—Ahí está Undi —dijo Gosa con tranquila satisfacción—. La Ciudad Oculta de los zantu y los arueyn, el Corazón de Fuego, el Lugar Antiguo. ¿No creéis que el viaje ha valido la pena?
—¿Quién construyó esto? —preguntó al fin Bardolin—. ¿Quiénes son esos pueblos que habéis nombrado?
—Todas las preguntas tendrán su respuesta al final. Por el momento, sólo nos queda un breve descenso, y podréis descansar. La noticia de vuestra llegada os ha precedido. Hay comida y bebida esperando, y cuidados para vuestros enfermos.
—Llevadnos abajo, entonces —dijo Murad con brutal franqueza—. No quiero que más de mis hombres acaben muriendo en este agujero infernal porque hayáis decidido quedaros aquí presumiendo.
Los ojos de Gosa centellearon con una luz extraña, aunque su expresión no varió. Inclinó levemente la cabeza y emprendió la marcha, descendiendo por un camino excavado en la ladera de la montaña. Sin embargo, Kersik dirigió al noble una mirada de puro veneno.
Descendieron a trompicones, entre miradas estupefactas y maldiciones, hasta el suelo del cráter, que para entonces ya se había cubierto de sombras casi por completo. Unas nubes oscuras se concentraban en el círculo de cielo a miles de pies por encima de ellos, el principio del chaparrón diario. Se encontraron avanzando por un camino amplio y bien pavimentado, con desagües para la lluvia a ambos lados. Era una especie de calle, porque había edificios de techo plano algo alejados de ella y disimulados entre los árboles. A medida que penetraban en el corazón de la ciudad, los árboles se volvían más escasos y los edificios se iban apelotonando. Y la ciudad tenía habitantes.
Eran altos, esbeltos y negros e iban vestidos con túnicas de lino blanco. Sus rasgos eran delicados, con narices finamente esculpidas y labios delgados. Las mujeres eran altas y majestuosas como reinas, con los pechos desnudos y ornamentados con colgantes de oro.
Muchos llevaban los cuerpos decorados con una especie de intrincadas cicatrices rituales, que se retorcían en círculos o líneas curvas en torno a sus torsos y en sus mejillas. Estudiaban a la compañía con interés, y muchos señalaron especialmente a Masudi, que era como ellos y a la vez muy distinto. Pero se mostraban dignos y reservados. La compañía atravesó lo que sólo podía ser un mercado, con sus puestos de fruta y carne, pero muy poco ruidoso. La gente se detenía a contemplar a los maltrechos soldados de Hebrion, y luego continuaba con sus asuntos. Para Hawkwood, que conocía los enloquecidos y caóticos bazares de Ridawan y Calmar, aquella sensación de orden resultaba enervante. Y no se veían niños por ninguna parte.
Tampoco ningún animal, ni siquiera perros vagabundos o gatos perezosos, si es que existían en aquel lugar.
La pirámide se erguía sobre el resto de los edificios. Su cobertura de oro se volvió menos brillante cuando desapareció el sol y la lluvia de la tarde empezó a caer en el interior de la montaña. Gosa y sus compañeros inhumanos condujeron a la compañía a un edificio alto y cuadrado junto al mercado, y llamaron a una puerta de madera. Abrió un hombre alto y anciano, cuyo cabello era tan blanco como negro su rostro.
—Los he traído, Faku —dijo Gosa—. Ocúpate de que estén bien atendidos.
El anciano se inclinó profundamente, inescrutable como un gran visir merduk, y la compañía penetró en la casa.
—Descansad, comed, bañaos. Haced lo que deseéis, pero no salgáis del edificio —les dijo alegremente Gosa—. Yo volveré esta noche, y mañana… mañana trataremos de contestar algunas de esas preguntas que os han atormentado durante tanto tiempo.
