El anciano mago removió el fuego, y se golpeó la mejilla de repente, con una mueca de dolor. Se arrancó de la cara un insecto hinchado y con muchas patas, lo observó con curiosidad durante un segundo y lo arrojó a las llamas.
—Como he dicho, aquí hay dweomer, más del que nunca he sentido en ninguna otra parte —dijo—. La tierra que hemos visto hoy rebosa de poder mágico.
—¿Era aquello una carretera? ¿Nos encontraremos con otra civilización?
—Creo que sí. Creo que en este continente existe algo que en el Occidente ramusiano nunca hemos imaginado. No dejo de pensar en Ortelius, nuestro intruso inceptino y cambiaformas. Le habían encomendado impedir que nuestro barco llegara hasta aquí, eso está claro. Tal vez tenía algún cómplice en vuestro otro barco, el que se perdió. En cualquier caso, la misión le fue encargada por alguien de esta tierra, este extraño país en el que hemos desembarcado. Y hay dweomer por todas partes, obra de magos, Hawkwood. No creo que ninguno de nosotros salgamos con vida de este continente.
El navegante lo contempló desde el otro lado del fuego.
—Es un poco pronto para hacer unas predicciones tan terribles, ¿no? —consiguió decir al fin.
—La adivinación es una de las Siete Disciplinas, pero no es una de las mías, como tampoco el clima ni el cambio negro. Pero presiento que no tenemos futuro aquí. Y creo que, pese a los juramentos y las posturas de Murad, él también lo sabe.
El amanecer les reveló un campamento húmedo y cubierto de barro, pero Murad empezó a dar órdenes de inmediato, y los soldados fueron arrancados de su sopor por el sargento Mensurado. No había ocurrido nada durante la noche, aunque muy pocos habían dormido. Hawkwood echaba de menos el movimiento de su barco debajo de él, y el sonido de las olas lamiendo el casco. En aquel momento, su
Águila
le parecía el lugar más seguro del mundo.
Se dirigieron hacia el resplandor de la playa, cuyo reflejo empezaba a provocarles un calor intenso en los rostros. El galeón estaba anclado más allá del arrecife, una visión increíblemente reconfortante para soldados y marineros.
El desayuno consistió en galleta del barco y cerdo salado, duro como la madera y consumido frío en la playa. Tenían toda clase de frutas a su alcance, pero Murad había prohibido que nadie las tocara, de modo que comieron como si estuvieran aún en el mar.
Durante la mañana, los botes cruzaron el arrecife cargados con provisiones y equipamiento. Los caballos supervivientes estaban demasiado débiles para nadar hasta la orilla detrás de las barcas, de modo que los ataron y los bajaron a las embarcaciones más grandes como si fueran cuerpos inertes. Una vez libres y en tierra firme por primera vez en meses, parecían caricaturas escuálidas de los hermosos animales que habían sido. Sequero destinó a una docena de hombres a buscarles forraje.
Los marineros de Hawkwood volvieron a llenar las barricas de agua y las remolcaron hasta el galeón en racimos flotantes. Otro grupo, dirigido por el propio Hawkwood, remó hasta la zona del arrecife donde descansaban los restos del
Gracia de Dios
.
El oleaje era demasiado fuerte para acercarse, pero pudieron ver un cadáver reseco alojado entre el maderamen del saltillo, irreconocible, pues las aves marinas y los elementos habían hecho su trabajo demasiado bien.
Más arriba de la orilla había más restos, sobre todo fragmentos. El impacto contra el arrecife había destrozado la carabela como una explosión. La tripulación de Hawkwood encontró los restos destrozados de otro cadáver a una milla de distancia hacia el norte, y algunos fragmentos de ropa, pero nada más. Al parecer, la tripulación y los pasajeros de la carabela habían perecido hasta el último hombre.
Los más de ochenta pasajeros del galeón fueron llevados a tierra al fin. Permanecieron sobre la playa de aquella nueva tierra como personas a la deriva, y en cierto modo lo eran.
En Hebrion era invierno, y el año estaba a punto de terminar. Habría nieve sobre las Hebros, y las tormentas invernales estarían azotando el golfo de Fimbria y el mar Hebrio. Pero allí el calor era asfixiante e implacable, y las miasmas de la jungla húmeda se les adherían a la garganta como una neblina. Les quitaban las fuerzas, los empujaban hacia el suelo como una cota de malla. Y, sin embargo, el trabajo no cesaba, se seguían impartiendo órdenes y la actividad continuaba sin pausa.
Se alejaron un cuarto de milla de la playa, abandonando el campamento de la noche anterior. Murad destinó a unos cuantos soldados, civiles y marineros a despejar un espacio entre los enormes troncos. Talaron muchos árboles pequeños, y los futuros colonos quemaron toda la vegetación que pudieron, cortando y arrancando toda la que estaba demasiado húmeda para prenderle fuego. Erigieron refugios de madera, lona y hojas, y construyeron una empalizada hasta la altura de la cabeza de un hombre, con agujeros para las armas de fuego y rudimentarias torres de vigilancia en todas las esquinas.
