me pregunto cuál será la respuesta.
Permitidme que os explique algo.
«Durante todos los años que he pasado aquí, hemos visto llegar muchos barcos del Viejo Mundo; más de los que podríais imaginar. La mayor parte venían cargados de buitres hambrientos de oro, que simplemente querían apoderarse del país de los zantu y expoliarlo.
Eran aventureros, aspirantes a conquistadores, a veces fanáticos llenos de celo religioso.
Murieron. Pero a veces eran refugiados, que llegaban huyendo de las piras de Normannia y de las purgas de los inceptinos. A esas personas, en su mayor parte, las recibíamos con los brazos abiertos. Pero nunca habíamos encontrado a un nativo del Viejo Mundo con vuestro… potencial.
—No comprendo —dijo Bardolin—. Soy un tipo de mago muy común.
—En teoría, tal vez lo sois. Pero poseéis una dualidad que no hemos visto en ningún otro mago procedente del otro lado del océano, una dualidad que es la clave de nuestra jerarquía taumatúrgica aquí en el oeste.
Bardolin sacudió la cabeza.
—Vuestras respuestas sólo sirven para generar nuevas preguntas.
—No importa. Todo se aclarará dentro de poco.
—Quiero que me habléis de este lugar: cómo llegasteis aquí, cómo empezó todo. Qué está ocurriendo.
Aruan se echó a reír, con un sonido que le hizo parecer un pícaro bienintencionado.
—¿De modo que queréis conocer nuestra historia, contemplar todos los siglos que comprende expuestos ante vos como un tapiz para vuestro deleite?
—Quiero explicaciones.
—Oh… Y creéis que pedís poca cosa, ¿eh? Explicaciones. Bueno, hace una noche agradable. Dadme la mano otra vez, hermano mago.
—Una mano fantasma.
—Bastará. ¿Lo veis? Puedo apretarla como si fuera de carne y hueso. Con la otra cogeré a vuestro duende; no podemos dejarlo aquí solo.
Ocurrió algo que Bardolin, pese a todos sus conocimientos en el campo del dweomer, no pudo identificar. La plataforma desapareció, y se encontraron a miles de pies de altura, y subiendo. El aire era más fresco, y la brisa agitaba el cabello de Aruan.
«Puedo sentir la brisa; y soy un simulacro», pensó Bardolin, con un sobresalto de miedo.
Y entonces comprendió que lo que sentía eran las sensaciones del duende. Tenían que serlo.
Un simulacro no podía percibir sensaciones físicas.
¿O sí? Notaba la mano de Aruan en la suya, cálida y fuerte. ¿Era una sensación suya o del duende?
Dejaron de ascender. Bardolin pudo mirar abajo como un dios. Había salido la luna, como un trozo de manzana plateada iluminando el Océano Occidental. La bóveda estelar sobre la cabeza de Bardolin, curiosamente, no parecía estar más cerca. Las estrellas eran más claras, pero tan lejanas como siempre.
La increíble inmensidad del mundo, con su oscuridad nocturna y su luna plateada, era apabullante. El cielo era una bóveda brillante que giraba eternamente sobre la tierra dormida, y el Océano Occidental un tejido arrugado de plata salpicado de luz de luna. Y el Continente Occidental era una oscuridad enorme donde sólo ardían unas pocas luces. Bardolin pudo distinguir las hogueras de Fuerte Abeleius en la costa, los pequeños puntos de luz que eran las linternas de popa y del calcés del
Águila
junto a la orilla, y unos cuantos resplandores rojos, esparcidos sobre la tierra como las ascuas de un antiguo fuego.
—Las fuerzas inquietas del mundo, jugando en los cimientos de la tierra —dijo Aruan, como si estuviera recitando algo—. Volcanes, Bardolin. Es una tierra antigua, rota y atormentada. Se remueve con inquietud mientras duerme.
—Los cráteres —dijo Bardolin.
—Sí. Una vez existió aquí una gran civilización, tan sofisticada como la de Normannia.
Pero las fuerzas que crean y destruyen nuestro mundo despertaron aquí. Aniquilaron las obras de los antiguos, y crearon Undabane, la Montaña Sagrada, y unos cuantos volcanes menores.