Salió. El anciano dio una palmada y aparecieron dos versiones más jóvenes de él mismo, que cerraron las puertas de la habitación (donde la compañía pudo distinguir una especie de salón), y permanecieron a la espera.
Murad y sus soldados miraron a su alrededor como si esperaran que una hueste armada surgiera de las paredes. Fue Hawkwood quien primero olió la carne asada, y la boca se le hizo agua.
Kersik dijo algo al anciano, Faku, que volvió a dar una palmada. Sus asistentes abrieron unas puertas laterales de la gran habitación, y se oyó el gorgoteo del agua corriente. Piscinas de mármol con fuentes. Ropa limpia. Cuencos de cerámica llenos de fruta. Bandejas de carne humeante.
—Dulces santos del cielo —jadeó Bardolin—. ¡Un baño!
—Podría ser un truco —gruñó Murad, que sin embargo estaba tragando saliva, obviamente tentado por el olor de la comida.
—No hay ningún truco. —Kersik se echó a reír, entró corriendo en la habitación y agarró una chuleta asada, mordiéndola y dejando que los jugos le resbalaran por la barbilla.
Se acercó a Bardolin y se situó junto a él.
—¿Por qué no la pruebas, hermano mago? —preguntó, ofreciéndole la chuleta.
Él vaciló, pero la muchacha se la colocó bajo la nariz. Sus ojos brillaban con aquella diversión secreta.
—Confía en mí —le dijo en voz baja, con una sonrisa lobuna en la cara y la boca manchada con los jugos de la carne—. Confía en mí, hermano.
Bardolin mordió la chuleta, arrancando carne del hueso. Le pareció lo más delicioso que había probado en su vida.
Ella le limpió la grasa de la barba plateada, y se apartó de él. Por un instante, Bardolin continuó viendo sus ojos en el espacio vacío que la muchacha había dejado, flotando como relucientes imágenes solares.
—¿Lo ves? —le dijo, levantando la chuleta como si fuera un trofeo.
Los hombres se dispersaron, dirigiéndose a las bandejas y fuentes. Faku y sus compañeros permanecieron impasibles, observándolos como hombres sofisticados en un banquete de bárbaros. Bardolin se quedó donde estaba. Tragó el bocado de carne y contempló a Kersik, que danzaba entre los hambrientos soldados y se burlaba del rostro lívido de Murad.
Hawkwood también se quedó inmóvil.
—¿Qué era? —preguntó a Bardolin.
—¿A qué os referís?
—¿Qué clase de carne?
Bardolin se limpió los labios de grasa.
—No lo sé —dijo—. No lo sé. —Su ignorancia le pareció terrible de repente.
—Bueno, no creo que nos hayan traído hasta aquí para envenenarnos. —Hawkwood se encogió de hombros—. Y, por todos los santos, el olor es apetitoso.
Cedieron y se unieron a los soldados, devorando la carne y saciando la sed con jarras de agua clara. Pero no pudieron tragar más de media docena de bocados antes de que se les cerraran los estómagos. Sintiéndose repletos sin haber comido apenas, hicieron una pausa y vieron que Kersik se había marchado. Las pesadas puertas estaban cerradas y los sirvientes habían desaparecido.
Murad reaccionó con un grito y se arrojó contra las puertas. Éstas crujieron, pero continuaron inmóviles.
—¡Cerradas! ¡Por los santos, nos han encerrado!
Las diminutas ventanas de las paredes, aunque abiertas, eran demasiado pequeñas para permitir el paso de un hombre.
—Al parecer, los invitados se han convertido en prisioneros —dijo Bardolin. No parecía furioso.
—Sabíais que ocurriría algo así —le acusó Murad.
—Tal vez. —Incluso para él mismo, la calma de Bardolin parecía extraña. Se preguntó en secreto si no se debería a la presencia de alguna sustancia en la comida.
