«Pero no fue así. Habíamos zarpado con la esperanza de encontrar alguna isla deshabitada en el archipiélago de las Brenn (porque tales cosas aun existían en el siglo II), pero ya no teníamos la más remota idea de dónde podíamos acabar. Los vientos eran demasiado fuertes. Era casi como si el mismo Dios nos hubiera dado la espalda, y hubiera decidido expulsarnos de la faz de su creación.
«Ahora sé que no era cierto. Dios estaba cerca, velando por nosotros y guiando nuestro barco por el único camino de la salvación. Tocamos tierra setenta y ocho días después de haber rodeado el cabo del Norte, noventa y cuatro días después de nuestra partida de Cartigella.
«Desembarcamos en un continente que era totalmente distinto a lo que habíamos experimentado hasta entonces. Una tierra que se convertiría en nuestro hogar.
Aruan hizo una pausa, con la barbilla hundida cerca del pecho. Bardolin pudo imaginar la sorpresa, la alegría y el miedo que debían de haber sentido aquellos primeros exiliados al ascender por la playa resplandeciente y contemplar la impenetrable oscuridad de la jungla.
Para ellos la idea del regreso había sido inconcebible.
«La mitad de los nuestros murieron antes de seis meses —continuó Aruan, con una voz mecánica e inexpresiva—. Albayero nos abandonó; una noche levó anclas, y había cruzado el horizonte antes de que nos diéramos cuenta de que había huido. Vendió sus conocimientos a la nobleza de Astarac, según averigüé más tarde, posibilitando que otros emprendieran el viaje en tiempos de desesperación. Lo que a la larga resultó beneficioso, porque significó que, en varias ocasiones, durante los largos años, décadas y siglos siguientes, recibimos inyecciones de sangre nueva.
«Domesticamos a los zantu con nuestra hechicería, y ellos se unieron a nosotros para servirnos y adorarnos. Los sacamos de la barbarie, y los convertimos en el pueblo civilizado que hoy veis. Pero transcurrió mucho tiempo antes de que aprendiéramos a apreciar realmente su sabiduría y a superar los prejuicios de nuestra educación ramusiana. Limpiamos Undi, que era una ruina llena de maleza perdida en el vientre del Undabane, y la convertimos en nuestra capital. Nos construimos una vida, una especie de reino si queréis llamarlo así, aquí en la jungla.
Y nadie nos perseguía. Nunca oleréis una pira en esta tierra, Bardolin.
—Pero hicisteis algo, ¿no es así? He visto hombres bestia, monstruosidades fabricadas con dweomer y carne deforme.
—Experimentos —replicó rápidamente Aruan—. El nuevo poder que habíamos descubierto necesitaba ser explorado y controlado. Había que escribir reglas nuevas. Antes de conseguirlo, se produjeron ciertos… accidentes lamentables. Algunos de nosotros fuimos demasiado lejos, es cierto.
—¿Y eso ya no sucede?
—No, si yo no lo deseo —dijo Aruan sin mirarlo.
—Una sociedad cohesionada por el dweomer —dijo Bardolin, con el ceño fruncido—.
Una parte de mí se alegra ante esa idea, pero otra parte siente miedo. Hay tantas posibilidades de abusos, de…
—De maldad. Sí, lo sé. También hemos tenido nuestras disensiones internas a lo largo de estos años, nuestras pequeñas guerras civiles, si puedo dignificarlas con ese título. ¿Por qué creéis que sólo quedo yo de todos los fundadores de nuestro país?
—Porque fuisteis el más fuerte —dijo Bardolin.
Aruan volvió a soltar su bulliciosa carcajada.
—¡Muy cierto! Sí, fui el más fuerte. Pero también el más sabio, creo. Me guiaba un objetivo del que los demás carecían.
—¿Y cuál es ese objetivo vuestro? ¿Qué es lo queréis del mundo?