Los
Undwa-Zantu
murieron entre llamas y cenizas, y los supervivientes del cataclismo regresaron a la barbarie.
—El pueblo alto y de piel negra que habita en vuestra ciudad.
—Sí. Cuando los encontré, en el año del Santo de ciento nueve, eran un pueblo salvaje, y de la noble cultura que una vez habían poseído no quedaban más que leyendas y ruinas. Se hacían llamar los zantu, que en su idioma significa «los restantes», y a sus ancestros los llamaban
Undwa-Zantu
, los restantes antiguos. Sus magos (porque habían sido un pueblo con una magia muy poderosa) habían degenerado hasta convertirse en chamanes tribales, pero preservaban muchos conocimientos valiosos. Eran un pueblo único, poseedor de dones singulares.
Pero Bardolin se había quedado con la boca abierta.
—Habéis estado aquí durante… ¿cuánto tiempo? ¿Cuatro siglos y medio?
—En el Viejo Mundo —dijo Aruan sonriendo—, fui un mago en la corte del rey Fontinac III de Astarac. Navegué hacia el oeste en una carabela llena de agujeros llamada
Bendición de Dios
, cuyo capitán era Pinarro Albayero, que Dios se apiade de su desdichada alma.
—Pero ¿cómo…?
—Os lo he dicho: los chamanes de los zantu preservaban gran parte de los conocimientos de sus antecesores, una teúrgia tan potente que hacía que el dweomer del Viejo Mundo pareciera una travesura infantil. Hay poder en esta tierra, Bardolin; vos mismo lo habréis notado. Las montañas de fuego escupían teúrgia pura además de roca fundida en sus erupciones. Y el Undabane es su manantial, su origen. Este sitio está prácticamente vivo. Y es posible utilizar ese poder. Por eso continúo aquí, cuando mi pobre cuerpo debería haberse convertido en polvo y huesos hace mucho tiempo.
Bardolin no podía hablar. Su mente estaba colapsada, tratando de asimilar las tremendas implicaciones de las palabras de Aruan.
—Llegué aquí huyendo de las purgas del sumo pontífice Willardius… Ojala se pudra para siempre en un infierno ramusiano. Con algunos de mis camaradas, embarqué con un hombre desesperado, Albayero de Abrusio. No era más que un pirata común, que necesitaba abandonar la costa de Normannia tanto como nosotros. —Aruan hizo una breve pausa, y sus ojos quedaron vacíos, como si considerara el terrible paso de tantos siglos, ya convertidos en cenizas—.
Aproximadamente cada siglo —prosiguió—, se produce una convulsión en la fe ramusiana; los fieles tienen que renovar sus creencias. Lo hacen con auténticas carnicerías. Y las víctimas siempre son las mismas. Mis colegas y yo huimos de uno de esos baños de sangre. La mayoría de los miembros de los Gremios de Taumaturgos de Garmidalan y Cartigella se convirtieron en fugitivos, porque, como estoy seguro de que sabéis muy bien, hermano, cuanto más prominente seáis en vuestra orden, menos posibilidades tendréis de ser ignorado cuando los Cuervos afilen sus picos. De modo que embarcamos, algunos de nosotros con nuestras familias, los que las teníamos, en el maltrecho barquito de Pinarro Albayero.
«Albayero tenía intención de desembarcar en las islas Brenn, pero el viento nos arrastró hasta el cabo del Norte en las Hebrionesas. Rodeamos la península con ayuda de los brujos del clima que nos acompañaban, pero ni siquiera ellos pudieron hacernos recuperar el rumbo perdido. Las tormentas que encontramos no admitían interferencias, ni siquiera de los magos maestros. De modo que las capeamos con nuestro barquito, y los brujos del clima tuvieron que dedicar todos sus esfuerzos a mantenernos a flote. Fuimos arrastrados hacia las extensiones sin límite del Océano Occidental, y allí sucumbimos a la desesperación, creyendo que caeríamos por el borde del mundo para precipitarnos en los abismos estelares.