—¿Acaso creíais que nos dejarían libres para recorrer la ciudad como peregrinos? —preguntó Bardolin al noble. La carne era como una bola de piedra en su estómago. No estaba habituado a aquella comida. Pero había algo más, algo en su cabeza que le inquietaba y que al mismo tiempo aliviaba su nerviosismo. Era como estar ebrio; la misma sensación de invulnerabilidad.
—¿Os encontráis bien, Bardolin? —le preguntó Hawkwood, preocupado.
—Yo… yo…
—Nada. No había nada de qué preocuparse. Estaba cansado, eso era todo, y necesitaba dormir un poco.
—¡Bardolin! —le llamaron. Pero él ya no podía oírlos.
—¿Cómo te llamas?
—Bardolin, hijo de Carnolan, de Carreirida en el reino de Hebrion.
¿Estaba hablando? No importaba. Se sentía seguro como un niño en el útero materno.
Nada podía tocarlo.
—Así es. Nadie te hará daño. Eres extraño, muchacho. ¿Cuántas disciplinas?
—Cuatro. Cantrimia, rima mental, feralismo y teúrgia verdadera.
—¿Así es como lo llaman ahora? Feralismo: la capacidad de ver los corazones de las bestias, y a veces la habilidad necesaria para duplicarlas. Dominas las más técnicas de las Siete Disciplinas, amigo mío. Mereces ser felicitado. Muchas horas en la torre de algún mago, estudiando los manuales de gramarye, ¿eh? Y, sin embargo, no posees ninguna de las disciplinas instintivas: adivinación, dominio del clima… y cambio de forma.
Un diminuto pinchazo en la burbuja de bienestar que rodeaba a Bardolin, como una repentina corriente de aire en una casa confortable, un aliento invernal.
—¿Quién eres?
—¡Kersik! Todavía tiene que aprender mucho sobre herbalismo. Descansa tranquilo, hermano mío. Todo se aclarará al final. Me resultas interesante. No ha habido casi nada que despertara mi interés durante más de un siglo. ¿Sabías que cuando yo era aprendiz había nueve disciplinas? Pero de eso hace mucho tiempo. Brujería común y herbalismo. Creo que en el siglo quinto las amalgamaron y las unieron bajo el término común de «teúrgia verdadera», en beneficio del Gremio de Taumaturgos y perjuicio de los practicantes de dweomer más humildes.
Pero así son las cosas. En ti hay un olor que reconozco. Tienes algo de bestia. Me resulta intrigante. Volveremos a hablar. Vuelve con tus amigos. Están preocupados por ti, como buenas personas que son.
Abrió los ojos. Estaba en el suelo, y todos se habían agrupado a su alrededor con expresión de alarma, incluso Murad. Sintió el loco impulso de estallar en risitas, como un niño atrapado en una travesura, pero se contuvo.
Una oleada de alivio. La percibió como algo tangible. El duende estaba agarrado a su hombro susurrando y sonriendo al mismo tiempo. Por supuesto. Si lo habían drogado, la criatura se habría sentido abandonada y perdida, sin la luz de la mente de Bardolin para guiarla. La acarició para calmarla. Había puesto una parte demasiado grande de sí mismo en su familiar.
Se suponía que aquellas criaturas debían ser prescindibles. Sintió un escalofrío de miedo cuando acarició al duende y éste se apretó contra él. Gran parte de su fuerza vital se encontraba en el duende, lo que le daba una existencia más allá de la suya. Era posible que aquello ya no fuera conveniente.
¿Drogado? ¿De dónde había salido aquella idea?
—¿Qué ha ocurrido? —le estaba preguntando Hawkwood—. ¿Ha sido la comida?
Le costaba un trabajo enorme pensar y hablar de modo coherente.
—Yo… No lo sé. Es posible. ¿Cuánto rato he estado inconsciente?
—Unos minutos —le dijo Murad, con el ceño fruncido—. No le ha ocurrido a nadie más.
—Creo que están jugando con nosotros —dijo Bardolin, poniéndose en pie con dificultad.