Aruan se volvió y miró a Bardolin a los ojos, con la luz de la luna resaltando las líneas de sus rasgos y haciendo resplandecer el brillo líquido de sus ojos. Había algo extraño en él, algo que al mismo tiempo era desconocido y familiar.
—Quiero que mi pueblo (y también el vuestro) ocupe el lugar que le corresponde en el mundo, Bardolin. Quiero que los practicantes de dweomer se levanten y olviden sus miedos, sus hábitos de servidumbre. Quiero que reclamen sus derechos.
—No todos los practicantes de dweomer son hombres educados o poderosos —dijo Bardolin con cautela—. ¿O acaso queréis que los herbalistas, las brujas de pueblo, los cantrimistas y los videntes enloquecidos tengan voz y voto en una especie de hegemonía de los hechiceros? ¿Es ése vuestro propósito, Aruan?
—Escuchadme un momento, Bardolin. Escuchadme sin ese conservadurismo obstinado que os define. ¿Acaso el orden social que ahora domina en Normannia es tan noble y bueno que vale la pena salvarlo? ¿Acaso es justo? ¡Por supuesto que no!
—Y el orden social que vos erigiríais en su lugar, ¿sería más justo? —preguntó Bardolin—. Sustituiríais una tiranía por otra.
—Liberaría a nuestra gente maltratada, y extirparía de nuestras vidas el cáncer de las órdenes religiosas.
—Para alguien que se ha pasado siglos en la jungla, parecéis muy bien informado —le dijo Bardolin.
—Tengo mis fuentes, como es el deber de todo mago. Vigilo el Viejo Mundo, Bardolin; siempre lo he vigilado. Es el hogar de mi nacimiento, mi niñez y mi juventud. Todavía no he renunciado a él.
—¿Acaso todos vuestros agentes en Normannia son cambiaformas?
—Ah. Me preguntaba cuándo llegaríamos a eso. Sí, Ortelius era uno de los míos, un hombre muy valioso.
—¿Cuál era su misión?
—Haceros regresar, nada más.
—Nuestro barco llevaba a bordo practicantes de dweomer, a los que, según decís, os hubiera gustado redimir; huían de la persecución, y vos los hubierais devuelto a las piras que les aguardaban.
—Vuestro barco también llevaba a un representante oficial de la corona hebrionésa, y un contingente de soldados —dijo secamente Aruan—. Preferí prescindir de ellos.
—¿Y el otro barco, el que embarrancó y naufragó en estas mismas costas? ¿Tuvisteis algo que ver con ello?
—No, por mi honor, Bardolin. Simplemente, tuvieron mala suerte. No formaba parte de mi plan masacrar a tripulaciones enteras. Pensé que si conseguía hacer regresar al galeón, donde viajaban los líderes de la expedición, el barco menor lo seguiría.
—¿Acaso debo daros las gracias por vuestra humanidad y clemencia, cuando la bestia que ordenasteis embarcar fue la responsable de la terrible muerte de mis compañeros?
—Bardolin estaba furioso, pero Aruan le respondió con calma.
—Las exigencias de la situación no permitían otro recurso… Y además, Ortelius estaba fuera de mi control. Lamento las muertes innecesarias tanto como el que más, pero tenía que proteger lo que hemos construido aquí.
—En ese caso, Aruan, tendréis que aseguraros de que ninguno de los miembros de la presente expedición salga con vida de este continente, ¿no es así?
Hubo un breve silencio.
—Las circunstancias han cambiado.
—¿En qué sentido?
—Tal vez ya no nos preocupa tanto el secretismo. Tal vez tenemos otros asuntos en qué pensar.
—¿Y quiénes sois? ¿Criaturas como vuestro hombre mono Gosa? ¿Por qué siempre escogéis cambiaformas como lacayos? ¿Es que no quedan magos decentes en el oeste?
—Vaya, Bardolin, parecéis casi indignado. Me sorprende, viniendo de vos.