Casi todas las tardes, el trabajo se veía interrumpido por las tormentas titánicas que llegaban y se iban como la ira de un dios caprichoso. Algunos colonos enfermaron casi al momento, sobre todo los más ancianos, y también un niño pequeño. Dos murieron presa de las fiebres; los rigores del viaje y de aquella nueva tierra habían sido excesivos para ellos. De aquel modo, la joven colonia adquirió un cementerio en su primera semana.
Llamaron al poblado Fuerte Abeleius, en honor a su joven rey. En su perímetro residían ciento cincuenta y siete almas, pues Murad no permitió a ninguno de los colonos que partiera por su cuenta en busca de tierras más adecuadas. Por el momento, la colonia más reciente de Hebrion no era más que un campamento armado, dispuesto a repeler cualquier ataque repentino. Nadie sabía quiénes podían ser los atacantes, ni siquiera qué podían ser, pero no hubo quejas. La historia del ave deforme había circulado rápidamente, y nadie tenía ganas de adentrarse solo en la jungla.
Se repartieron títulos como caramelos. Sequero se convirtió en
haptman
, comandante militar de la colonia, con Murad como gobernador. En realidad, Murad seguía dando órdenes a los soldados personalmente, pero le divertía ver cómo Sequero se pavoneaba ante su subordinado, Di Souza.
Hawkwood se convirtió en jefe del Gremio de Mercaderes, que hasta el momento no existía; pero, fiel a su palabra, Murad le concedió varios monopolios, y se los entregó por escrito, cargados de sellos y cintas, con la firma al pie del propio Abeleyn. Empezaban a llenarse de moho debido al calor y la humedad, y Hawkwood se vio obligado a conservarlos bien envueltos en paquetes impermeables.
Y también recibió un título nobiliario. El sencillo Richard Hawkwood se convirtió en lord Hawkwood, aunque sin tierras ni vasallos. Pero era un título hereditario. Hawkwood había ennoblecido para siempre a los suyos, si conseguía regresar a Hebrion y formar una familia. El bribón de su padre, el viejo Johann, hubiera llegado al paroxismo de la felicidad, pero a Hawkwood le parecía un gesto vacío y sin significado en medio de aquella jungla humeante.
Estaba sentado en su tosca cabaña, revisando los documentos que había traído del barco. Velasca estaba en el galeón con una tripulación mínima. El barco había sido reaprovisionado de agua, y también habían subido a bordo varios quintales de cocos, una de las pocas frutas nativas que Hawkwood había podido identificar.
El diario de a bordo original había desaparecido, perdido en el fuego que había estado a punto de destruir su barco, y también el antiguo libro de rutas de Tyrenius Cobrian, la única crónica existente de una expedición al oeste. Hawkwood había empezado un nuevo diario, por supuesto, pero al hojearlo comprendió con un sobresalto que no tendría manera de volver a encontrar Fuerte Abeleius o aquel fondeadero, si tenía que emprender un segundo viaje después del primero. La tormenta que les había desviado de su rumbo había arruinado sus cálculos, y la pérdida del diario empeoraba las cosas, pues no podía recordar todos los cambios de rumbo y amurada realizados desde entonces. Lo mejor que podría hacer sería desembarcar en el Continente Occidental sobre la latitud aproximada que el sextante le indicaba en aquel momento, y luego navegar arriba y abajo hasta localizar el sitio.
Pensó en decírselo a Murad, pero decidió no hacerlo. El noble de las cicatrices parecía un muelle demasiado comprimido aquellos días, más altanero y salvaje que nunca. No serviría de nada.
Oscurecía en el exterior, y Hawkwood encendió una luz de inmediato, una preciosa vela de sus provisiones cada vez más escasas. Apenas había acabado de hacerlo cuando llegó la oscuridad, un manto de sombras profundas que en cierto momento indefinible se convirtió en noche.
Mojó la pluma roma en el tintero y empezó a escribir su diario.
Vigésimo sexto día de Endorion, desembarcados en Fort Abeleius, año del Santo de 551… aunque quedan pocas semanas de ese año, y pronto estaremos en los días del Santo, que marcan el cambio de calendario.
Hemos terminado la empalizada hoy, y hemos empezado a talar algunos de los grandes árboles del interior del perímetro. El plan de Murad es cortarlos poco a poco y usarlos para la construcción y como combustible. Nunca conseguirá arrancarlos; creo que las raíces de esos árboles deben llegar a las entrañas de la tierra.
Los trabajos de construcción continúan. Tenemos una residencia para el gobernador, el único edificio con suelo, aunque el muro trasero sea una gavia vieja. Cenaré allí esta noche. La civilización llega a la jungla.
Hawkwood releyó la entrada. Se estaba volviendo locuaz, pues no tenía que hablar de vientos, rumbos ni órdenes de navegación. Su diario se estaba convirtiendo en una crónica.