Hawkwood le ayudó.
—Nos encierran, drogan a uno de los nuestros… ¿Qué más nos habrán preparado? —dijo el navegante.
Los soldados habían recuperado las armas y encendido las mechas, cuyo hedor invadió la habitación.
—Derribaremos esa puerta y nos abriremos paso disparando, si es necesario —dijo Murad con firmeza—. No moriré como un zorro en una trampa.
—No —dijo Bardolin—. Si esperan que hagamos algo, es exactamente eso. Debemos hacerlo de otro modo.
—¿Cómo? ¿Esperando a que regrese ese mago en compañía de un tercio de guardias con cabeza de bestia?
—Hay otro modo. —Bardolin sintió que se le encogía el corazón al pronunciar aquellas palabras. Sabía lo que debía hacer—. El duende irá en nuestro lugar. Puede salir por la ventana y ver qué está ocurriendo fuera. Hasta es posible que pueda abrirnos la puerta.
Murad pareció indeciso por un instante; estaba claro que deseaba huir luchando.
Todavía estaba demasiado tenso; todos lo estaban. Cualquier chispa los haría estallar, y morirían allí mismo, sin respuestas para sus preguntas. Aquella idea era intolerable.
—Muy bien, dejaremos que vaya el duende —concedió al fin Murad.
Bardolin suspiró. Estaba exhausto. En ocasiones se sentía como si aquella tierra se le hubiera adherido igual que un súcubo, dispuesta a alimentarse de él hasta no dejar más que una cáscara vacía, que se convertiría en cenizas en cuanto soplara el viento. La adivinación no era una de sus disciplinas, pero desde el desembarco le había acompañado el presentimiento de que existía algo letal para los hombres del barco y para el mundo que habían dejado atrás, y que residía allí, en aquel continente. Si escapaban, se lo llevarían consigo al Viejo Mundo, como una enfermedad adherida a sus ropas y alojada en su sangre. Como las ratas que se escurrían entre la oscuridad de la bodega de un barco.
Se inclinó hacia el desconcertado duende, acariciándolo.
—Hora de irse, amiguito.
—¿Ves la forma de subir por la pared? Vamos, arriba. ¡Sí! Eso es. Por donde entra la poca luz que queda.
El duende se había asomado a la estrecha abertura en la pared. Toda la compañía lo observaba en silencio.
—Puede que os deje durante un rato —les dijo Bardolin—. Pero no os alarméis. Estaré viajando con el duende. Regresaré. Entre tanto, conservad la calma.
Murad respondió algo, pero Bardolin ya no estaba allí. El mundo se había convertido en un lugar más grande en un abrir y cerrar de ojos, y la misma cualidad de visión de Bardolin había cambiado. Los ojos del duende operaban bajo un espectro de colores distinto; para él, el mundo era una rica mezcla de verdes y dorados, algunos tan brillantes que resultaba doloroso mirarlos. Los muros de piedra no eran una simple fachada lisa, sino que su calor y grosor les proporcionaban sombras extrañas y siluetas relucientes.
El duende volvió la mirada una vez, hacia la habitación silenciosa y llena de hombres, y luego atravesó la ventana, alta y estrecha. Tenía hambre y le hubiera gustado participar de los manjares preparados para la compañía, pero la voluntad de su amo actuó sobre él. Hizo lo que se le ordenaba.
De hecho, en cierto modo Bardolin se convirtió en el duende. Sentía sus apetitos y sus miedos, experimentaba la sensación de los ásperos bloques de toba bajo sus manos y pies, oía los ruidos de la ciudad y la jungla con una claridad amplificada que le resultó casi insoportable hasta que se habituó a ella.
La lluvia había cesado, y la ciudad era un lugar empapado y cubierto de vapor, neblinoso como la orilla de un río al amanecer. La luz era más tenue de lo normal; los costados del cráter impedían su paso al caer la tarde.