—¿A qué os referís?
—Os lo he dicho antes.
—No me habéis dicho nada, nada de importancia. ¿Qué habéis estado haciendo aquí durante todos esos siglos? ¿Jugar a ser dios ante los primitivos, divertiros con vuestras mezquinas luchas por el poder?
Aruan se acercó al fantasma reluciente que era la presencia de Bardolin.
—Dejad que os muestre qué hemos estado haciendo durante esos años perdidos, hermano mago, qué trucos hemos aprendido aquí, en las junglas del oeste.
Hubo un cambio, rápido como una bocanada de aliento empañando un panel de cristal.
Aruan había desaparecido, y en su lugar se erguía la figura enorme de un cambiaformas, un hombre lobo de ojos amarillos y largo hocico de colmillos relucientes. El duende de Bardolin gimió y se ocultó tras el simulacro traslúcido de su amo.
—No es posible —susurró Bardolin.
—¿Acaso no os he dicho, Bardolin, que habíamos encontrado una sabiduría nueva y poderosa entre los habitantes de este continente? —dijo la voz de Aruan, contorsionando el hocico de la bestia en torno a las palabras, y escupiendo gotas de saliva que relucieron bajo la luz de la luna.
—Es una ilusión —dijo Bardolin.
—Tocad la ilusión entonces, hermano Ilusión.
Por supuesto, en aquel momento Bardolin no era nada más que una aparición, una copia de su verdadera identidad, conjurada por el increíble poder de aquel hombre, de aquella bestia que se encontraba ante ál.
—No soy un simulacro, os lo aseguro —dijo la voz de Aruan.
—Es imposible. Los que sufren del mal negro no pueden aprender ninguna de las seis disciplinas restantes. Va contra la misma naturaleza de las cosas. Los cambiaformas no pueden ser magos.
El cambiaformas se acercó más.
—Aquí sí pueden. Todos lo somos, amigo Bardolin. Todos tenemos algo de bestia en esta tierra, y ahora vos también.
Algo en el interior de Bardolin se estremeció ante la tranquila seguridad del hombre lobo.
—Yo no.
—Desde luego que sí. Habéis visto el corazón y la mente de un cambiaformas en el momento de su transformación. Es más, habéis amado a alguien de los nuestros. Puedo leerlo en vos como si estuviera escrito en el pergamino de vuestra propia alma. —La bestia soltó una carcajada horrible.
—Griella.
—Sí; ése era su nombre. La memoria de ese momento está grabada a fuego en vuestro interior. Hay una parte de vos, enterrada profundamente en los espacios más negros de vuestro corazón, que se habría unido gustosamente a ella en sus sufrimientos, si sólo Griella hubiera podido corresponder a vuestro amor…
«Vuestro duende es un escudo muy pobre contra el espionaje, Bardolin. Si estuvierais solo, podríais resistiros, pero él es un conducto hacia el corazón de vuestros miedos y emociones. Sois un libro abierto que puedo consultar siempre que sienta deseos de leer.
—¡Monstruo! —gruñó Bardolin, pero el miedo estaba abriendo una estalactita de terror en su carne.
El hombre lobo se le acercó hasta que su calor y olor le rodearon por completo, y la gran cabeza bloqueó las estrellas. Volvían a encontrarse sobre la pirámide: la imagen de Bardolin podía percibir la piedra bajo las plantas de sus pies.
—¿Sabéis cómo creamos a los cambiaformas en este país, Bardolin?
—Decídmelo —graznó Bardolin. Incapaz de contenerse, retrocedió un paso.
—Para que una persona quede infectada con el mal negro, debe hacer dos cosas. En primer lugar, él o ella debe mantener relaciones físicas con un cambiaformas. Y además, tiene que devorar una parte de la carne cazada por ese cambiaformas. Es así de simple. No hemos adivinado aún por qué ciertas personas se convierten en ciertas bestias; ése es un campo muy complejo que requerirá mayor estudio. Una cuestión de estilo personal, tal vez. Pero el proceso básico nos es bien conocido. Somos una raza de cambiaformas, Bardolin, y ahora vos sois uno de nosotros, tal como deseabais en secreto.