Por lo menos tenemos pólvora seca, aunque mantenerla así en este clima ha puesto a prueba el ingenio de todos los soldados. Fue Bardolin quien sugirió sellar con cera los cuernos de pólvora. Nuestro mago residente se ha vuelto algo extraño. Murad lo considera el jefe de los colonos, el solucionador de problemas científicos, pero también algo parecido a un fraude. No sé si se trata de una actitud consciente o no. Desde que su amante plebeya resultó ser una cambiaformas, Murad ha sido un hombre distinto, al mismo tiempo menos seguro de sí mismo y más autocrático. Pero, ¿quién de nosotros no sufrió algún cambio tras aquel extraño viaje y sus horrores?
Desearía que estuvieran aquí Billerand o Julius Albak, mis antiguos compañeros.
Nuestro grupo es más pobre sin ellos, y no estoy del todo satisfecho con Velasca como primer oficial. Su navegación deja mucho que desear.
—¿Capitán? —dijo una voz tras la cortina de lona que hacía las veces de puerta en la cabaña de Hawkwood.
—Entrad, Bardolin.
El mago entró, inclinándose. Parecía más viejo, pensó Hawkwood. Su porte continuaba igual de erguido, y su rostro castigado y arrugado aún parecía fabricado con alguna piedra particularmente resistente; pero los años empezaban a notársele. La frente le brillaba de sudor, y, como todos los demás, tenía el cuello y los brazos marcados de picaduras de insectos. El duende que viajaba sobre su hombro parecía tan animado como siempre, sin embargo. Saltó sobre la caja que Hawkwood empleaba como escritorio, y él tuvo que arrebatarle suavemente el tintero de las manos diminutas.
—¿Qué hay de nuevo, compañero mago? —preguntó Hawkwood al hombre mayor.
Bardolin se dejó caer sobre el montón de hojas envueltas en una capa que hacían las veces de cama.
—He estado purificando agua para los enfermos. Estoy cansado, capitán.
Hawkwood extrajo una botella de tamaño respetable de detrás de la caja y se la tendió.
—¿Algo de beber?
Ambos tomaron un trago directamente de la botella, y se enjuagaron la boca con el delicioso brandy.
—Esto calma los huesos —dijo Bardolin en tono apreciativo, y dirigió una mirada al cuaderno abierto—. ¿Escribiendo para la posteridad?
—Sí. La costumbre de toda una vida de capitán, aunque corro el peligro de convertirme en cronista. —Hawkwood cerró el pesado tomo y volvió a envolverlo en la tela impermeable—.
¿Listo para mañana?
Bardolin se frotó las sombras bajo los ojos.
—Supongo… ¿Qué tal os sentís siendo un lord?
—Sigo sudando, y los mosquitos me siguen picando. No es tan diferente.
Bardolin sonrió.
—Qué presuntuosos somos los hombres. Construimos un campamento miserable como éste y lo llamamos colonia. Nos repartimos títulos nobiliarios, y reclamamos un país que ha existido sin nosotros desde el amanecer de los tiempos; imponemos nuestras reglas sobre cosas que desconocemos por completo.
—Así se construye la sociedad —dijo Hawkwood.
—Sí. ¿Cómo creéis que se sintieron los fimbrios cuando, hace nueve siglos, consiguieron unir a las tribus y convertirse en un solo pueblo? ¿Había una sombra de su imperio flotando sobre ellos, incluso entonces? La historia. Si le damos cien años, nos convertirá en héroes o en villanos… si es que nos recuerda.
—El mundo avanza. Tenemos que hacer lo que podamos.
El mago estiró los músculos.
—Por supuesto. Y mañana veremos un poco más de mundo. Mañana el gobernador parte a explorar el territorio que ha reclamado.
—¿Preferirías estar jugando al escondite con los inceptinos en Abrusio?
—Sí. Sí, lo preferiría. Tengo miedo, capitán, verdadero miedo. Estoy asustado de lo que encontraremos aquí en el oeste. Pero también siento curiosidad. No me quedaría atrás mañana por nada del mundo. Es la insufrible curiosidad del hombre la que lo hace navegar por mares desconocidos; una fuerza aún más potente que la avaricia o la ambición… y creo que vos lo sabéis mejor que nadie.
—Soy tan ambicioso y avaricioso como el que más.
—Pero fue la curiosidad la que os trajo hasta aquí.
—Eso, y el chantaje de Murad.
—¡Aja! ¡De nuevo nuestro noble gobernador! Nos ha enredado a todos en la maraña de sus propias maquinaciones. Somos moscas atrapadas en su telaraña. Bien, hasta las arañas tienen sus depredadores. Está empezando a darse cuenta, pese a su presunción y arrogancia.
—¿Lo odiáis, entonces?
—Odio lo que representa; la altanería y el orgullo ciego de su casta. Pero no es tan malo como otros; no es estúpido, ni se empeña en ignorar la verdad, diga lo que diga.
—Tenéis demasiadas ideas nuevas, Bardolin. A mí también me resulta difícil acostumbrarme a algunas de ellas. Vuestras montañas que escupen llamas y cenizas… eso puedo creerlo. He oído hablar antes de ellas. Pero ese olor a magia de los árboles y el suelo, de la propia tierra… Una tierra que gira en torno al sol. Una luna bombardeada por piedras de más allá del cielo… Todo el mundo sabe que nuestro mundo está en el centro de la creación de Dios, incluso los merduk.