—No —susurró Bardolin, aterrado. Recordó una especie de acto amoroso, una batalla sudorosa medio soñada en la noche. Y recordó a Kersik ofreciéndole una chuleta para que la mordiera—. ¡Oh, buen Dios, no!
Sintió un apretón en el hombro mientas mantenía el rostro cubierto con las manos, y allí estaba Aruan, de nuevo en su forma humana. La bestia había desaparecido. Su expresión era al mismo tiempo amable y triunfante.
—Nos pertenecéis, amigo mío. Somos verdaderos hermanos, unidos por el dweomer y la enfermedad que acecha en nuestra carne.
—¡Idos al infierno! —gritó Bardolin—. Mi alma es mía.
—Ya no —dijo Aruan, implacable—. Sois mío, una criatura en mi poder, igual que Gosa o Kersik. Haréis lo que yo desee, incluso cuando no seáis consciente de que la voluntad que os gobierna no es la vuestra. Tengo a centenares de agentes como vos por todo el Viejo Mundo.
Pero vos sois especial, Bardolin. Sois un hombre que en otro tiempo podría haber sido un amigo. Y por esa razón os dejaré en paz durante un tiempo. Pensad en esto cuando nos separemos: la raza cuya sangre corre por mis venas y las vuestras, por las de los herbalistas, las brujas de pueblo y los cantrimistas menores… procede de aquí, del oeste. Somos un pueblo antiguo, la raza más antigua del mundo, y sin embargo durante siglos hemos tenido que sufrir y morir para satisfacer los prejuicios de hombres inferiores. Eso cambiará. Volveremos a encontrarnos, vos y yo, y cuando lo hagamos me reconoceréis como vuestro señor, y vuestro amigo.
El espectro que era Bardolin empezó a desvanecerse. El duende emitió un gritito y trató de correr hacia la silueta de su amo, pero Aruan lo atrapó en sus brazos. La criatura se retorció lastimosamente, pero no pudo liberarse.
—Vuestro familiar ya no es necesario, hermano mago. Es una debilidad de la que podéis prescindir, y ya conozco el camino de su mente a la vuestra. Despedíos.
Con un movimiento de sus poderosos brazos, Aruan hizo girar la cabeza del duende sobre su delgado cuello. Hubo un fuerte chasquido, y la pequeña criatura quedó inerte.
Bardolin chilló de dolor y agonía, y le pareció que la noche se disolvía en un terrible resplandor, un holocausto abrasador que consumió los intersticios de su mente y su alma. El mundo pasó junto a él como una estrella fugaz, y pudo ver la ciudad, la montaña, y la jungla negra del Continente Occidental retrocediendo, como si cabalgara sobre el halo fundido de una bala de cañón disparada contra el cielo.
Su grito pasó a ser la cola del cometa en que se había convertido. Volvió a precipitarse hacia el suelo, como un meteorito furioso empeñado en enterrarse en el corazón del mundo.
Y se estrelló, sumiéndose en una oscuridad total a través de una luz terrible.
Los acontecimientos parecieron al mismo tiempo excesivos y demasiado escasos para asimilarlos. Hawkwood recordó absurdamente un festival al que había asistido una vez en el sur de Torunna, donde las efigies de los antiguos dioses habían sido expuestas al ridículo público: enormes construcciones de mimbre, tela y madera en todas las formas grotescas imaginables, danzando locamente gracias a grupos de hombres escondidos en el interior de las coloridas carcasas, hasta que resultó imposible distinguir una silueta absurda de la siguiente, y todas se disolvieron en un confuso torbellino de rostros, piernas y brazos monstruosos.